El tempo lento de Piglia

Los diarios de Emilio Renzi no son, en estricto rigor, diarios de vida. En lugar de calendarizar los hechos, el autor argentino opta por un tiempo personal, no cronológico. En ellos imagina, crea imágenes de sí como escritor, lector, amante, amigo, hijo, nieto, espectador y sujeto político. Si bien serán reconocidos como “diarios”, quienes lo leen y lo seguirán leyendo saben que en ellos está activa la máquina de contar historias y que muchas de sus ficciones se encuentran allí, en ciernes.

por Lorena Amaro I 17 Mayo 2017

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Antes de morir, Ricardo Piglia ordenó los materiales contenidos en los 327 cuadernos donde registró diariamente y por casi 50 años su cotidianidad. El resultado de este proceso, Los diarios de Emilio Renzi, no son, sin embargo, realmente diarios. Se parecen, porque como define el propio Piglia (y críticos como Maurice Blanchot), se ajustan al calendario: “No hay otra cosa que pueda definir un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona; lo define, sencillamente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año”.

No obstante, esa fijación del calendario no lo es realmente todo. El mismo Piglia la burla, seleccionando, creando series narrativas, intercalando entre los días y los meses varios relatos sin fecha, en que Emilio Renzi, su ubicuo alter ego (al que se refiere en tercera persona), se instala por horas en los bares para oír o contar historias. Historias que dan sentido a los supuestos fragmentos del diario y que de hecho aparecen en otros libros suyos (como la del escritor norteamericano Steve M., Steve Ratliff en Prisión perpetua), fragmentos que casi no son fragmentos sino relatos bien hilvanados, trozos de una posible autobiografía o una novela.

Entre estos verdaderos cuentos se pueden encontrar relatos bellísimos, como es el caso de “Primer amor”: “Nos escribíamos cartas, pero apenas sabíamos escribir”, cuenta sobre la relación con una niña que, como la mayoría de las mujeres descritas en el primer volumen de sus diarios, tan repentinamente aparece como se marcha, reclamada por una ajenidad incomprensible. “Fue tan grande el dolor que logré recordar que mi madre decía que si uno quería a una persona tenía que poner un espejo en la almohada, porque si la veía reflejada en el sueño se casaba con ella”; el niño hace lo propio, esperando un milagro. “Muchos años después, una noche, soñé que soñaba con ella en el espejo. La veía tal cual era de chica, con el pelo colorado y los ojos serios. Yo era otro, pero ella era la misma y venía hacia mí, como si fuera mi hija”, escribe con la inesperada y tensa ternura de muchas otras de estas narraciones, sobre su abuelo, sobre el encuentro y desencuentro con la misteriosa y quebrada Lucía, sobre las “vistas” (visiones) que lo inquietan en su madurez.

A contrapelo de su propia definición, basada en el calendario, Piglia nos hace ver que las vidas se cuentan a partir de un tiempo distinto, no el cronológico. “Una vida no se divide en capítulos”, es la frase con que abre sus Años felices, el segundo volumen de los diarios; ya en el primero, Piglia relata cómo Renzi debe abandonar Adrogué, a causa de la riesgosa actividad política de su padre, para mudarse a Mar del Plata. Un corte, entre otros muchos, que perfilan la vida del escritor, como ese día en que leyó su primer libro importante, La peste, en una noche, con el fin de impresionar a una muchacha; o abandonó el departamento donde vivían él y su pareja rumbo a un hotel en 1972, en medio de una operación rastrillo del ejército, hecho que tendría consecuencias impensadas.

Lo político, lo literario y lo amoroso son líneas que atraviesan los diarios, cada una con su propio programa y destino, al servicio de la narración, de contar historias. En esto Piglia le hace caso, como en muchas otras cosas, a Borges, el maestro. De hecho, lo reescribe cuando dice: “Así que para escapar de la trampa cronológica del tiempo astronómico y mantenerme en mi tiempo personal, analizo mis diarios siguiendo series discontinuas y sobre esa base organizo, por decirlo así, los capítulos de mi vida”. La idea de las series la enunció Borges: “No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras”. En el caso de Piglia, una primera serie podría ser, como él mismo dice, la de los acontecimientos políticos, aparentemente externos, que tuercen la vida. Lo que él mismo llama “contratiempos”, esto es, todo lo contrario de un flujo constante, homogéneo, de los hechos.

Lo político, lo literario y lo amoroso son líneas que atraviesan los diarios, cada una con su propio programa y destino, al servicio de la narración, de contar historias.

Estas reflexiones no son nada nuevas en Piglia, quien destinó buena parte de sus páginas de crítica y de ficción a pensar cómo se vinculan la vida y la narración, cómo se reordena o reajusta el tiempo, qué es narrar y qué significa leer. Las anotaciones diarias se convierten, por lo general, en tesoros aforísticos: “El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer”; “Siempre habrá un hito insalvable entre el ver y el decir, entre la vida y la literatura”; “Se puede ver cómo es uno con solo hacer un recorrido por los muros de la biblioteca”; “Lo maravilloso de la infancia es que todo es real. El hombre mayor (!) es el que vive una vida de ficción, atrapado por las ilusiones y los sueños que lo ayudan a subsistir”; “El cine es más rápido que la vida, la literatura es más lenta”.

También suma reflexiones que definen su propia y desapacible relación con la escritura: “La lección de siempre, si me encierro y me aíslo, la novela camina; si me disperso, se atranca”; “Me cuesta cada vez más trabajo narrar hechos y situaciones en estos cuadernos, hay una tendencia a pensar antes de actuar, olvidar el cuerpo y su desplazamiento. Así, lo que quiero aquí es describir el estado mental y la historia de un alma cautiva (en las redes del lenguaje)”.

Es atrapado en esas redes que Piglia pone sus diarios bajo la firma de “Emilio Renzi” (su segundo nombre y segundo apellido): sabe que con eso perturba desde el comienzo la relación supuestamente transparente de la literatura autobiográfica con la realidad. Los verdaderos diarios de Ricardo Piglia, sus cuadernos, los leerán unos pocos afortunados, aquellos que accedan a sus manuscritos. Los demás debemos contentarnos con esta finta textual por la que la identidad se vuelve ambigua y acuosa, impregnada de ficción. El propio Piglia explica que el concepto “Escrituras del yo” es “una ingenuidad”, porque dónde hay un Yo, qué es un Yo sino “una figura hueca”, como él dice.

Por eso estos “diarios” no tienen nada que ver con los de otros grandes diaristas, como Julio Ramón Ribeyro o Cesare Pavese. En las páginas de Piglia no se encuentran las anotaciones telegráficas e incomprensibles; los predicados no verbales de los que habla otro argentino proclive al diario, Alberto Giordano, al referirse a otros cultores del género. No parece que lo más importante sea el examen de conciencia, el fetichismo coleccionista, el secreto, la página en blanco del escritor o lo que Elias Canetti llamaba “el interlocutor cruel”: el yo que se lee a sí mismo pasados los años. Ninguna de estas ideas sobre el diario basta para referirse a la experiencia de leer a Piglia transfigurando cada observación, idea o gesto en una breve narración o en una teoría sobre el acto de narrar. Desde una clase sobre Platón en la universidad, hasta la historia de su abuelo italiano, que como Bartleby debió trabajar en una oficina de cartas halladas entre las pertenencias de los muertos durante la Primera Guerra Mundial.

Mientras que para Roland Barthes el diario era una posibilidad de expresar lo inesencial del mundo, su mutabilidad, en la escritura de Piglia se enquista la trascendencia de lo literario, el enorme compromiso que él mantuvo con la literatura. Varias son las escenas fundacionales que relata sobre esta relación. Quizás, la más entrañable, la primera: la de un niño de tres años que observa a su abuelo leer y decide sentarse él mismo a la puerta de su casa con un libro en las rodillas. Pronto se le acerca un transeúnte para decirle que ha puesto el libro al revés. ¿Pudo ser Borges? Piglia lo deja abierto, más como un deseo que como una pregunta. Por otra parte, el equívoco no hace más que recordar lo que Sylvia Molloy llama “los desvíos de la letra”, las distorsiones creativas que desde la cita con que comienza el Facundo (el famoso y errado “On ne tue point les idées” de Sarmiento) caracterizan la literatura escrita en nuestro continente: la idea de que al “leer mal” se puede estar leyendo creativamente; la idea de que un niño sentado a la puerta de su casa con un libro puesto al revés en sus rodillas puede dialogar, desde ahí, con la tradición. Con el más grande de los escritores de su país y ciertamente, uno de los más influyentes en su obra.

Estos últimos textos legados por Piglia son, pues, algo más que una “máquina de dejar huellas”, como él mismo escribió alguna vez sobre los diarios. En ellos Piglia imagina, crea imágenes de sí como escritor, lector, amante, amigo, hijo, nieto, espectador y sujeto político. Si bien serán reconocidos como “diarios”, quienes lo leen y lo seguirán leyendo saben que en ellos está activa la máquina de contar historias y que muchas de sus ficciones se encuentran allí, en ciernes. En medio de su complicada enfermedad, Piglia al menos pudo seleccionar, editar y dar él mismo un sello a sus cuadernos.

En el primer volumen de sus diarios, Renzi cuenta que al salir con 16 años de Adrogué, no se despidió de nadie: “Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver”. Estos diarios son, sin embargo, una despedida brillante, la última finta de un escritor e intelectual enorme, un pensador y comunicador del tempo literario.

 

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Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Ricardo Piglia, Anagrama, 2015, 358 páginas, $22.100.

 

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Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Ricardo Piglia, Anagrama, 2016, 419 páginas, $22.800.

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