Perdidos en un bosque oscuro

El castigo, la nueva película de Matías Bize, confirma su condición de antropólogo de personalidades lastimadas. Claro que ahora va un poco más allá: en esta historia sobre un matrimonio al que se le pierde un hijo en el bosque, la mirada del director es menos nostálgica y más descarnada. Los dos motores que propulsan este drama son saber qué pasó antes del castigo del hijo y si finalmente lo encontrarán. La primera duda apunta hacia el pasado; la segunda, hacia el futuro. Y al medio está en juego la relación.

por Pablo Riquelme I 26 Octubre 2022

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El castigo, el noveno largometraje de Matías Bize (1979), comienza sin preámbulos ni contemplaciones: Ana (Antonia Zegers) y Mateo (Néstor Cantillana) están buscando a su hijo Lucas, de siete años, en una carretera rural cerca de Ranco, luego de que ella lo bajara del auto y lo dejara al borde de un bosque, como castigo por una pataleta. Solo lo abandonaron por dos minutos, pero al volver por él, el niño no está. ¿Dónde ha ido? Creen que pudo haberse adentrado en el bosque, enojado, como reacción al castigo. Pronto se hará de noche, la temperatura descenderá abruptamente y, además, hay posibilidades de que en el follaje a Lucas se le aparezca algún puma. El espectador apenas ha tenido tiempo para acomodarse en el asiento cuando ya puede olfatear la tragedia. A partir de allí, la película no parpadea. Grabada en una sola toma y en una locación única, el plano secuencia captura la hora y pico que dura la búsqueda. Asistimos, sin cortes, a los minutos que zanjarán el destino de esta familia.

Realmente hay que tener arrojo para realizar una película con estos elementos, y oficio, para mantener el pulso del modo en que lo hace. El cine rara vez permite historias que demanden ser contadas en una sola secuencia sin que se noten los trucos. Esta es una de ellas. Las decisiones de Bize demuestran oficio y madurez. También hay que tener las cosas muy claras para abrirle paso de manera tan rotunda a los silencios y las palabras, pergaminos más del teatro que del cine, y a la vez renunciar a las posibilidades del contraplano y del montaje, que es la cancha donde los cineastas suelen poner su rúbrica. Estas renuncias son en sí mismas una declaración de principios, pues las privaciones voluntarias en el cine suelen tener algo de equilibrismo. El atractivo más grande para el público es ver caer del trapecio al artista. Solo lo supera el placer de verlo triunfar.

El niño tiene siete años, pero no es el prototipo de la inocencia. Escuchar a dos padres cuestionar abiertamente el carácter de un hijo tan chico emparenta la película con novelas como El quinto hijo de Doris Lessing y Tenemos que hablar de Kevin de Lionel Shriver. El tabú de las madres que no encuentran la realización vital en el alumbramiento y en la crianza emerge como un golpe al mentón para el orden social.

Bize ha construido sus mejores películas sobre la base de este tipo de pies forzados. El arrojo ya lo había mostrado en su ópera prima, Sábado (2003), un drama nupcial disfrazado de comedia, también filmado en una sola toma, que incorporaba la novedad del plano secuencia como herramienta de la trama y tenía la osadía, además, de usar al camarógrafo (Gabriel Díaz) como un personaje interventor en las decisiones de la protagonista, que vivía un día crucial. El mecanismo todavía funciona y la película mantiene su frescura. La camisa de fuerza como determinación estética la llevó un paso más allá en su segunda película, En la cama (2005), grabada en una locación única, un motel, donde una pareja de desconocidos empezaba a conectar después de tener relaciones. Ese filme anunció a Blanca Lewin como un diamante del cine chileno y reveló que a Bize no lo movían ni el sudor ni los gemidos, que fue lo que acaparó la atención del público en el Chile de entonces, sino el dolor de sus personajes. Bize destacaba como un entusiasta antropólogo de personalidades lastimadas. Esto pudimos corroborarlo en La vida de los peces (2010), su mejor filme. Allí se alimentaba de las fisuras emocionales y físicas de la pareja principal. El cine de Bize ya estaba dando pasos hacia estructuras más formales según los parámetros de la industria (su audiencia había crecido en los países europeos) y las ausencias ya no eran tan palpables en el diseño de producción (aunque de todos modos mantuvo su estética minimalista y La vida de los peces era un ejemplo de contención), sino en los temas. Esa pareja que se reencuentra después de una década sin verse y que intenta darse una segunda oportunidad, a pesar de las condiciones adversas (ella tiene hijos y marido, él tiene una vida armada en Alemania) estaba llena de vacíos por llenar. El amigo muerto del protagonista, cuyo fantasma gobierna los espacios de la casa, era el eco más palpable, igual como el hijo fallecido en La memoria del agua tachaba el futuro posible. Estas variaciones sobre la soledad individual y la imposibilidad de trascenderla han construido una de las obras más consistentes del cine chileno.

El castigo vuelve sobre estos mismos temas, pero con una mirada menos nostálgica y más descarnada. Los dos motores que propulsan la historia son saber qué pasó antes del castigo del hijo y si finalmente lo encontrarán. La primera duda apunta hacia el pasado; la segunda, hacia el futuro. Y al medio está en juego la relación. El guion de Coral Cruz avanza la acción de manera magistral y dota a los protagonistas de una complejidad explosiva: ella, una madre un tanto neurótica y controladora; él, un papá empático y cariñoso, pero disfuncional. Este contraste es una de las capas más notables que tiene el filme, pues apunta a enjuiciar el modo en que los padres crían a sus hijos. Está presente con sutileza en los llamados que Ana recibe de su madre, que los espera para comer en una casa cercana y que con sus preguntas inunda a su hija de ansiedad; a veces con demasiada literalidad en las recriminaciones mutuas que se hace el matrimonio; y con desparpajo en los cruces que la pareja tiene con los dos carabineros que llegan a ayudarlos, especialmente con la sargento Salas (Catalina Saavedra), que como representante de la ley y también como madre, sirve como fiscalizadora de la maternidad de Ana.

No recuerdo otra película chilena donde el bosque tenga una presencia tan ominosa. A ratos parece solo un decorado en el que los personajes no quieren adentrarse demasiado para no perderse. Otras, recuerdan los amenazantes bosques de los cuadros de Edward Hopper, los cuales, según Mark Strand, remiten ‘a la condición salvaje de la naturaleza’ en contraste con la civilización.

La historia tiene dos aspectos particularmente notables. Primero: el niño tiene siete años, pero no es el prototipo de la inocencia. Escuchar a dos padres cuestionar abiertamente el carácter de un hijo tan chico emparenta la película con novelas como El quinto hijo de Doris Lessing y Tenemos que hablar de Kevin de Lionel Shriver. El tabú de las madres que no encuentran la realización vital en el alumbramiento y en la crianza emerge como un golpe al mentón para el orden social. El guion logra dar vuelta con elegancia y emotividad el desprecio inicial que despierta el personaje brillantemente interpretado por Antonia Zegers, y convierte su verdad en algo con lo que el público puede empatizar. Vaya logro, pues el peso que se llevan las mujeres a la hora de criar pareciera ser el último reducto donde el patriarcado se puede atrincherar antes de que se logre la plena igualdad. El segundo aspecto es que lo anterior se mezcla con la cultura de la cancelación social. Si algo le ocurriera a Lucas, Mateo y Ana no solo deberán enfrentar el escrutinio de la justicia, sino también el de su círculo íntimo y el de la opinión pública. Hay un momento en que Mateo se preocupa de lo que dirá su jefe y trasunta el miedo a perder el trabajo. La amenaza de que sus negligencias como padre sean expuestas hasta transformarse en escándalo amenaza el valor más sagrado de la virilidad: la respetabilidad. Estos dos aspectos, al cruzarse, desnudan los cimientos del orden social: ser un mal padre, signifique lo que eso signifique, puede ser en última instancia algo redimible o aceptable, pero ser una mala madre, no. La fábula transgresora de la maternidad como cárcel de oro engancha la película con la larga tradición de cuentos infantiles del folclor occidental.

Un tercer aspecto profundiza esta idea: el bosque. No recuerdo otra película chilena donde el bosque tenga una presencia tan ominosa. A ratos parece solo un decorado en el que los personajes no quieren adentrarse demasiado para no perderse. Otras, recuerdan los amenazantes bosques de los cuadros de Edward Hopper, los cuales, según Mark Strand, remiten “a la condición salvaje de la naturaleza” en contraste con la civilización. La cámara de Gabriel Díaz capta con lucidez la plenitud de su misterio y la magnífica indiferencia con que recibe a estos padres desesperados. Es el telón arquetípico, como los sueños, donde la neurosis de nuestra frágil vida burguesa se revela como una máscara inútil y en el cual, si estamos dispuestos a perdernos, podemos encontrar alguna clase de verdad.

 


El castigo (2022), dirigida por Matías Bize, escrita por Coral Cruz, 86 minutos, disponible en cines.

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