Paz Errázuriz en mundos prohibidos

Aunque se formó en la calle, fotografiando escenas con las que se topaba en una ciudad vigilada por la dictadura, sus trabajos más importantes son el resultado de largas investigaciones que la llevaron a inmersiones en hospitales siquiátricos, burdeles de travestis, gimnasios de boxeadores prohibidos para mujeres, bambalinas de circos o los últimos miembros de la etnia Kawéskar. “Como mujer —dice en este perfil— estoy subordinada a un espacio determinado que me resulta natural explorar: lo marginal. Y esa exploración tiene que ver con una necesidad de desatar amarras, de abrir nuevos espacios. Con mis fotografías construyo mi propia historia”.

por Roberto Careaga C. I 3 Enero 2023

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Fue a fines de los 70 o a inicios de los 80. Iba entrando a la calle Recoleta por Bellavista cuando lo vio. Era un hombre de bigotes que se bamboleaba. Quizás iba borracho o bailando. Dio una luz roja, Paz Errázuriz frenó el auto que manejaba y buscó su cámara Nikkormat. En un impulso apuntó por la ventana. Solo tres disparos bastaron. No existen más que tres negativos, pero la serie “El caminante de Santiago” no necesita más: son tres imágenes que muestran al hombre avanzando espasmódicamente por unos cuatro o cinco metros, cruzando delante de un negocio de abarrotes clásico de la época, hasta resbalar y caer. No alcanzamos a verlo en el suelo, pero las fotos de Errázuriz registran el momento exacto en que se desencadena el derrumbe. Captó el instante perfecto.

La serie de “El caminante de Santiago” forma parte del imaginario callejero santiaguino de los 80. Muchos años circuló en libros y en pequeño formato, hasta que en 2002 Errázuriz tuvo una retrospectiva de sus fotografías en la Fundación Telefónica. Las imágenes de ese hombre que trastabilla habían sido ampliadas y el poeta Sergio Parra se quedó alucinado mirándolas. “Me recordó toda una época y una zona de Santiago que conoces pero no sabes exactamente dónde está”, cuenta Parra, que un año después consiguió una copia de las fotos y hoy están instaladas en un lugar protagónico de su librería Metales Pesados. “Las fotos de Paz logran comunicarnos con lo que uno no quiere comunicarse. Cosas que pasan por el lado, un vagabundo, un travesti, cosas que uno las evita o les tiene miedo”, dice.

Nacida en Santiago en 1944, Paz Errázuriz es la única fotógrafa pura que ha recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas. Lo ganó en 2017, cuando su obra ya estaba consagrada en Chile y también internacionalmente. Parte de la vanguardia artística de los 80, en los 90 su obra empezó a ocupar un espacio central justamente por esa capacidad de la que habla Parra: revelar mundos prohibidos. Porque pese a que se formó en la calle, fotografiando escenas que hallaba siguiendo el azar en una ciudad sitiada por la dictadura, sus trabajos más importantes son el resultado de largas investigaciones que la llevaron a inmersiones en hospitales siquiátricos, burdeles de travestis, gimnasios de boxeadores prohibidos para mujeres, bambalinas de circos o los últimos miembros de la etnia Kawéskar.

Me interesa más la mirada que el acto mismo de fotografiar”, dice Errázuriz en un correo electrónico, antes de recibirme en su casa. Sirve té. Conocerla es entender que fue su discreción y serenidad la que le permitió entrar en esos universos ocultos. Su casa es de fachada continua, con patio interior, y se ubica en el límite entre Providencia y Ñuñoa. Vive ahí hace 40 años. En una de las piezas estuvo su cuarto oscuro, pero hace unos años dejó de revelar y se pasó al digital. Demasiado gasto de agua, demasiados químicos, dice. Recientemente estuvo revisando los archivos de sus negativos buscando fotos que nunca ha expuesto, preparando una muestra en México (Formas de decir aquí) y otra en Santiago, en la la sala Nemesio Antúnez de la UMCE. Ahí seguramente hay imágenes de los años en que fue parte de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI). Retrataban protestas y represión callejera. Ella colaboraba con revistas como Apsi. Nunca ha mostrado ese trabajo en exposiciones; cree que otros fotógrafos captaron mejor el momento. “En ese mismo tiempo comencé a preocuparme por situaciones sociales y culturales determinadas, que no existían como tema o preocupación y me atreví a enfrentar sola estos asuntos a modo de una investigación que podría decir etnográfica y que no tenían mayor circulación académica, ni en la sociedad”, dice Errázuriz. “Tal vez fue la calle, precisamente, la que me abrió el camino hacia donde debía dirigirme. La calle me quitó el miedo a esa búsqueda que necesitaba emprender, la búsqueda de muchas respuestas, la búsqueda por una propia identidad”.

Tal vez fue la calle, precisamente, la que me abrió el camino hacia donde debía dirigirme. La calle me quitó el miedo a esa búsqueda que necesitaba emprender, la búsqueda de muchas respuestas, la búsqueda por una propia identidad.

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Llegaron a las 12 de la noche a Talca. Corría 1981. Bajaron del tren y caminaron hasta La Jaula, un prostíbulo que era atendido exclusivamente por travestis. Errázuriz había sido invitada para estar en la elección de Miss Jaula y decidió sumar a la periodista Claudia Donoso, para que registrara por escrito las vidas de esos prostitutos. Ella venía sacándoles fotos en La Carlina, en Santiago, y ahí había entablado una relación de amistad con dos hermanos, Evelyn y Pilar, y también con su madre, Mercedes. “Cuando llegamos a La Jaula salió Maribel, que era la cabrona-cabrón del lugar. Nos echó una mirada, estaba esperándonos. Nos cedió su cama para que durmiéramos ahí”, cuenta Claudia Donoso.

Se quedaron toda una semana en La Jaula, conviviendo con los travestis y familiarizándose con su rutina. En el lugar estaban felices de que estuvieran ahí, especialmente por la perspectiva de las fotos: nunca nadie había querido retratarlas. Por el contrario, eran perseguidas y aisladas. Eran parias. Claudia recogía sus historias y tomaba notas del ambiente, mientras Paz hacía una suerte de acto de desaparición para sacar fotos sin importunar. “La actitud de la Paz al fotografiar es muy discreta. Sabe establecer un primer contacto con quienes le interesan. Es un contacto que le sale naturalmente, con su modo que es muy bajito. Establece relaciones emocionales pero también distantes. Nunca de echar la talla. Mantiene una distancia, que es un respeto por las personas que tiene en frente”, agrega Donoso.

Lo que estaban haciendo en Talca era “La manzana de Adán”, una serie que se convirtió mucho tiempo después en un libro que se publicó en 1989. También trae fotos tomadas en La Carlina, que, como dice Donoso, no solo era un prostíbulo, sino también un refugio para los travestis. Entrar ahí no era sencillo, pero Paz lo hizo lentamente, sin contarle a nadie. Es su modo de trabajo. “Paz es muy cuidadosa con el material que fotografía y sus proyectos. Es muy secreta. Es como si estuviera en un terreno casi sagrado. Donde no entra nadie. Nunca habló de sus trabajos, y en ese sentido fue una gran excepción que me llamara”, dice Donoso, con quien inauguró un sistema en el que luego entraron otras escritoras: Diamela Eltit, Malú Urriola y Sonia Montecino.

En aquel tiempo, Errázuriz se ganaba la vida haciendo retratos familiares. Iba a las casas de sus clientes, montaba su cámara y fotografiaba niños, parejas, familias. Luego salía a la calle. Con la AFI o sola. No era precisamente fácil. “Por el hecho de ser fotógrafa, existía una subestimación, que no podía medir ni sospechar lo peligrosa que podría ser la mujer en este trabajo con su ojo y sus imágenes”, cuenta. “La descalificación era una constante, pero al mismo tiempo fue una gran ayuda para mí y la aprendí a utilizar a mi favor, una gran provocación que me motivaba. Como mujer estoy subordinada a un espacio determinado que me resulta natural explorar: lo marginal. Y esa exploración tiene que ver con una necesidad de desatar amarras, de abrir nuevos espacios. Con mis fotografías construyo mi propia historia”, añade.

Tercera parte de la serie “El caminante de Santiago” (1987), de la muestra Personas, de Paz Errázuriz.

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Hace unos años, Martín Vargas salió en televisión pidiendo ayuda para un viejo compañero en el boxeo. Estaba enfermo. Iban a hacer un remate con sus guantes y algunos trofeos. Errázuriz vio la noticia y se dio cuenta de que al boxeador en desgracia ella lo conocía. En los 80 le había hecho fotos, cuando después de mucho intentarlo consiguió que le dieran permiso para ingresar a esos gimnasios donde nunca entraba una mujer. Fue al Club México y le cerraron las puertas. La primera vez tampoco le fue bien en la Federación de Boxeo. El no fue rotundo, pero ella consiguió reproducciones de pinturas de boxeadores y se las llevó a los dirigentes de la federación y logró convencerlos. Después no quedaron muy felices, sobre todo porque las fotos que sacó eran en blanco y negro.

La serie se llama “El combate contra el ángel”, y son retratos de boxeadores que posan con los brazos en la cintura, a veces con guantes y protectores faciales. Son populares y en la mirada de Errázuriz también destella una fragilidad sobrecogedora. El hombre para el que Martín Vargas pedía ayuda también está en la serie, sentado en una butaca, con pantalones y a torso desnudo. Tiene el pelo mojado. Su cuerpo es fuerte, su mirada denota cansancio. Quizá viene de recibir mil golpes, quizá está abrumado. No es obvio que sea un boxeador. Podría ser una estrella de Hollywood de los 50 que posa en medio de una filmación. Paz se contactó con Vargas y le regaló una foto para la subasta.

La fotografía tiene mucho que ver con su autor o autora”, dice Errázuriz. “Todas mis series inevitablemente responden a mis deseos, intereses, obsesiones y la intuición ciertamente es parte de esto. Pero es algo que se complementa con la investigación y el vínculo con las personas fotografiadas”, agrega.

La fotografía tiene mucho que ver con su autor o autora (…) Todas mis series inevitablemente responden a mis deseos, intereses, obsesiones y la intuición ciertamente es parte de esto. Pero es algo que se complementa con la investigación y el vínculo con las personas fotografiadas.

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Había empezado una investigación en el Hospital Siquiátrico de la Universidad de Chile, pero no resultó. Supo que existía un hospital similar en Putaendo, a unos 150 kilómetros de Santiago, y fue para allá. Pidió una reunión con los directores del recinto y les explicó su proyecto. Cuando aceptaron, la directora le hizo una petición: quería que le sacara una foto. Fue lo primero que hizo. Luego empezó a familiarizarse con los internos. “Pienso que en la convivencia, en los largos períodos de tiempo que comparto con mis fotografiados, se logra construir un cotidiano juntos”, cuenta Errázuriz. Por eso viajó varias veces a Putaendo, se quedaba en un lugar del pueblo y después llegaba al manicomio. No sabía exactamente con qué se encontraría y ahí se dio cuenta de que en el recinto vivían varias parejas. Las fotografió. Con el tiempo la relación se hizo lo suficientemente cercana como para que Paz accediera a dormir en el hospital.

Cuando tenía una cantidad suficiente de fotos, Errázuriz se las mostró a Diamela Eltit y juntas decidieron hacer un libro, El infarto del alma, que fue publicado en 1992 en una pequeña tirada de 500 ejemplares. Los textos de Eltit no tienen el afán de describir las fotos, sino que avanzan por rutas de historias de amor y locura que se leen paralelamente a las imágenes. Errázuriz registra parejas que en sus desvaríos mentales lucen felices. “La reacción de ellos —dice Paz— fue de cercanía, de reconocer la importancia de ser parte de las fotografías. Es un deseo de trascender y que en ellas se reconoce su amor. Además, se vincula con ciertos deseos de libertad, de verse fuera del enclaustramiento. La reacción de ellos la podría definir como de valoración y de confianza hacia mí, a mis fotografías, que las hicieron propias”.

Luego Paz haría otras investigaciones. Otros trabajos de campo. A inicios de los 90, viajó varias veces a la Patagonia para retratar a las últimas huellas de los kawéskar y hasta su muerte, hace pocos años, mantenía contacto con Fresia Alessandri, una de las mujeres de la etnia. También fue a Calbuco para fotografiar a sus habitantes. Les sacó fotos a ciegos. En 2014 estuvo en prostíbulos de Tacna para registrar imágenes de las trabajadoras sexuales y fue una de las pocas veces que suspendió el blanco y negro para usar el color. Tiene retratos de escritores como Stella Díaz Varín y una serie que recoge las fotografías de difuntos instaladas en sus tumbas, provenientes de decenas de cementerios.

Ahora último, Errázuriz ha comenzado a usar el celular para sacar fotos. Durante la pandemia recorría las calles retratando sucesivamente los mismos lugares. Se dejaba llevar. “Caminar y sacar fotos. Es retomar una vieja costumbre”, dice, y cuenta que en los meses más duros del estallido iba a Plaza Italia durante las batallas entre manifestantes y Carabineros. Pero llegaba justo cuando las cosas se estaban calmando y empezaba a hacer fotos cuando la violencia se dispersaba y quedaban las ruinas de la lucha. No sabe qué hará con esas imágenes aún. Sí sabe, en cambio, que en el fondo lo que está haciendo es una forma de antropología: “La foto es una herramienta, no el fin de mis investigaciones: un método para comunicar lo que encuentro”.

 

Fotografía de portada: Emilia Edwards.

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