Llámala Naam

por Rodrigo Rey Rosa

por Rodrigo Rey Rosa I 10 Noviembre 2017

Compartir:

En una pequeña ciudad del norte de Alemania, Rodrigo Rey Rosa se reunió con Nareen Shammo, la primera mujer iraquí en ejercer el periodismo y actual refugiada, luego de que ISIS atacara a su pueblo y la declarara enemiga del islam. Ahora trabaja para liberar mujeres yazidíes secuestradas por los islamistas a ambos lados de la frontera entre Irak y Siria. “De la serie de casos que Nareen me contó aquella fría tarde a finales de febrero –relata el escritor–, pocos son tan representativos del genocidio yazidí como el de una mujer a quien llamaremos Naam, secuestrada por un grupo de yihadistas y cuyo calvario comenzó por negarse a recitar el Corán”.

por rodrigo rey rosa

Pocos meses después de visitar Irak, casi por accidente, yo me encontraba en el istmo de Tehuantepec, en Tabasco (el “Estado sin Dios” de Graham Greene –The Lawles Roads, 1939, epicentro hace casi un siglo de otra persecución religiosa, aunque en este caso de signo ateo: el Estado federal contra los Cristeros). En Villahermosa, la Universidad Autónoma de Tabasco recibía a varias personalidades de distintos lugares del mundo para entregarles el Premio Nacional Malinalli. Entre los premiados estaba el filósofo y jurista español Javier de Lucas Martín (Mediterráneo, el naufragio de Europa, Valencia, 2015), cuyo principal campo de investigación son las políticas migratorias, las minorías étnicas y la xenofobia. En su discurso de agradecimiento por el premio nombró a algunos grupos minoritarios de refugiados provenientes de Oriente Medio, como los alevíes y los yazidíes de Irak y Siria. Después de la premiación pude conversar con él un momento, y le pregunté si podía ponerme en contacto con migrantes yazidíes que hubieran conseguido instalarse en Europa. Pocos días más tarde me envió, desde Valencia, tres o cuatro direcciones de correo electrónico de amigos o contactos yazidíes. Escribí tantos correos, y recibí poco más tarde dos respuestas. Una de ellas provenía de una joven yazidí de Mósul, Irak, refugiada en Alemania desde el 2015. Nareen Shammo había sido periodista investigativa en su país, pero desde finales del 2014, cuando ISIS atacó a su gente, se dedicaba a ayudar a liberar mujeres yazidíes rehenes de los yihadistas, que las trataban como esclavas. Estando de visita en París a finales de febrero, logré concertar una cita con ella, y viajé a una pequeña ciudad en el norte de Alemania para entrevistarla.

¿Quiénes crees tú que somos los yazidíes? –me preguntó la periodista convertida en activista, una yazidí de maneras distinguidas, vestida a la europea con elegancia y en tonos oscuros. No era una pregunta retórica. Para ella era vital saber quién era yo y cuál era mi forma de pensar.

Las primeras noticias que tuve de los yazidíes datan del final de mi niñez –le cuento–, cuando leía vorazmente los libros de aventuras de Karl May, ese alemán de Sajonia ladrón de candelas y relojes que se convirtió en escritor después de pasar una temporada en la cárcel. Más que Julio Verne o Emilio Salgari, May fue mi escritor favorito en esa época (en internet leo que May no llegó a reformarse completamente; al salir de la cárcel se dedicó a la vagancia y a escribir cuentos, y más tarde se hizo editor). La acción de sus novelas más populares se sitúa en el Oeste Norteamericano, en Sudamérica, en el Norte de África, lugares que May no visitó. Sus héroes suelen ser nativos de esos lugares –enemigos y víctimas de criminales de origen casi siempre europeo–, o europeos que han adoptado la cultura o el punto de vista de los nativos.

He traído conmigo para regalar a la joven periodista un ejemplar de Durchs wilde Kurdistan (Friburgo, 1892), un viaje de aventuras que empieza cerca de Mósul en el siglo XIX. En las primeras líneas del primer capítulo aparecen los yazidíes, a quienes el narrador llama, cómo no, “adoradores del diablo”. Tropas musulmanas provenientes de Mósul se dirigen al “valle de los adoradores del diablo” (Duhok actual) para atacar a los yazidíes. Pero el héroe de Karl May –Kara Ben Nemsi, se hace llamar– logra capturar al jefe de los musulmanes con todo y su cañón (de factura europea) y consigue así que estos firmen una tregua de paz con los yazidíes. Al final del capítulo hay una escena inolvidable. El “sumo sacerdote” yazidí –así lo llama May, aunque no creo que el título correcto sea ese– somete a juicio al asesino de su mujer y de sus hijos. El jefe musulmán es condenado a morir en la hoguera. Cuando está consumándose el castigo, el viejo sacerdote yazidí se introduce en el fuego para inmolarse él también.

Con cierto pudor, le cuento a mi interlocutora que hace más o menos un año hice un viaje al norte de Irak. Visité Erbil, Duhok y Lalish, donde tuve la suerte de conocer a un profesor de matemáticas yazidí. Aparte de lo que él me contó sobre sus creencias y ritos –como el culto a la naturaleza, la prescripción de la endogamia, la preocupación por la pureza religiosa– lo poco que creo saber acerca de su pueblo lo leí en internet. Encontré, además, libros de historia, como La historia moderna de los kurdos (David McDowall, 2004), pero ninguno sobre los yazidíes de Irak en particular[1].

Asiente con resignación.

La yazidí es una de las religiones monoteístas más antiguas –continúo–, pero a diferencia de las otras, no tiene un libro fundacional ni un conjunto de reglas escritas. (“Creen en la divinidad humana y el perdón divino y representan uno de los más altos testimonios de la conciencia religiosa”, según Giovanni Papini). Su ciudad sagrada es Lalish, que está en el Kurdistán iraquí. Hablan una lengua kurda, el kurmenji.

“Esto” –me interrumpió– no es exacto. No somos kurdos ni hablamos una lengua kurda. En cualquier caso, la lengua kurda proviene de la nuestra. Los kurdos, en el principio, fueron yazidíes, pero se mezclaron con otros pueblos y, así, dejaron de serlo. Eso dice nuestra tradición, que hasta el presente es sobre todo oral. Fue mi abuelo quien me contó estas cosas.

Hace un año, en vísperas de mi viaje a Irak, cuando consulté en Wikipedia, la información sobre los yazidíes era en extremo sucinta, pecaba de incompleta. El artículo en español consistía solo en unas líneas. Hoy, esas líneas han proliferado, se han convertido en páginas, pero contienen información contradictoria (por otro lado, la versión en línea del Diccionario de la Real Academia Española no incluye todavía –en marzo del 2017– la palabra “yazidi” ni sus variantes “yezidi” o “ezidi”).

Nareen:

“Casi nadie nos conoce, en parte porque así lo hemos querido nosotros. No escribimos sobre nuestra fe para evitar que nuestros secretos sean divulgados. Hemos estado rodeados de enemigos durante mucho tiempo. Muchos siglos. Los musulmanes han declarado la yihad contra nosotros 74 veces en los últimos siglos. Ahora, con el genocidio que comete ISIS, las cosas están cambiando”.

Me explica que ella no es una persona religiosa. Antes del 2014 pensaba que, contrario a lo que enseña su religión, los seres humanos éramos todos iguales. Había estudiado literatura inglesa en Mósul y periodismo investigativo en Erbil, y era la primera mujer iraquí en ejercerlo. En el 2014, cuando ISIS atacó a su pueblo, abandonó la carrera y comenzó a dedicarse activamente al rescate de sus correligionarias secuestradas y sus niños. Al cabo de cierto tiempo ISIS la declaró enemiga del islam. Las amenazas de muerte no se hicieron esperar. En el 2015 el gobierno alemán la recibió como refugiada.

Una noche, cuando el hombre de ISIS estaba ausente, Naam logró romper una ventana y salió de la casa. Llamó a la puerta de una casa del vecindario, donde había oído voces de mujeres. Pidió ayuda. Las mujeres, musulmanas suníes, dijeron que iban a ayudarla, pero la delataron –seguramente por miedo a represalias por parte de ISIS, que también a ellas las mantenía aterrorizadas. Unos hombres llegaron por Naam, volvieron a encerrarla en la casa con sus niños.

Antes de eso yo creía que las religiones –me dice– eran una de las causas principales de las guerras, y la mía no me importaba mucho más que las otras. Hay cosas que me parecían inaceptables (como las duras leyes que proscriben el matrimonio con no yazidíes). Pero ahora mi vida, todo lo que hago, gira alrededor del hecho de que soy yazidí.

Ha conocido a varios yazidíes jóvenes que, después del 2014, desplazados a Europa y otros lugares, han querido informarse acerca del pasado de su pueblo. Recurren muchas veces a internet, donde la información es confusa. Pero la mayoría de los jóvenes migrantes –como la mayoría de los jóvenes en todo el mundo– son poco instruidos, por no decir ignorantes, acerca de sus propias historias. Creen mucho de lo que leen en línea.

Ahora ella quiere saber qué vi yo en Lalish. Le hablo de la fuente subterránea de agua fresca llamada Zenzem, similar a la de la Meca, donde hay que mojarse la cabeza para atraer la buena suerte; del sepulcro de Sheikh Adi, una encarnación del Ángel Pavo Real, un Satán orgulloso pero arrepentido, cuyas lágrimas apagaron el fuego del Infierno; de la Cueva de la Columna de los Deseos…

Eso no es un juego –me dice, refiriéndose a la Columna (que el creyente debe abrazar con la intención de que los dedos de sus manos se toquen del otro lado)– como puede parecerlo, ni una técnica para obtener favores sobrenaturales. Se trata en realidad del culto al hecho de tener deseos, y al no dejar de creer que tus deseos pueden cumplirse. Pero si yo quiero aprender más sobre la religión yazidí, podría ponerme en contacto con un académico que vive en Bagdad, una autoridad en la materia. Ella, por su parte, puede hablarme de lo que está pasando ahora con su gente.

Según las noticias oficiales, unos cinco mil yazidíes han sido secuestrados por los islamistas en el monte Sinjar, a ambos lados de la frontera entre Irak y Siria, en los últimos dos años. En realidad la cifra está más cerca de los siete, me asegura Nareen. Tiene miles de documentos acerca de estos casos a partir de finales del 2014.

Le pregunto si piensa volver a Bahzani, cerca de Mósul, donde vivía.

No hay nada que desee más –me asegura–. ¿Pero cómo voy a volver? Nuestros vecinos musulmanes, las personas que vivían en la casa de al lado, fueron quienes nos traicionaron, nos vendieron. ¿Cómo podría volver a vivir en esa casa?

Los propios peshmerga, las fuerzas armadas kurdas, nos han traicionado –me asegura–. Al principio, nos pidieron ayuda para combatir a ISIS. Muchos de nuestros hombres pelearon junto a ellos, y luego, de un día para otro, se fueron, nos abandonaron, nos dejaron sin armas, sin ninguna protección. Fue entonces cuando ISIS nos atacó directamente. Secuestraron a todas esas familias como si fueran ganado. Mataron a los hombres y se llevaron a las mujeres y a los niños.

 

***

 

De la serie de casos que Nareen me contó aquella fría tarde a finales de febrero –como el del niño de 12 años que presenció la ejecución de su padre y la venta de sus hermanas y luego tuvo que memorizar varios versos del Corán; o el de las mujeres a quienes les extraían sangre para darla a yihadistas heridos; o el de los hermanos adolescentes que se inmolaron en Mósul conduciendo coches bomba– pocos tan representativos del genocidio yazidí como el de una mujer a quien llamaremos Naam, secuestrada en el 2014 por un grupo de yihadistas en el norte de Irak, cerca de la frontera siria.

Naam era una mujer como tantas yazidíes que vivían en las aldeas del monte Sinjar. Su vida, antes del 3 de agosto del 2014, era simple, pero básicamente feliz. Su esposo, que había trabajado siete años como albañil, construyó su propia casa, donde la familia vivió desde la primavera de aquel año. Cuando ISIS atacó a la gente de Sinjar, Naam, junto con su esposo y sus seis hijos de entre ocho y dos años (y con el séptimo aún en el vientre), intentaron huir en un automóvil hacia la ciudad de Bardarash, pero los detuvieron en un retén de ISIS. Los llevaron a Tilafar, luego a Ksar-al-Mihrab, donde fueron separados del esposo, a quien no volverían a ver. A Naam y a sus hijos los trasladaron a la ciudad de Tepk’a, en territorio sirio. Allí estuvieron encerrados en una especie de túnel con un numeroso grupo de mujeres y niños, todos yazidíes, y no vieron la luz del sol durante casi cinco meses. Los yihadistas les daban comida solamente una vez a la semana. La entregaban en bolsas de basura. Eran desperdicios. Nunca había suficiente para todos. Los niños comenzaron a enfermar. Tosían mucho, les salían manchas en la piel. Varios murieron.

Probablemente para evitar que siguieran muriendo, hacia febrero del 2015 trasladaron a un grupo de mujeres y niños sanos a la ciudad de Raqqa, donde los encerraron en un edificio de varios pisos. Empezaron a intentar adoctrinarlos. Si no recitaban el Corán, no les daban comida.

Nareen sacude la cabeza. Acaba de recordar un detalle; prefiere no explicármelo.

Es demasiado horrible –me asegura: en un documental de televisión británico del 2015, en el que ella sirve como hilo conductor, habían decidido suprimir el fragmento de la entrevista donde lo contaba.

Parece increíble –me advierte cuando insisto en oírlo. Pero Naam dice que lo vio con sus propios ojos.

Había en ese lugar una mujer que tenía un niño de menos de un año y que se negaba a recitar el Corán. Las otras le decían que no se preocupara, que en aquellas circunstancias estaba permitido fingir (para los yazidíes no está prohibida la falsa apostasía ante sus enemigos, para permitir la supervivencia; es parte de la tradición, según un artículo de Wikipedia). Si ella no hacía caso a los yihadistas, no darían nada de comer a nadie. Las otras madres le suplicaban que dejara de resistirse –por ellas, por sus niños. En varias ocasiones, la mujer se negó a recitar una sola línea del Corán. No iba a proclamar una fe que no era la suya. Les decía a los hombres que la mataran a ella y a su niño. A ella no le importaba (¿tal vez seguía –conscientemente o no– el ejemplo de Malak Taus, que se negó a adorar a Adán y por eso fue castigado?).

No te vamos a matar –le dijo uno–. Tú nos vas a servir, o te vamos a vender.

No les dieron nada de comida hasta que un día este hombre entró en el cuarto donde estaba encerrada la mujer. Le arrebató al niño de los brazos y salió del cuarto. Volvió poco después, con una olla llena de pedazos de carne. Naam piensa que era el bebé, que los yihadistas lo habían cocinado. El sacrificio de ese niño los salvó. Las otras mujeres dieron a comer de esa carne a sus niños, incluso Naam. Estaban muriéndose, literalmente, de hambre.

¿Qué pasó con la mujer? ¿Se suicidó?

Nareen niega con la cabeza.

Es posible. ¿Qué más podía hacer?

Unos días más tarde, Naam fue entregada como esclava, o como esposa, a un yihadista. Él la encerró a ella y a sus hijos en una casa abandonada, una casa de dos pisos en un barrio popular (un artículo de la fatwa emitido por el Estado Islámico expresa claramente: Está permitido comprar, vender o regalar mujeres cautivas y esclavas, pues son, simplemente, artículos de propiedad). Después de violarla –con los niños en el cuarto de al lado– el hombre anunció que se marchaba y que volvería una semana más tarde; que se las arreglaran con lo que había de comer en la casa. En la cocina encontraron algo de comida en estado de descomposición, algunas latas de conservas.

Al cabo de unas semanas, Naam dio a luz a un niño en presencia de sus otros hijos, que pensaron que se estaba muriendo. Pocos días después, el yihadista volvió, y violó de nuevo a Naam –cuenta la joven activista con indignación.

La hija mayor de Naam acababa de cumplir ocho años. Un día, llegaron otros yihadistas a la casa.

Tú hija ya está lista para casarse, nos avisó tu señor. Vamos a venderla –le dijeron.

Ella supo que la perdía para siempre. Ya no quería seguir viviendo, varias veces pensó en suicidarse, pero no quería separarse de sus hijos.

Una noche, cuando el hombre de ISIS estaba ausente, Naam logró romper una ventana y salió de la casa. Llamó a la puerta de una casa del vecindario, donde había oído voces de mujeres. Pidió ayuda. Las mujeres, musulmanas suníes, dijeron que iban a ayudarla, pero la delataron –seguramente por miedo a represalias por parte de ISIS, que también a ellas las mantenía aterrorizadas. Unos hombres llegaron por Naam, volvieron a encerrarla en la casa con sus niños.

La coraza emocional que le había permitido contarle a un extraño el terror y las tribulaciones de su gente con más indignación que tristeza, no la hace invulnerable al dolor de gente desconocida y lejana.

El hombre le advirtió que si volvía a fugarse lo pagaría con la vida de sus hijos. Y Naam optó por fingir, por obedecer al hombre, por tratar de complacerlo. Él comenzó a confiar en ella. Naam es hermosa (yo había visto su foto en una pequeña tablet). Tal vez el hombre comenzó a quererla.

Este hombre trabajaba como verdugo en un campamento de ISIS. Su oficio era degollar infieles. Un día, se llevó consigo al hijo mayor de Naam, Adel, para “comenzar a enseñarle”.

Antes de uno de sus viajes al campamento, el hombre accedió a dejar con Naam un teléfono celular, para que pudiera comunicarse con el niño, y probablemente también para controlarla. Cuando el hombre y el niño se fueron, Naam marcó el número de uno de sus hermanos, que estaba en Irak. Él se puso en contacto con un musulmán de Mósul –a quien llamaremos Mustafa–, que antes de que estallara la guerra había sido comerciante. Tenía tratos con una red de contrabandistas que operaba entre Irak, Siria y Turquía. Ahora se dedicaba a negociar y coordinar rescates de yazidíes. Tardaron casi cuatro meses en organizar la huida de Naam y sus hijos. Fue necesario conseguir cerca de $30 mil para preparar el rescate: los papeles falsos, el transporte a Turquía, el regreso a Irak. Naam debía avisar a Mustafa cuando estuviera lista para fugarse de la casa.

Adel enfermó durante uno de sus viajes al campamento (cuando un niño enferma –me explicó Nareen–, los yihadistas suelen dejarlo al cuidado de la madre). Con Adel enfermo, cuando el hombre volvió a ausentarse, Naam llamó a Mustafa. Esa noche pensaba escapar.

En la oscuridad, sin encender ninguna luz en la casa donde había estado encerrada casi un año, Naam volvió a romper una ventana. Como se lo había indicado Mustafa, salió de la ciudad de Raqqa y se alejó con sus niños por el camino de Ayn al Arab. Sabía que si la descubrían no iban a perdonarla. Ella y sus hijos serían ejecutados. En el sitio acordado, un hombre en una furgoneta los recogió. Él le dio a Naam papeles falsos. Se haría pasar por su esposa. Le entregó un niqab para que se cubriera a la manera de las musulmanas wahabitas, y se dirigieron hacia la frontera turca. Fueron interpelados en dos retenes de ISIS. El hombre decía que su esposa estaba enferma, que debía llevarla al hospital del otro lado de la frontera. Así pasaron a Turquía, y luego a Irak, donde el hermano de Naam los esperaba (a la niña de ocho años que le quitaron, probablemente nunca volverán a verla).

Ahora Naam vive con sus niños en una tienda de campaña en el campo de refugiados de Sharya, en el norte de Irak. No recibe ninguna ayuda del gobierno. Pero hay algunas organizaciones caritativas a través de las cuales de vez en cuando le entregan ropa y comida. Igual que tantas de sus correligionarias, tiene la esperanza de que su futuro llegue a parecerse a su pasado en Sinjar.

 

***

 

Nareen parece cansada. Le pregunto cuántas mujeres yazidíes son todavía cautivas de ISIS.

Había 2.926 sobrevivientes –me dice–, hacia finales del 2016.

El cielo comienza a ennegrecer. Dentro de pocos minutos ella debe tomar el autobús para volver al pueblo donde vive. Es claro que necesita mantener cierto grado de secreto.

Pero yo ni siquiera sé dónde queda tu país –me dice. Le hablo de Guatemala, le explico que hace unos 30 años el Estado guatemalteco cometió genocidio contra varios pueblos mayas. Le pregunto si su iPhone tiene señal, para buscar imágenes en línea. Le muestro el altar mayaquiché de Pascual Abaj, en Chichicastenango, donde aparecen varios sacerdotes mayas ofrendando flores, huevos y fuego a un ídolo de piedra negra, una especie de lingam que recuerda la columna trunca en el interior de la gruta de Sheikh Adi, en Lalish.

Ella observa con atención, parece sorprendida.

Nosotros también hacemos ofrendas con fuego –me dice.

Busco otras imágenes: las pirámides mayas en medio de la selva (¿le hacen pensar en las cúpulas cónicas y angulares de los templos yazidíes?). Y por último: exhumaciones de fosas comunes, esqueletos de adultos y niños, amontonados, maniatados, o alineados como en una danza macabra, huesos rotos, cráneos perforados: pruebas forenses presentadas durante el juicio entablado contra el general Ríos Montt por el genocidio ixil.

Nareen se muerde los labios. Sus ojos se han humedecido, está llorando. Un momento –me dice, y se pasa la mano por la cara para limpiarse las lágrimas.

La coraza emocional que le había permitido contarle a un extraño el terror y las tribulaciones de su gente con más indignación que tristeza, no la hace invulnerable al dolor de gente desconocida y lejana.

Tal vez después de todo la gente es igual en todo el mundo –dice, de nuevo dueña de sí misma, y consigue sonreír.

La acompaño hasta la parada del autobús, donde nos despedimos.

Camino de vuelta a mi hotel en el barrio gótico de aquella pequeña ciudad en el norte de Alemania, voy pensando que tal vez los humanos vivimos en una especie de flashback cósmico. El infierno, que algunos sostienen todavía que es eterno, ya fue abolido. El ángel rebelde ha sido perdonado; así lo creen los supuestos adoradores del diablo, “que más bien adoran el perdón divino y la divinidad humana”. Es impensable que el hombre, con o sin ayuda del diablo –como escribió el gran ciego–, pudiera burlar para siempre las intenciones de Dios. Igual que en la Apocatástasis de Orígenes, todo ha vuelto a ser como era antes de que comenzara el tiempo que, para Dios, no existe.

 

Febrero-marzo, 2017

 

 

 

[1] Ver: Yezidis in Syria, Sebastian Maisel (Maryland, 2017).

Palabras Claves

Relacionados