Lance: una introducción al mundo roto

Un documental sobre Lance Armstrong, el ciclista que ganó siete veces el Tour de France gracias al sistemático dopaje al que se sometía —los títulos fueron retirados— le da pie al autor de este ensayo para reflexionar sobre moral, éxito, deporte y política. Y lo dice así: “La política es el verdadero mundo roto, porque es el escenario donde vemos más claramente que las buenas acciones pueden estar conectadas a malas acciones y a malas intenciones. He aquí donde entra el mentiroso Lance y su fundación de ayuda contra el cáncer. El mundo está roto porque la maldad primera no afecta a la bondad segunda, porque puedes mentir a la mañana y salvar a un niño por la tarde, porque el consuelo mantiene una cuota de pureza, escandalosa para los filósofos y moralistas que afirman que el mundo es unitario”.

por Miguel Saralegui I 2 Junio 2021

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Si tuviera que escoger una sola obra para explicar en qué consiste que el mundo está roto, que el ser humano está compuesto de caras y exigencias incompatibles y a la vez necesarias, imposibles de ensamblarse en un todo coherente al que llamamos persona, mi elección sería muy fácil. Me decidiría por Lance, el documental dirigido por Marina Zenovich. Sus cuatro horas de duración convencen al espectador no solo de que el mundo está roto en un sentido fundamental y obvio: los criterios del éxito son incompatibles con los de la moral. También en sentidos específicos y particulares nos lleva a imaginarnos un mundo quebrado, como si cuando recogiéramos uno de los pedazos del vaso de whisky que se acaba de estrellar contra el suelo, este fragmento explotara en otros 10, 100, mil partículas: no se puede ser un buen profesional y un buen amigo, ser un tramposo es compatible con realizar una obra de beneficencia que un honrado ciclista jamás habría llevado a cabo, que el fracaso puede constituir también un éxito.

El objeto que concentra la ruptura del mundo es Lance Armstrong. Lance no es un tipo deshecho. Sigue siendo inteligente, atractivo, con una agudeza que no se ha aprendido en ningún libro, sino en el contacto directo con las contradicciones de la existencia, con la lucha directa del mundo. No es un hombre deshecho, incluso si el apellido que lleva es el de una pareja que tuvo su madre, quien además le pegaba y lo maltrataba. Tenemos claro que, desde el principio vamos a vivir en el mundo roto cuando Terry Armstrong, el padre adoptivo de Lance, afirma orgulloso que esa violencia, ese orden forzosamente impuesto, hizo de Lance un campeón.

El hiperambicioso Lance quiere ser número uno hasta para reconocer los pecados cometidos. Para Lance, es como si no hubiera pasado nada. Es como un hiperactivo hombre de negocios Zen. Es capaz de sentirse reconocido cuando el planeta se da cuenta de que es el mayor y más obstinado tramposo de la historia de los deportes. El mundo está roto porque enfrente de Lance está Jan Ulrich, para quien el haber sido expulsado del ciclismo lo convierte en un ser lobotomizado, humillado, mudo. Ulrich debería haber mentido 10, 100 veces más que Armstrong, para padecer un resultado tan desfavorable. Si el mundo fuera coherente, Ulrich, el segundo mejor ciclista de aquella época (fines de los 90 y comienzos del siglo XXI), su único rival digno, debería haber sido un arrepentido casi tan exitoso como Lance. Sin embargo, su capacidad para rehacerse es infinitamente peor que la de su rival. Ulrich no encuentra placer, adrenalina, centralidad en su mundo de fracaso y de revelación. Quedó estancado el día en que el T-Mobile lo expulsó por fax. Mientras Lance prepara la ensalada con su mujer Anna Hansen y hace bromas con el dedo que se ha cortado, Ulrich está intentando ahogar a una prostituta en Palma de Mallorca. Cuando Lance visita a Jan, no está comportándose de manera moral, no está siendo un buen cristiano. La operación es mucho más profunda. Su acto es metafísico. Está recordando a sus espectadores que el mundo está roto, que no depende ni de la inteligencia ni de la educación familiar ni del país el hecho de que él sea el número uno en eso de abrir al mundo su fascinante psique y Jan sea el número cien mil.

El mundo está roto por el hecho más evidente de todos: a los que se portan bien, les va mal. A los que se portan mal, les va bien. Por supuesto, no se trata de un principio absoluto, pero en determinados campos de la vida —el profesional parece ser uno de ellos— es la regla más que la excepción. No hace falta creer en una ética universal, religiosa o kantiana, para que esta contradicción resulte escandalosa. Muchas personas que tienen éxito en una profesión lo tienen precisamente por no cumplir ni siquiera los criterios morales que esa profesión impone: autores con una prosa horrorosa tienen éxito y son incluidos en academias, directivos que no sabrían explicar el funcionamiento de su empresa cobran los sueldos más elevados, las universidades son dirigidas por rectores que desconocen en qué consiste investigar o enseñar. Ni siquiera el deporte, que parecía ser un consuelo de esta asimetría, está libre de esta incoherencia esencial: son los tramposos los que tienen éxito. Ser malo, incumplir las reglas, es bueno.

Las buenas causas necesitan su buena mentira. Estoy de acuerdo con la perspectiva del documental: el vínculo entre victoria fraudulenta y buena acción es necesario. Un exciclista que hubiera superado el cáncer milagrosamente no habría conseguido una fundación lo suficientemente rica como para pagar por guardar el esperma y los óvulos de jóvenes que comenzaban su quimioterapia y podrían quedar estériles.

La riqueza del personaje de Lance es la riqueza con la que refleja que el mundo está roto. El mundo está roto no solo moralmente: esto es algo que todos sabemos, que todos sospechamos. Psicológicamente, esta ruptura del mundo es un poco más complicada. Las facultades psíquicas necesarias para conseguir algo fundamentalmente positivo (el éxito) limitan las posibilidades de que obtengamos otros bienes igualmente necesarios: la amistad. Ser el mejor ciclista impide que tengamos buenos amigos. Para ser el mejor en algo, Lance odia, se enoja, desprecia, minimiza al rival. Quiere volver a correr el Tour de Francia porque alguien a quien considera mediocre lo ha ganado. Pero odia a los rivales, necesita odiarlos incluso si no fueran tan mediocres. Se molesta de que los nuevos ciclistas no acepten que el mundo está roto y den abrazos fraternos a sus rivales: “Come on! Put your hate on!”.

La frase nos asusta no por el carácter patológico de la personalidad de Lance, sino porque nos ha convencido del principio metafísico: el odio es el precio que hay que pagar por ser campeón. Admitamos esta hipótesis. Lance es consciente de este abismo, de que la necesaria actitud para ganar es incompatible con tener amigos, charlar en un bar, no ser despreciado por todos aquellos que te rodean, por ser un ignorante que se cabrea porque la mejor pizza de tu vida tarde siete minutos más que la pizza precongelada que te sirven en el restaurante de Texas. Cuando Lance desea que los corredores dejen de abrazarse, no está haciendo una apología del mal rollo, sino expresando su desconsuelo porque el ciclismo carece de grandes campeones mientras la fraternidad impere. Al lado de la trágica conciencia de Lance, su círculo más íntimo, las únicas personas de la Tierra a las que podemos considerar sus amigos, no son conscientes de que la posibilidad de un mundo coherente y unitario depende de su mediocridad, de su incapacidad para percibir que el mundo está roto, simplemente porque su competencia profesional es escasa. El mundo roto nos obliga a considerar la ruptura psicológica del mundo como un regalo: la mayoría somos lo suficientemente mediocres como para no detectarla. Sus excompañeros lo consideran un bully como si fuera el niño regordete del colegio, sin pensar un solo segundo que, si no hubiera sido un serial killer, no habría ganado siete tours, no habría rodado este documental, no estaríamos hablando ahora de ellos, de sus archienemigos Betsey Andreu o Jonathan Vaughters. La amistad, la buena educación, la tranquilidad, la peace of mind no aparecen como renuncia para quien es mediocre.

La política es el mejor lugar para mostrar que el mundo está roto. La “pluralidad” de Arendt, el individualismo liberal, el designio cristiano por el que cada uno es un ser valioso, son principios tan verdaderos como absolutamente impracticables cuando debemos compartir el planeta con otro ser con otros principios. La política es el receptáculo de una infinidad de acciones y de deseos, la mayoría de ellos buenos. La política es el verdadero mundo roto, porque este conjunto de bondades es contradictoria. La política es el verdadero mundo roto, porque es el escenario donde vemos más claramente que las buenas acciones pueden estar conectadas a malas acciones y a malas intenciones. He aquí donde entra el mentiroso Lance y su fundación de ayuda contra el cáncer. El mundo está roto porque la maldad primera no afecta a la bondad segunda, porque puedes mentir a la mañana y salvar a un niño por la tarde, porque el consuelo mantiene una cuota de pureza, escandalosa para los filósofos y moralistas que afirman, insisten, repiten que el mundo es unitario.

Después de que Lance Armstrong superara un cáncer de testículos se dedicó a realizar dos cosas: doparse de manera sistemática y sacar adelante una fundación que ayudara a personas jóvenes con cáncer. Evidentemente, todos los resultados positivos de la fundación dependen del engaño, de la mentira y el fraude. Sin sus victorias dopadas, Lance no sería un ícono, un modelo, un renacido victorioso del cáncer, y el público no habría financiado esta iniciativa de modo tan generoso. Las buenas causas necesitan su buena mentira. Estoy de acuerdo con la perspectiva del documental: el vínculo entre victoria fraudulenta y buena acción es necesario. Un exciclista que hubiera superado el cáncer milagrosamente no habría conseguido una fundación lo suficientemente rica como para pagar por guardar el esperma y los óvulos de jóvenes que comenzaban su quimioterapia y podrían quedar estériles. El mundo es así: para conseguir buenos resultados se necesitan malas acciones.

La hipocresía no es la causa, sino la consecuencia más incómoda, más perjudicial, menos justificada de un mundo que está roto a través de un público que quiere algo (un ciclismo espectáculo) y no está dispuesto a admitirlo con todas sus consecuencias (ese espectáculo exige sustancias prohibidas).

Es fácil pensar que Armstrong utilizó la fundación como tapadera, que se trataba de un simulacro. Por el contrario, varios amigos, compañeros, admiradores ofrecen testimonios que parecen probar la honestidad del compromiso de Armstrong contra el cáncer. Muchas veces era la última persona a la que veían los niños que iban a morirse. Incluso si estas acciones benéficas eran interesadas, incluso si con ellas conseguía que los controles antidopping fueran menos rigurosos, esto es indiferente. La política está más rota que la moral, incluso si la moral también está rota. La política está rota porque esta intención, esta tapadera, es totalmente indiferente para la bondad de la política. La política es refrescante para la siempre intrincada y serpenteante conciencia. A la política le es indiferente la intención con que hayas salvado a un niño que se ahogaba o que se moría de cáncer. Le has salvado, aunque lo hicieras para quedar bien, por ser un mafioso, porque tu conciencia, cristianamente educada, te ha determinado a salvar a personas en peligro. El mundo está roto y la política de Armstrong nos recuerda que esta ruptura es positiva. Un mundo en que lo bueno estuviera identificado con lo intencionalmente recto, con los buenos deseos y las buenas intenciones, no permitiría, no daría ningún incentivo a que malas personas, hombres y mujeres con conciencias interesadas, hicieran acciones destinadas a mejorar las cosas.

Este documental muestra que Lance está roto porque el mundo está roto. Lance es solo el ejemplar más modélico de esta ruptura. No se trata de su creador, sino del espejo en que lo normal, como si se tratara de un cuadro de Dalí o de Antonio López, aparece retratado de manera tan nítida que nos resulta incómodo. Hay una hipótesis que, dado el historial del ciclismo, especialmente en el cambio de siglo, parece razonable: todos se dopaban. Los ciclistas no se engañaban. En el momento que llegas al ciclismo de élite, te informan de manera objetiva y desapasionada que, para ser un ciclista sobresaliente, tienes que doparte. En el documental, aparece un ciclista francés cuyo equipo le destina a carreras menores, dado que, sin doparse, es imposible correr el Tour de Francia. El escándalo de Armstrong es fortuito, no se debe a la magnitud del dopaje: depende de una serie de malentendidos, odios personales, rencores con Floyd Landis después de que regresara de sus seis tours. Si no hubiera regresado, nadie se habría enterado jamás. La restauración depende del azar, de la maldad, de la envidia, no de un deseo de justicia que haya limpiado al ciclismo.

No se engañaban y no engañaban a un público que conoce la historia del ciclismo. ¿Dónde viene aquí la ruptura del mundo? En que el público no quiere asumir lo que, al mismo tiempo, quiere ver. Se trata de la ruptura no entre lo que uno desea y lo que los demás esperan que uno desee, sino entre lo que uno desea y lo que a uno le gustaría desear. Por un lado, quiere ver un deporte que estaba lleno de dopaje, indudablemente en esas décadas. Por otro, condena al dopaje no en sí mismo, sino cuando adquiere una apariencia jurídica. Por supuesto, esta tensión genera muchas asimetrías moralmente incómodas, todas ellas hábilmente recordadas por Armstrong. El público admira a Zabel y condena a Ulrich, admira a Basso y condena a Pantani, admira a Hincapie y condena a Armstrong, cuando todos habían tomado las mismas sustancias. La hipocresía no es la causa, sino la consecuencia más incómoda, más perjudicial, menos justificada de un mundo que está roto a través de un público que quiere algo (un ciclismo espectáculo) y no está dispuesto a admitirlo con todas sus consecuencias (ese espectáculo exige sustancias prohibidas).

La complejidad del público se ahonda por un último motivo. A lo largo de Lance, se repite que a los seres humanos nos gusta la historia del ave fénix, del chico que sobrevive al cáncer y gana como si la debilidad jamás lo hubiera rozado. Esta inclinación por la historia de la redención no se verifica en este documental. Esta es la historia de un mentiroso que revela sus mentiras. Demuestra que el público tiene una cierta conciencia de que vive en un mundo roto y que quiere reconocerse con sus rupturas, con sus mentiras, con sus escándalos, incoherencias, a través de otro. Posiblemente nunca lo logre. Siempre habrá un momento en que el deseo normativo de unidad desmienta la ruptura del mundo a través del moralismo, de la hipocresía, de la confianza mística en un orden y una conexión entre todas las esferas de la existencia, entre todas las exigencias y las acciones que cualquier ser humano está obligado a practicar. Pero si existe alguna posibilidad de que el público se reconcilie con la complejidad del mundo, esta se concentra en las cuatro horas de Lance.

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