La tentación de la caricatura

Es inevitable leer Leña sin detenerse en el lenguaje dislocado, de dificultosa sintaxis, con que Lloret procura armar la historia de su protagonista, la tía de ella y el perro Vostok, en los confines de Siberia. Un despliegue de virtuosismo sin partitura, gratuito y, hasta cierto punto, estéril, sin emoción.

por Lorena Amaro I 5 Marzo 2019

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El debut literario de Bruno Lloret con Nancy, en 2015, recibió numerosos elogios; la crítica resaltaba la capacidad del autor para hacer “hablar” a un personaje femenino lejos de la condescendencia de la autoficción. Se trataba de una mujer pobre, del norte chileno, cuyos numerosos desplazamientos y duras experiencias la situaban muy lejos de una gran mayoría de personajes juveniles, citadinos y familiares que hallamos en la narrativa más reciente. A muchos, Nancy les pareció un personaje fundamentalmente con vida, verdadero, bien logrado desde una perspectiva lingüística y estilística.

Leña, su reciente novela, tiene nuevamente por protagonista a una mujer y, sobre todo, su voz. Es inevitable leer este texto sin detenerse en el lenguaje dislocado, de dificultosa sintaxis, con que Lloret procura armar la historia de Leña/Lenia/Elena, su tía y su perro Vostok, en los confines de Siberia. Ella desea salir de su ciudad y en las primeras páginas explica que intenta hacerlo a través de “el poder de la internet”, combinando su trabajo en un laboratorio con la búsqueda de un novio viable a través de la red: “Pronto reconocí lo bueno y lo malo, las páginas que eran reales, de las que la prostitución parecía un paso más adelante. Yo dudaba de la existencia, creí que muchos eran seres frente a teclados escribiendo correspondencia con hombres solitarios del mundo, nunca mujeres reales”.

La inclusión de fotografías microscópicas y otras imágenes heráldicas y de archivo también resultan sin hilván desde el momento en que Leña se encuentra con PANZER_DELCARMEN, Ramiro, un chileno que la invita a La Ligua.

El enunciado, ciertamente enrevesado, sintetiza en gran medida la búsqueda de Leña, quien se somete a sistemas de citas a ciegas y extrañas correspondencias, al tiempo que alterna con otras historias más herméticas, como la del horrible babr, monstruo de cuatro metros de largo que acecha al perro Vostok y a la familia de Leña, o las circunstancias históricas de Siberia, o los experimentos en que Leña participa y observa el tejido celular de los tubérculos: “De los miles de tubérculos hay una especie negra, pequeña y ovalada, como el huevo de un ganso satánico”.

Estas líneas narrativas debieran dar a Leña un mayor espesor, pero se diluyen; la inclusión de fotografías microscópicas y otras imágenes heráldicas y de archivo también resultan sin hilván desde el momento en que Leña se encuentra con PANZER_DELCARMEN, Ramiro, un chileno que la invita a La Ligua. Entonces el acto de ventriloquismo de Lloret se convierte en un circo, en el que se proyecta luz también sobre los chilenismos de este personaje y su familia, con todo el imaginario triste, machista y ordinario que portan: “Cuando fue por chat me enviaba emoticones: irritantes sonrisas, gestos confusos, ojos vueltos corazones, signos de dólares y canciones románticas de sus regiones. Mi chinita tontita, decía. Mi china lesa”.

Ramiro es un perdedor plano, sin interés alguno, sus frases son todas hechas y su madre y su hija son dos arpías. Aun así, Leña viaja para conocer Chile. Esta anécdota es utilizada por Lloret para incluir otros materiales, sobre las dificultades de la migración haitiana en Chile o la prostitución de mujeres como Leña, una especie de objeto de lujo, transable, para hombres como Ramiro. El autor no resiste la tentación de la caricatura e incluso inserta un episodio en que un reality (de esos a los que acuden los celosos para “probar” a sus parejas) hace de Leña un personaje de farándula.

La ventriloquia, lejos de naturalizar las voces de las protagonistas de sus libros y ahondar en sus conflictos, tiene algo de paternalismo (las marionetas nunca parecen hablar de igual a igual con el ventrílocuo). Es lo que ocurre con Leña, donde además se produce un extraño cruce entre este deseo de reproducir hablas que se perciben ajenas, distintas y, por otra parte, puntuar con elementos gráficos y visuales una cierta sofisticación narrativa, que no termina de cuajar en una propuesta estética sólida, que vincule imagen y texto. Si bien hay que reconocer la gran capacidad de Lloret para generar atmósferas enrarecidas y trabajar con el lenguaje, así como su originalidad en un panorama literario donde no abundan las singularidades, veo en Leña un despliegue de virtuosismo sin partitura, gratuito y, hasta cierto punto, estéril, sin emoción.

 

Leña, Bruno Lloret, Ediciones Overol, 2018, 145 páginas, $12.000.

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