por Lorena Amaro
por Lorena Amaro I 27 Agosto 2016
Han pasado solo diez años desde que Álvaro Bisama publicara su primera novela, Caja negra. Diez años muy prolíficos, en que ha incursionado no solo en ese género, sino también en el ensayo crítico y el cuento. Su voz es muy personal y reconocible, una voz que sabe combinar todo tipo de guiños culturales, desde una lectura aguda de los tics identitarios chilenos hasta imágenes y citas capturadas del cine, el cómic y las literaturas más diversas.
En El brujo, Bisama ensaya nuevamente esta voz, a través del relato en primera persona de un hijo que cuenta la historia de su padre. Como en otras novelas suyas (Estrellas muertas, Taxidermia, también la voz plural de Ruido), se trata de alguien que ha decidido narrar la historia de otro, un otro alucinado o perdido, que transita entre la maldición y el heroísmo. Esta vez ese otro es un padre.
La relación entre padre e hijo es también significativa en otros relatos de Bisama, como Caja negra. Los hijos se preguntan asombrados qué hay en sus padres, tras la superficie cotidiana del cariño o la distancia. En este caso, el hijo ha nacido en la década del 80. El padre es un fotógrafo callejero que se dedica a retratar la violencia de la dictadura. La relación familiar es difícil, pero esto, en el marco de la novela, no parece importar demasiado, ya que su sustento es otro y no la más o menos triste historia doméstica, abordada sobre todo en la primera parte, desde la perspectiva del hijo. Lo crucial se encuentra en la lectura de las partes segunda y tercera.
El hijo narra que su padre, un fotógrafo por casualidad y no por vocación, fue torturado por los agentes de la dictadura. La vida en Santiago se transforma para él en una trampa monstruosa de la que no logra salir: “La ciudad se había doblado sobre él. No había podido atravesar los lugares blandos. El mapa era en realidad un laberinto”. Agobiado y paranoico, decide abandonar su oficio y viajar a Dalcahue para empezar una vida distinta. De pronto se encuentra dando clases en una escuela. Lo suyo es realmente un retiro: “Mi mundo era el paisaje desolado de mi propia casa. Mi mundo era el modo en que me había alejado del ruido”, le cuenta el padre al hijo. En ese retiro se acompaña del trago y la marihuana. El hijo viaja a veces a verlo, la relación se enfría, toman distancia. Chiloé se va tornando progresivamente ominoso. El padre saca fotos con una polaroid y el mundo se va revelando con otras luces: “Me di cuenta de que los objetos perdían los contornos en la foto, deshaciéndose a pesar de la luz dura del flash, como si se estuviesen licuando. Los paisajes (…) parecían irreales, como si los colores estuvieran cambiados al punto de no distinguir el cielo del mar o el día de la noche. Me pregunté si la cámara estaba mala. Supuse que sí. No me dieron ganas de arreglarla. Me gustaban esas fotos, me agradaban esas imágenes sorpresivas y deformes al punto que muchas veces me paseé por Castro y Dalcahue tomando fotos porque pensaba que la cámara había roto un velo y estaba viendo el mundo detrás del mundo, un universo imposible del que solo podía tener esos fragmentos que eran las polaroids”.
Es en el ambiente misterioso de la casa de Dalcahue, junto a un bosquecito que da al mar, donde sucede inesperadamente algo violento, que transformará el curso del relato. El suspenso y sobre todo las reflexiones en torno al motivo de la luz y la enfermedad tensan las partes que restan, en las cuales, lo que realmente interesa es hasta qué punto la violencia de los oscuros 80 se apoderó del padre del narrador.
Y es para hacerse esa pregunta que Bisama ha elegido la figura del fotógrafo político, una figura que parece cristalizar toda una época y una épica: las imágenes de la dictadura son imborrables y así parecen demostrarlo tanto los programas televisivos que recurren a “archivos clasificados” para conmemorar el 11 de septiembre, como también la película La ciudad de los fotógrafos y antes de esa película otras que se estrenaron recién salido Pinochet del mando, como Imagen latente. Hay alusiones implícitas a fotógrafos como Rodrigo Rojas o Marcelo Montecino, como también citas más explícitas, por ejemplo, al trabajo de Sergio Larraín: “Pensé que había captado el rostro de Dios, pero el rostro de Dios no era nada, dijo mi padre”. En la narrativa, es imborrable la figura de “El ojo Silva”, de Bolaño, entre otros muchos relatos en que los fotógrafos combaten en la calle a demonios visibles e invisibles. Ellos hacen algo más que testimoniar (o eso es lo que nos invita a reflexionar esta novela): así como la dictadura les apunta a ellos, ellos también apuntan a los rostros anónimos que capturan con sus cámaras. Una foto emblemática del protagonista es el detonante de las dolorosas reflexiones contenidas en la novela.
Donde hay fotos, hay luz. Y la luz cumple en este relato de Bisama un papel fundamental. Se trata de la luz fotográfica, pero algo más que eso: en la imaginería occidental la luz es mística. Y con eso trabaja Bisama en sus últimos tres relatos. En tanto Ruido es esa rara luz de la provincia ya antes señalada por González Vera en Alhué (“la luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, se come el sonido y lo vomita, destiñe los colores, derrite las formas de todas las cosas”, escribe Bisama), en Taxidermia y El brujo se trata de una enfermedad, pero también de breves e intensas iluminaciones profanas, que hacen ver la realidad de un modo diferente, como si estuviera plegada como un papel. La luz despliega esos dobleces, o sugiere lo que oculta el papel. Y la oscuridad es también una forma de hablar con la luz: “El tiempo devora al tiempo del mismo modo en que la luz se come a la luz, dijo. Fue entonces que pensé que las imágenes enferman, afectan a los cuerpos, los cambian”.
Los aciertos, en suma, son muchos; pero también hay algunos tics que quizás sería conveniente revisar. Hay en los relatos de Bisama cierta obsesión por un tono de voz, un tono tremendista, que reviste a su trabajo de cierta solemnidad. Las reiteraciones son habituales y muchas de ellas parecen innecesarias, ya que subrayan hasta lo indecible lo que el autor muchas veces logra sugerir con solo unas bien logradas imágenes. Un ejemplo: “Hasta el día de hoy recuerdo sus ojos. Los ojos de un hombre que abandona todo. Los ojos de un hombre que renuncia. Los ojos de un hombre que se está quedando vacío. Los ojos de un hombre quemado por la luz. Los ojos de la nada”. O esto: “Pensé: este es el país del pasado, este es el país sin tiempo, este es el país al que huyó mi papá”.
Bisama es un crítico irónico; cuando escribe sobre TV, cómics o libros sabe manejar el humor. Sus novelas, por el contrario, a veces muestran una afectación innecesaria. El brujo es una novela ciento por ciento bisamiana. Esto quiere decir que la realidad está en permanente transformación (no en vano el relato alude a la posibilidad de atravesar otras dimensiones de lo real). Esto lo trabaja Bisama hasta en los más ínfimos detalles y de ahí que, por ejemplo, sea tan importante en su narrativa la gestualidad; esto se observa incluso en esta breve y cotidiana descripción que el hijo hace de sus padres: “Como eran los mejores amigos del mundo, él llegaba a la casa cuando quería y se quedaba dos o tres días. Yo sabía que era algo momentáneo, falso. Podía darme cuenta por sus gestos, por sus rostros, por el modo enardecido en que brillaban sus mejillas cuando se prometían una nueva oportunidad, por la línea quebradiza de sus labios cuando la ilusión se desvanecía al cabo de una semana…”.
Los rostros son realidades permanentes. Los gestos, como lo observara Bacon, son móviles e infinitos, conatos del ser y el dejar de ser. La captura del gesto, del tiempo, de la luz, son, pues, los móviles nada fáciles de una narrativa inteligente, que aún puede dar mucho más de sí.
(Fotografía: Carla McKay)