Los ensayos de Ezra Pound y la venganza del señor Eliot

por Adán Méndez

por Adán Méndez I 5 Noviembre 2016

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Aunque la crítica literaria de Ezra Pound es siamesa de su crítica política y cultural, en su trabajo como editor de Ensayos literarios, T.S. Eliot se las arregló para extraer de una enorme cantidad de material incendiario un libro fabuloso. Una operación hecha con la misma sangre fría genial con que antes Pound había mutilado La tierra baldía, obteniendo también algo dolorosamente mejor de lo que podía lograr cada uno por separado.

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Fundamental, iniciático, este libro tuvo ya una primera edición en castellano (Laia / Monte Avila, 1989), que en aquel momento gozamos muchos sin saber que se nos birlaba la primera parte del libro, y para peor aquella en que se tratan los primeros principios. En esta nueva edición (Tajamar, 2016) el daño queda reparado. Se conserva todo lo anteriormente traducido por Julia J. de Vatimo y se agrega lo faltante con traducción del crítico chileno Tal Pinto. Otras mejoras sustanciales: el libro tiene mucho más aire, interlineado, márgenes, que la comprimida edición del año 89; y, lo mejor de todo, un índice analítico.

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Cuando se publicó esta antología en 1954, Ezra Pound llevaba ocho años recluido en un hospital psiquiátrico de Estados Unidos. En lugar de juzgarlo por hacer propaganda fascista durante la Segunda Guerra Mundial, lo habían declarado insano mental. T.S. Eliot, por su parte, estaba en la cumbre de toda buena fortuna, premio Nobel, primerísima figura de las letras inglesas, y puso su influencia y prestigio en apoyo de su amigo, su inteligencia y su astucia. Publicó en Faber los Cantos pisanos, cargó la mano para que el libro obtuviera el Bollingen Prize. Publicó también las traducciones de Pound y, como corona de este mejoramiento de imagen, publicó Ensayos literarios: su propia selección y prólogo de los textos críticos de Pound. En un ambiente verdaderamente hostil, y en uno de sus principales triunfos como crítico, Eliot impuso su consideración de que, “en su género”, la crítica de Pound tenía una importancia superlativa. Impuso la idea de que “no podemos prescindir de ella”.

Este género, en el que dice Eliot que la crítica de Pound es imprescindible, es el de la crítica dirigida al artista, aquella que se enfoca en la técnica. Aunque aquella fuese apenas una parte de los multitudinarios escritos de Pound, y aunque además estos frontalmente combatieran la distinción entre lo literario, lo político y lo cultural, hasta el día de hoy la imagen pública del crítico Ezra Pound se encuentra contenida por la selección y el prólogo de Eliot. Pocas personas conocían tan bien las ideas y las obras de ese crítico como T.S. Eliot las conocía, así que está muy claro lo que escogió no incluir.

Se podría publicitar la antología como “la venganza del Señor Eliot”, porque algunos decenios antes Pound había modelado —también con consecuencias permanentes– la imagen de Eliot como poeta. Experto en promover talentos durante sus años londinenses (más menos 1908-1920), Pound hizo de tracción humana para el movimiento moderno. Sus protegidos gozaban no solo de su apoyo en lo artístico, sino también en lo financiero, en asuntos médicos, y hasta les hacía de celestino. Son famosas las palabras de Hemingway: “Dedica la quinta parte de su tiempo a la poesía… el resto a mejorar la suerte, material y artística, de sus amigos… los defiende cuando son atacados, los mete en las revistas y los saca de la cárcel… les vende sus pinturas… les arma conciertos… escribe artículos sobre ellos… les presenta mujeres ricas… les consigue editores para sus libros. Se sienta toda la noche junto a ellos cuando claman estar muriendo y les sirve de testigo en sus testamentos… les paga el hospital y los disuade del suicidio. Y finalmente unos pocos se abstienen de acuchillarlo a la primera oportunidad”.

Y según Wyndham Lewis: “Él pasa un tiempo cada vez mayor, y eventualmente excesivo, atendiendo a los asuntos de otros”.

Esa disposición de Pound podía ser invasiva, podía atosigar. Pero también podía ser peor. Algunos de sus beneficiarios la califican de tiránica y de aprovechadora. El mismo Lewis llegó, en 1922, a pedirle que le hiciera el favor de olvidarse de él por un año. Desarrollaba un cierto complejo paterno con sus protegidos, que corrían peligro de quedar en calidad de neófitos perpetuos ante él, a menos que optaran por la liberadora ingratitud.

Hacia el final de su vida, la calidad de estos protegidos fue cuesta abajo, y en sus últimos tiempos terminó protegiendo a un antisemita militante y a un ku klux klan (para peor, ignorantes y de mala presencia, según la indignada hija de Pound). Pero tuvo, como mentor, una época dorada, y su mayor éxito fue T.S. Eliot. Lo “descubrió”, le consiguió las primeras publicaciones en las mejores revistas del momento, lo incluyó en antologías, determinó el orden de su primer libro, en parte lo financió, lo promocionó con artículos fervorosos (“Casi no soy yo cuando se trata de defender la poesía del Sr. Eliot”, señaló Pound). Le consiguió trabajos e incluso intentó armar un fondo para costearle la vida.

Pero la más famosa y decisiva intervención de Pound en la obra de Eliot fue su edición y montaje de La tierra baldía. Como dice la leyenda, en 1922 Eliot le entregó un manojo de papeles con versos buenos y malos, y Pound le devolvió un poema. Poema que en esa forma se convirtió en el poema más celebrado de Eliot, y de la lengua inglesa en el siglo XX. Y como tal, marcó decisivamente la imagen de la poesía de Eliot, pasó a ser su medida: el texto con el que compararían cada nuevo poema suyo.

Cuando en 1971 se publicaron los facsímiles del texto original, con las tachaduras y arreglos de Pound, se pudo confirmar que este lo había convertido en un texto bastante poundiano, incorporando sus propios y repentinos saltos, sus síntesis abruptas, y eliminando en cambio características propias de su amigo, como el desarrollo hilado de los temas y transiciones, los pasajes discursivos y el protagonismo del elemento cristiano. El apoyo a esta edición y montaje no es unánime: ya en el momento de su publicación, en 1923, el editor J. Quin le comentó a Eliot que él no habría eliminado todo lo que eliminó Pound. Algunas voces minoritarias, viendo el facsímil, defendieron el texto original. L. Auchincloss, por ejemplo, opinó que este había sido “arruinado por un metiche”. Pero se baten contra la palabra más autorizada de todas, la del propio Eliot, que siempre y sin matices defendió que el montaje y edición de Pound no solo había mejorado el poema, sino que lo había convertido en tal.

Ya antes de La tierra baldía el prestigio de Eliot superaba al de Pound. Peor, este fue generando anticuerpos en el medio londinense. Su persona fue generando rechazo, su vocación de líder no encontraba dónde ejercerse. Así que había abandonado Inglaterra, sacudiéndose el polvo de las sandalias. Las ideas políticas, culturales y religiosas se habían hecho explícitamente divergentes: Eliot ya estaba en brazos del crucificado mientras Pound radicalizaba su credo personal, confuciano, pagano, moral, estético, social crediticio, o qué sé yo. Su credo arreligioso. Algunas frases podrían malinterpretarse como señales de ruptura: dijo, por ejemplo, que si él representaba la revolución, entonces Eliot representaba la contrarrevolución; habló de “la edición castrada de mis poemas que hizo Eliot”; cuando se publicó Ensayos literarios llamó al libro “Ezpurgación de Ez”; etc.

Pero el epistolario atestigua que siempre, con todas las diferencias, hubo un trato sinceramente amistoso, bien humorado, entre ellos. Esa amistad tenía unos pilares muy fuertes, además por supuesto de la química elemental. Uno, Pound siempre tuvo una irrestricta admiración por la primera poesía de Eliot, y sobre todo, claro, por La tierra baldía; dos, el carácter sufrido de Eliot, que a diferencia de otros “protegidos” no se ofendía por el paternalismo de su amigo. Con J. Quin fue tremenda y conmovedoramente claro al respecto, contándole que se vio forzado “a mantener una actitud de discípulo ante Pound, porque Pound era demasiado sensible y orgulloso –como en realidad debiera serlo yo”.

En fin, como sea, Eliot se las arregló, con la edición de Ensayos literarios, para manejar un material inmanejable, por enorme y por incendiario, y extraer de él un libro fabuloso. Aunque la crítica literaria de Pound es siamesa de su crítica política y cultural, y aunque comparten órganos importantes, Eliot, con aparente facilidad y aparente limpieza, separó un cuerpo completo y, además, apolíneo (a costa naturalmente de la muerte del otro). Una operación espejo de la sangre fría genial con que Pound había mutilado su Tierra baldía, también esta vez obteniendo algo dolorosamente mejor de lo que podía hacer cada uno en solitario.

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En parte el modernismo anglosajón se conoce como un grupo y como un movimiento tan solo por la actividad comunicante de Pound. Poco más hubiera conectado a esas figuras en alguna otra forma que la simultaneidad. Dice K.K. Ruthven: “Eliot… no se interesa mucho por el trabajo de Ford, ni Yeats por el de Eliot o Lewis, y la única escritura que parece interesarle a Joyce es la suya propia”. Por encima de todo, la crítica de Pound fue una actividad, una práctica social, que entre guerras tuvo una intensidad y una eficiencia humillantes para cualquier otro crítico: “descubrió” a Eliot, a Lawrence, a Frost; influyó en la última poesía de Yeats, en la prosa de Hemingway; promovió a Joyce. Hay harto más, pero basta con eso.

Están los aspectos infames, aquellos que Eliot expurga de su antología. Me encantaría, por amor, entenderlos y hasta justificarlos, pero desistí hace años, cuando vi que en sus transmisiones radiales culpaba a los judíos del asesinato de Lincoln. Hay otro problema, imposible de purgar, omnipresente: un falocentrismo muy delicado (una obsesión con la firmeza, la precisión, la rectitud, la claridad, la potencia y toda la familia Yang). Y queda creo otro aspecto criticable: mantiene todavía un permanente culto a la belleza. Admite la fealdad, pero solo como sátira, o sea, solo con fines didáctico-morales. Pero así como en la gastronomía lo podrido tiene un lugar nada de menor, y lo tiene en virtud de sí mismo y no en función de lo fresco, así también lo feo tiene un lugar en el arte. No me extrañaría nada que alguien, escarbando en este culto a la belleza en Ezra Pound, encontrara ahí el fascismo, el falocentrismo, el antisemitismo.

Con todo, la crítica de Pound se alza sobre cualquier otra, al menos desde la perspectiva más importante de todas: la del artista. En la sección II de “Cómo leer” se encuentran las posibles 10 mejores páginas en materia de poética. Mejores que 10 páginas cualesquiera de Aristóteles, del Pseudo Longino o de Heidegger. Con un par de sencillas clasificaciones, que a lo mejor solo sean aclaraciones, Pound ilumina por unos segundos cada rincón de la catacumba.

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Pound cree de verdad en que la literatura realmente tiene una función, y cree de verdad en que esta función es importantísima. En que esta función es el cuidado del lenguaje, de la claridad y firmeza de las expresiones. Se trata, en sus palabras, de mantener las herramientas limpias, de entender que mantener eficiente al lenguaje es tan importante como mantener limpios los vendajes de un paciente. A la pérdida de la eficiencia, la claridad y la precisión en el lenguaje, le atribuye los efectos más desastrosos (culpa, por ejemplo, a los sofistas de la decadencia de las polis griegas y de la dominación macedónica). Este complejo moral, político y estético, es explícito: el arte malo es el arte inexacto, el arte malo es el que entrega informes falsos, el arte malo es inmoral. La crítica debe señalar quiénes y en qué grado han entregado informes verdaderos, cómo lo hicieron, qué hay que conocer para aprender a hacerlos, quiénes y cómo los están haciendo en la actualidad.

Es más o menos natural entonces que el arte dependa absolutamente de la colaboración entre los artistas. Por una parte reconoce el hecho de que, como se decía en una película, la inteligencia es un fenómeno colectivo. Hay épocas inteligentes y épocas tontas. Los grandes momentos del arte son siempre constelaciones de personajes, momentos sociales. Y, sobre todo, la técnica nunca es algo individual ni algo que aparezca de repente: se aprende, se cultiva, se desarrolla, se transmite, en colectivos. Su obsesión realmente vital por agrupar creadores tiene esa razón, teórica, de ser. Y por eso su obra se ocupa tanto de tradiciones, de épocas, de lenguas, de civilizaciones.

Por eso también existen para el artista ciertas exigencias declaradas; y el crítico es una subespecie de artista: Pound avisa que se debe hacer caso omiso de cualquier crítico que no tenga una obra notable. Hay un currículo de lecturas necesarias, del que entregó varias versiones muy semejantes, y que desarrolló con todo detalle en otro libro impostergable: El ABC de la lectura (1934). Este currículo es universal: Pound busca, desarrolla y aplica un “estándar uniforme de apreciación”, válido a través de las naciones, las lenguas y las épocas. Se trata de “pesar a Teócrito y al Sr. Yeats con la misma balanza”. Cultivó la idea de la poesía como poesía mundial, y de una crítica basada en toda la historia y la geografía del hombre. El currículo (Homero, Confucio, Propercio, el Poema del Cid, Chaucer, el teatro No, los trovadores provenzales, Dante, Villon, Henry James, etc.) abarca más o menos el mundo conocido. Insiste en que es tan absurdo hablar de literatura americana como lo sería hablar de química americana.

El canon propuesto, que afirma que le costó 27 años de trabajo pesado y que “es inútil engullido por completo”, es uno muy, muy particular. El de Harold Bloom no tiene ninguna sorpresa, ni espera nadie sorpresas en un canon. El de Pound tiene sobre todo sorpresas.  Tiene poco interés en los personajes, en las obras completas: no comenta biografías y algunas partes del canon consisten en un solo libro, en un libro y medio, en medio libro o en unas pocas páginas de determinado autor. Tiene una marcada preferencia por el autor oscuro (Arnaut Daniel, por ejemplo) y por el marginal (por ejemplo, Villon), y en su propio derrotero es patente el tránsito hacia la oscuridad y marginalidad: en un momento la discusión en torno suyo trató de si colgarlo o fusilarlo.

Otra sorpresa grande es todo lo que deja fuera. No le tiembla la mano para excluir, con algunas muecas de desprecio, a Virgilio, a Horacio, a Petrarca, a Milton, a todo el teatro, a todos los rusos, etc. No busca la cultura enciclopédica, recorre la historia de cumbre en cumbre o de abismo en abismo, saltándose todo lo que pueda: “Nada es más fácil que distraerse de la meta que se ha trazado o del impulso principal de la materia propia por un deseo de justicia y omnisciencia perfecto”.

Para una crítica nueva, inventa una lengua nueva. En parte por urgencia: en su época londinense escribió más o menos un artículo diario. Aunque en su primer libro de crítica, The Spirit of Romance (1910), existe el deseo de dominar el arte de la prosa, después, en el ritmo neurótico de la vanguardia, desarrolló una suerte de prosa siempre provisoria, cuyo tono principal es el del manifiesto: crítica demoledora, síntesis sensacionales y llamados a la acción. Una prosa que tiende hacia la artillería de aforismos, cuando no de titulares. Una que más que avanzar, excava, barre, despeja, sobre la base de una o dos frases tremendas, mordientes, chocantemente ciertas o dudosas, por párrafo. Una prosa que desarrolla las ideas y los argumentos en la medida en que se lo podría hacer por telégrafo.

La opción preferencial de esta lengua tiene que ser el habla. Escribe con la naturalidad, las interrupciones, las asociaciones, las digresiones, los extravíos y los callejones sin salida del habla mental (no del diálogo). La redacción gramática arrastra un mundo viejo, cargas metafísicas indignas, tendencias a diluir la expresión y a acobardar el pensamiento. En cambio, se fascina en la expresión discontinua, paratáctica, de la lengua científica y del habla corriente. En sus escritos más personales, en su correspondencia, lleva esa lengua propia hasta una especia de escritura fonética, enormemente expresiva (puede que un poco incómoda para el destinatario). Declara en una de esas cartas: “Mi prosa es mala, pero no se puede pontificar y escribir bien al mismo tiempo”.

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(Imágenes: retratos de Wyndham Lewis)

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