Sobre el origen del fuego

Siete kabezas. Crónica urbana del estallido social, del urbanista Iván Poduje, se sostiene en un conocimiento abrumador de la ciudad de Santiago, aquilatado por la intervención del arquitecto en decenas de proyectos públicos y por su costumbre, al parecer compulsiva, de emprender excursiones a pie. Desde el sábado 19 de octubre de 2019, el autor recorrió Santiago para comprender lo que estaba sucediendo. No ofrece una radiografía sociológica del Santiago furioso, tal como él mismo advierte, sino una interpretación de esa furia, “a partir de patologías urbanas que he estudiado por 20 años y cuyas implicancias pude verificar en terreno”.

por Daniel Hopenhayn I 23 Junio 2021

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El urbanista Iván Poduje, ejemplo de lucidez o de contumacia según a quién se le pregunte, destaca en uno de los frentes más combativos que el 18 de octubre dejó a su paso: el de aquellos polemistas que, enraizados culturalmente en la Concertación, han deplorado hasta el cansancio la violencia del estallido social y la tolerancia a esa violencia que acusan entre los suyos. Esto los convirtió, a ojos de la derecha, en una reserva de sensatez, casi una primera línea de los valores republicanos frente a la irracionalidad o el oportunismo imperantes. Para la izquierda, en cambio, han mostrado su verdadera identidad: hijos del privilegio que a la hora de la verdad se cuadran con las élites, ya sea por llevar un Portales alojado en el inconsciente o porque su autoexilio en el barrio alto los ha privado de calle y de empatía social.

El caso de Poduje, en este contexto, es particular. Por lo pronto, se le podrá imputar cualquier sesgo menos falta de calle. Su libro Siete kabezas. Crónica urbana del estallido social, se sostiene en un conocimiento abrumador de la ciudad de Santiago, aquilatado por la intervención del arquitecto en decenas de proyectos públicos y por su costumbre, al parecer compulsiva, de emprender excursiones a pie. Su crítica de la violencia, por lo mismo, no discurre entre los principios del Estado liberal, sino en el plano concreto del “Santiago moderno” y del “Santiago invisible”, las dos ciudades en que, citando a Dickens, divide a la metrópolis. Por otra parte, se hace fácil apreciar que el ethos político de Poduje −nieto de un almacenero croata que envió a su hijo al Instituto Nacional− le debe mucho más al sueño americano que al peso de la noche. De muestra un botón: “A mis padres Dinko y Laura, que me formaron con el rigor del inmigrante”.

Así se entiende que Siete kabezas…, relato tan ágil como parece haberlo sido su escritura, sea una criatura esencialmente paradójica: de los libros publicados hasta ahora sobre la rebelión de octubre, ha sido el más apreciado por las élites que abominaron de la violencia, pero, a la vez, el más imbuido en las periferias donde la violencia realmente estalló.

Desde el sábado 19 de octubre de 2019, Poduje recorrió Santiago para comprender lo que estaba sucediendo. No se dirigió a Plaza Italia, sino a La Florida y Puente Alto, merodeando las estaciones de metro incendiadas en la víspera y que seguían siendo vandalizadas. En las multitudes congregadas alrededor, constató desconcertado, la destrucción del metro que utilizan a diario no provocaba angustia, sino algarabía. “Cada vidrio que rompían los encapuchados producía un grito de apoyo… La escena era dantesca, me sentí como en un mal sueño”. Sorteando las protestas y barricadas que ya se extendían por toda Vicuña Mackenna, escribe: “El ruido ambiente era una mezcla de desahogo y alegría, pero también de enajenación y odio. (…) Al regresar a mi casa en Las Condes la situación era radicalmente distinta. Reinaba una normalidad enferma”.

Poduje, lo advierte desde el comienzo, no ofrece una radiografía sociológica del Santiago furioso, sino una interpretación de esa furia, “a partir de patologías urbanas que he estudiado por 20 años y cuyas implicancias pude verificar en terreno”. Su primera tesis, quizás la más sugerente, es que la violencia no apareció el 18 de octubre: a partir de esa fecha, más bien, se desplazó unas cuantas cuadras, desde numerosos barrios segregados, donde ya era un dato de la causa, hacia las estaciones de metro aledañas, y luego hacia supermercados, edificios públicos y plazas centrales. Así lo acredita reseñando delitos y crímenes –saqueos organizados por turbas, ataques armados a comisarías, niños muertos por balas locas− que proliferaban hace años en los extramuros del Santiago moderno. “Ni un solo día habrían durado hechos como esos en Las Condes, Ñuñoa o La Reina”, reclama. Acto seguido, triangula los atentados más lesivos de la revuelta con la ubicación de una veintena de poblaciones y villas próximas a la escena, en un recorrido que nombra a casi todas las comunas del norte, poniente y sur de la capital. Barrios críticos que soportan, ya de manera crónica, el efecto combinado de la segregación, el hacinamiento, las “plazas de tierra con juegos oxidados” y el dominio territorial de bandas armadas. Que soportan, en suma, “la indiferencia de las élites”, materia prima del monstruo de siete cabezas que Poduje dibuja en estas páginas.

Poduje no aprovecha sus salidas a terreno para comprender por qué el Santiago popular, si estaba viendo lo mismo que él, mantuvo su apoyo a la insurrección en curso. ¿No fue ese el respaldo decisivo? Sus fuentes en Renca, Maipú o Quilicura (vecinos que hacen colas para abastecerse, taxistas, locatarios, policías que lidian hace tiempo con las bandas locales que expandieron su giro) le sirven solo para reconstruir los hechos de violencia. Cuando se trata de connotarlos, es decir, de politizarlos, su interlocución es con las élites.

Pero la violencia del estallido no fue, para el autor, el simple resultado de estos dramas sociales. También creció alentada por fuerzas políticas que encontraron en ella lo que no conseguían en las urnas, e idealizada por un progresismo cultural (la “cabeza vanidosa” del monstruo) que no la vio degradar sus barrios ni privar a sus familias de servicios y transportes. “Ahí el monstruo solo asomó sus manos, en un par de disturbios y en caravanas de ciclistas que se pasaron de rosca con su superioridad moral. Nunca se quemó un parque o una plaza, tampoco las galerías de arte y los cafés se llenaban de personas que analizaban el devenir del país”. Poco de qué sorprenderse, remata el cronista: con la misma indiferencia habían observado antes “cómo se quemaba el Instituto Nacional, mientras sus familias podían estudiar sin riesgo en colegios particulares”.

Juicios de valor aparte, el error fatal que Poduje atribuye a estas “cabezas pensantes” es haber vestido de héroes sociales a sujetos con agendas muy distintas a las suyas. De sus pesquisas concluye que los primeros ataques incendiarios a la Línea 4 del metro tuvieron que ser planificados (no por agentes de Maduro, en todo caso), pero que el efecto dominó fue “una activación simultánea de pequeños grupos que operaban localmente [piños de barras bravas y bandas de microtráfico] y que aprovecharon el quiebre del orden público”. El urbanista se exaspera al evocar la emoción de parlamentarios, periodistas y actores el día en que la Garra Blanca y Los de Abajo, con todo su prontuario a cuestas, tomaron el control de la estatua de Baquedano. Ver con sus propios ojos los pequeños negocios de barrio quemados en Puente Alto, o el memorial de detenidos desaparecidos atacado en Lo Prado (por la misma turba que incendió la estación San Pablo), le confirma que no es él quien está delirando. Son aquellos que, un par de meses después, imputarán a Carabineros la quema del Museo Violeta Parra, incluso tras conocerse evidencias en el sentido contrario, simplemente porque “los ‘muchachos’ no podían ser los culpables”.

La tirria del autor por la “cultura caviar” (sentimiento que, por lo visto en redes sociales, comparte con casi todos sus detractores) da lugar a críticas sumamente atendibles, pero dudosas, a lo menos, en tanto explicación del desmadre que lo aflige. En cambio, Poduje no aprovecha sus salidas a terreno para comprender por qué el Santiago popular, si estaba viendo lo mismo que él, mantuvo su apoyo a la insurrección en curso. ¿No fue ese el respaldo decisivo? Sus fuentes en Renca, Maipú o Quilicura (vecinos que hacen colas para abastecerse, taxistas, locatarios, policías que lidian hace tiempo con las bandas locales que expandieron su giro) le sirven solo para reconstruir los hechos de violencia. Cuando se trata de connotarlos, es decir, de politizarlos, su interlocución es con las élites.

Con todo, las élites importan, y Poduje consigue sembrar la duda: ¿hay algo que el progresismo está dejando de pensar cuando remite la violencia a sus causas estructurales y se desentiende de ella como fenómeno singular? ¿Ha perdido la distinción entre comprender la rabia de los excluidos y cubrir de un aura redentora a grupos que hasta ayer “aterrorizaron a barrios completos, amenazaron a vecinos y alcaldes, con líderes que se pasean armados”?

Quizás lo primero tenga mucho de plausible y lo segundo no poco de apresurado. La propia evidencia recogida en Siete kabezas, a veces al paso y otras veces al vuelo, deja entrever que el elenco de actores es necesariamente más amplio, y que el despertar del monstruo ha entrelazado identidades no tan fáciles de discernir. En otras palabras, que estas crónicas se leen con intriga porque sus inmersiones en el Santiago invisible nos asoman, todavía, a lo desconocido.

 

Siete kabezas. Crónica urbana del estallido social, Iván Poduje, Uqbar Editores, 2020, 179 páginas, $13.300.

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