Sangre en la escalera

The Staircase fue el pionero de los true-crime seriados. El documental retrata el caso de Michael Peterson, un novelista que a fines de 2001 fue acusado por la fiscalía de Carolina del Norte de haber golpeado a su esposa, Kathleen Peterson, hasta desangrarla.

por Pablo Riquelme I 28 Febrero 2019

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Desde el exitoso estreno de Making a Murderer en 2015, las cadenas de streaming han dado tiraje al documental episódico sobre crímenes reales. Programas como The Keepers, Evil Genius y Wild Wild Country apuntan sus dardos contra dos instituciones en particular, la policía y los tribunales. Dados los niveles de corrupción y la crisis de confianza que las aquejan, operan como el último recurso de las víctimas, cuando estas ya no tienen más instancias a las que apelar. Si el estreno de The Thin Blue Line, de Errol Morris, salvó de la cámara de gas a un inocente procesado de manera fraudulenta, el rodaje de The Jinx (HBO), con su confesión final (“Los maté a todos”), logró encarcelar a un asesino tras décadas de impunidad.

The Staircase fue el pionero de estos true-crime seriados. El documental retrata el caso de Michael Peterson, un novelista que a fines de 2001 fue acusado por la fiscalía de Carolina del Norte de haber golpeado a su esposa, Kathleen Peterson, hasta desangrarla. La noche de la muerte, Michael llamó al 911 y, entre lágrimas, afirmó que su mujer había tenido un accidente en casa: se había caído por una escalera. La policía la encontró sobre una poza de sangre. Pero las laceraciones encontradas en el cuero cabelludo de la mujer, convencieron al fiscal de que era imposible que la mujer hubiera muerto tras la caída.

Lo más inquietante del documental es la idea de que, cuando no hay pruebas, la decisión de un jurado nada tiene que ver con la inocencia o la culpabilidad: todo consiste en saber contar una buena historia.

El director Jean-Xavier de Lestrade llegó al caso luego de haber ganado el Oscar en 2001, con el documental Un culpable ideal, donde narra el juicio del estado de Florida contra un adolescente negro acusado de matar a una turista. El joven fue declarado inocente gracias a un defensor público que demostró al jurado que la policía obtuvo la confesión bajo extorsión y operó con sesgos de clase y raza, una acusación sensible en las cortes estadounidenses después del juicio contra O.J. Simpson a mediados de los 90. Después de obtener el Oscar, el director se propuso contar la historia inversa: cómo se porta la justicia cuando el acusado es un hombre blanco que puede costear una defensa cara.

¿Mató Michael Peterson a su esposa?

Esta es la pregunta que sostiene la tensión narrativa de todo el documental. Porque a pesar de que la fiscalía no encontró el arma homicida ni la motivación para el crimen ni evidencias concretas, sí logró establecer que el novelista era un farsante: nunca había sido herido en Vietnam, como él siempre afirmó a su familia y en sus libros, y tampoco había tenido un matrimonio idílico, como aseveró ante el jurado durante el juicio, pues mantenía relaciones homosexuales con desconocidos a los que contactaba en internet, sin que su mujer supiera. Llegado a este punto, el ojo de la cámara se tiñe de desconfianza y Peterson hace recordar a Jean-Claude Roman, el impostor retratado por Carrère en El adversario: un sujeto que, al ser descubierto en su mentira, pudo haber preferido matar a quien lo había descubierto, antes que ser desenmascarado.

El documental aborda este dilema directamente: ¿ser un impostor y un adúltero bisexual convierte a Peterson en un asesino? Tal vez en algunos lugares no, pero en el sur profundo de Carolina del Norte, puede que sí.

Lo más inquietante del documental es la idea de que, cuando no hay pruebas, la decisión de un jurado nada tiene que ver con la inocencia o la culpabilidad: todo consiste en saber contar una buena historia –coherente, verosímil, emotiva–, algo que la defensa de Peterson no supo hacer. Asimismo, queda rondando la tesis de que la justicia, en un sentido profundo, no es otra cosa que el sentir de un pueblo o de una comunidad: si los jueces fallan en sintonía con lo que la gente cree que ocurrió, se impone la noción de que se ha hecho justicia. Y cuando ocurre lo contrario, pues se piensa que los culpables han zafado, que el dinero puede más, que la justicia no alcanza para todos. Así, más allá del caso puntual de Peterson, la serie refleja hasta qué punto los procesos judiciales son, a su modo, un espejo de la naturaleza humana: menos racionales y más emocionales de lo que nos gusta creer.

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