El autor de El almuerzo desnudo y sin duda uno de los mayores herederos del dadaísmo, popularizó a partir de los años 50 el método del cut up, una combinatoria de recortes y fragmentos que desacralizaba la palabra y la noción misma de autoría, al redefinir el hecho artístico como una acción siempre con otros. Un libro publicado en Estados Unidos rastrea su enorme influencia en la música, desde The Beatles hasta R.E.M., desde Bob Dylan hasta Radiohead, desde David Bowie hasta Sonic Youth.
por Juan Íñigo Ibáñez I 17 Febrero 2021
Varios registros lo muestran ya anciano, pero fibroso y alto, blandiendo espadas, empuñando cuchillos, disparándoles a latas de pintura o practicando tiro al blanco con una cerbatana en el Búnker, el mítico subterráneo de Nueva York en el que vivía. En otra imagen, captada en octubre de 1959, William Burroughs (Saint Louis, 1914 – Lawrence, 1997) luce aún joven y de traje oscuro, fumando en algún lugar de la periferia parisina. Tras él, un enorme cartel advierte: P-E-L-I-G-R-O.
La foto ha pasado a convertirse en un símbolo del inquietante atractivo de su personalidad. Meses después, Burroughs publicó El almuerzo desnudo, un libro de escritura fragmentaria, imaginario mutante y oscuras escenas sadomasoquistas que lo convirtieron en una de las últimas obras en ser censuradas en Estados Unidos. El libro salió librado de dos juicios por obscenidad y abrió el camino a la publicación de varias obras incómodas, entre las que se cuentan numerosos discos de rock.
Con sus imágenes grotescas y una prosa que desautorizaba el concepto de autoría, escandalizó a las élites intelectuales y literarias, pero despertó una verdadera revolución mental. Durante los años 60, el “padre eléctrico” de los beats se convirtió en una figura de culto para varias generaciones de artistas de vanguardia, especialmente para los músicos. En 1974, tras varios años viviendo en Londres, París y Tánger, Burroughs volvió a Nueva York con el aura de una estrella de rock y, para celebrarlo, en 1979 sus amigos y colaboradores crearon las Convenciones Nova, retrospectivas multimedia en torno a su trabajo, que incluían lecturas de Frank Zappa, paneles de discusión con Timothy Leary y conciertos de Suicide, Philip Glass, The B-52 y Debbie Harry.
¿Qué lo convertía en una figura tan atractiva para las estrellas de rock?
Según el crítico cultural estadounidense Casey Rae, autor del libro William S. Burroughs and the Cult of Rock ‘n’ Roll, tanto la radicalidad experimental de su prosa como su insobornable vida en los márgenes lo convirtieron en un símbolo del “instinto” que recorre la experiencia creativa del rock.
“Crear y destruir”, el principio básico del cut up, la antigua técnica dadaísta de corte y yuxtaposición de fragmentos de textos que aplicó extensivamente, es lo que le permitió a Burroughs correr “los límites de lo que se consideraba aceptable en literatura” y, al mismo tiempo, ser un ícono para varios músicos.
Su influencia traspasa casi medio siglo de contracultura, desde los beatniks y Fluxus hasta el ciberpunk. Ahí está su imagen junto a la de Marilyn Monroe en la portada del álbum Sgt. Peppers de The Beatles. Y varias palabras que hoy forman parte del tejido mismo de la contracultura suelen atribuirse a él, como Blade Runner o Heavy Metal. Por el visionario influjo de su escritura, Patti Smith se ha referido a sus obras como “otro tipo de Biblia” y a Burroughs como a “un chamán… alguien en contacto con otros niveles de realidad”. Sus obras inspirarían los nombres de varias bandas, como Stealy Dan, Soft Machine, The Insect Trust o Nova Mob. En 1968, el mismo autor reconocía que los músicos eran quienes mejor asimilaban sus ideas: “John Cage y Earle Brown han llevado el cut up mucho más lejos que yo en la escritura”, señaló para el libro de entrevistas El trabajo.
Según Burroughs, la literatura estaba atrasada en 50 años respecto de la pintura y para competir con “el cine y las fotonovelas (…), los escritores debían desarrollar técnicas especiales capaces de producirle al lector el mismo efecto de un hecho violento”. Le interesaba particularmente que los autores, al igual que los cineastas y los pintores, entraran en “comunicación táctil” con sus materiales y pudieran modificar y manipular libremente “su medio de expresión”. “El escritor aún no sabe lo que son las palabras”, aseguraba.
El cut up marcó a algunos de los artistas más innovadores del siglo XX. David Bowie, por ejemplo, lo utilizó durante prácticamente toda su carrera, desde Diamond Dogs hasta Blackstar, su último disco. También Thom Yorke, de Radiohead, aplicó el método para componer las letras de Kid A.
Si en los 70 se erigió como el padrino del under, en los 80 y 90 visitar al “viejo Bill” se convirtió en un verdadero rito de iniciación para todos los que aspiraban a ampliar las fronteras creativas. Así lo hicieron Thurston Moore o Michael Stipe o Laurie Anderson.
Ya el disco Call Me Burroughs, su debut de spoken word de 1966, se había convertido en uno de los favoritos de Paul McCartney, a quien había conocido en Londres a mediados de los 60.
Así, al final de su vida, el proscrito autor de Yonqui, pese a ser reacio a las etiquetas, se convirtió en “el abuelo de la contracultura”, con apariciones en películas de Gus Van Sant, cameos en videoclips de U2 o entrevistas con David Bowie para la revista Rolling Stone.
Graduado en Harvard e hijo de una próspera familia del Medio Oeste norteamericano (su abuelo había amasado una fortuna a fines del siglo XIX al patentar la máquina registradora), tempranamente rechazó los valores de sueño dorado que ese mundo representaba.
Abiertamente homosexual y drogadicto en los conservadores años de posguerra, fue también un estudioso del ocultismo, un aficionado a las armas, un explorador farmacológico y un asiduo visitante a los bajos fondos. “Por su estilo de vida, probablemente estaba destinado a convertirse en un faro para los músicos, quienes son conocidos por traspasar los límites, incluso a expensas de su salud y bienestar psicológico”, escribe Rae.
Como muchos de sus personajes, que tienen una agenda elástica y cambian de forma continuamente, antes de cumplir 40 años había sido detective privado, exterminador de insectos, tabernero y delincuente de poca monta. Tal vez por ello su trabajo tuvo especial atractivo para varios músicos que, como él, hicieron de la transformación constante la base de sus campañas creativas. Tras conocerlo a mediados de los 60, Bob Dylan, quizás el artista con mayor fama de “camaleón” y de “enigma”, se sumergió en el cut up para dejar atrás su etapa folk y componer discos mucho más “abstractos, cáusticos y surrealistas”, como Highway 61 Revisited y Bringing it All Back Home.
Pero la vida de Burroughs también se vio tempranamente marcada por la tragedia: a los 37 años, el escritor asesinó accidentalmente en México a su segunda esposa, Joan Vollmer, al intentar emular con una pistola el “acto de Guillermo Tell” al final de una velada regada de ginebra. “La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Feo, y me condujo a una lucha de por vida en la que no tuve más remedio que comenzar a escribir”, afirmó a propósito de esta tragedia.
Al igual que Burroughs, varias estrellas de rock caminaron entre el éxtasis y la ruina y, como él, utilizaron el arte como un conducto para trascender la angustia de sus propios problemas personales.
Lou Reed conoció tempranamente el lado salvaje. Sometido a electroshocks en su juventud por mostrar “tendencias homosexuales y reticencia a la autoridad”, el cantautor encontró en las feroces descripciones de la marginalidad de Burroughs una inspiración para su propia poesía callejera. Reed admiraba especialmente su capacidad de narrar sin imposiciones morales la crudeza de los bajos fondos. Tras conocerlo a fines de los 70 en Nueva York, dijo que Burroughs “cambió mi visión de lo que se podía escribir, cómo se podía escribir (…) fue la persona que derribó la barrera… solo él tenía la energía para explorar la psique interior sin filtro”.
Para Burroughs, lo más alejado posible de un moralista, la mejor metáfora del “control” era la agonía producida por la dependencia a la droga. Él bien lo sabía. A los 83 años aún luchaba con una adicción crónica a la heroína, que lo hizo dependiente de un tratamiento de sustitución por metadona hasta su muerte. En 1981, su único hijo, el también escritor William S. Burroughs Jr, de 33 años, había muerto de cirrosis intentando emular, en gran medida, el estilo de vida fuera de la ley que su padre encarnaba.
“Corta las líneas de palabras; corta las líneas de música; rompe las imágenes y la maquinaria de control”. Esa era, según Burroughs, la tarea del artista; hackear los patrones establecidos por una fuerza hostil que, según creía, mantenía encadenada mentalmente a la población.
Mediante la exploración sensorial y creativa buscaba subvertir esos significantes y denunciar la voluntad uniformadora de la psiquiatría, la medicina, la policía o la burocracia, una institución que, a su juicio, llevaba “la acción espontánea e independiente (…) al parasitismo absoluto de un virus”.
A comienzos de los 60, Burroughs comenzó a desarrollar una serie de experimentos sonoros y audiovisuales en los que buscaba “borrar la palabra” y “alterar el flujo de la realidad”.
No obstante el visionario aliento que motivaba esos experimentos, el escritor siempre mostró escaso interés por las últimas novedades, y menos aún por el rock. El “viejo Bill” escuchaba música en una vitrola y sus cercanos solían referirse a sus gustos –folclor marroquí, jazz de los años 20, vals vienés y artistas como Max Morath o Wendell Hallo- como los de una “criatura del siglo XIX”.
Pese a ello, los beatniks, el movimiento contracultural que había inspirado pero del que solía desmarcarse, tenían mucho en común con una banda de rock: el espíritu aclanado, la voluntad de transgresión, el ethos hipermasculino. Tal vez por eso no resulte extraño que el inconformismo eléctrico de los beats se haya transmitido antes a la música que a la literatura.
Fue el punk, subcultura que también vería en él a un referente, la que sin duda se asimilaba mejor a la revuelta juvenil, distópica y nihilista que el escritor estimulaba y que ya había preconizado en Los chicos salvajes, su libro de 1971.
En el verano del 77, Burroughs, quien era muy poco dado a las efusividades, le envió una “carta de apoyo” a los Sex Pistols tras el lanzamiento de su single “God Save The Queen”. Y el CBGB, el mítico reducto under del Bowery neoyorquino, estaba a pocas cuadras del Búnker, en donde después de los conciertos, artistas como Debbie Harry, Patti Smith o Tom Verlaine, de Television, se reunían en afiebradas veladas con el escritor como anfitrión.
No obstante, quienes mejor asimilaron su imaginario oscuro y sus chocantes experimentos sonoros fueron bandas inglesas de post punk, como Joy Division, Cabaret Voltaire o el grupo pionero de los sonidos industriales, Throbbing Gristle. “Estos chicos surgieron a la sombra del punk, heredando su actitud de confrontación y la sospecha de cualquier autoridad”, escribe Rae. A comienzos de los 80, durante la era Thatcher, algunas ciudades industriales arrasadas por el desempleo y la escasez, como Manchester, se asemejaban bastante a los desolados “no lugares” que Burroughs había evocado en sus distopías.
Su presencia atraviesa todo nuestro entorno digital actual. Según Rae, la mejor prueba de ello son las recurrentes metáforas a “lo viral” que pueblan el imaginario contemporáneo. Además, en internet, las imágenes, los textos y el audio se yuxtaponen caóticamente, y la contingencia en las identidades le quita valor al concepto de autoría. Algunos incluso han visto en Burroughs a un pionero del conocimiento colaborativo: “Todo saber, todo descubrimiento, les pertenece a todos. Es hora de reclamar lo que es de uno”, le dijo al periodista Daniel Odier. A juicio de Rae, el autor incluso habría prefigurado los memes: “Un virus es una unidad muy pequeña de palabra e imagen”, escribió en 1970 en La revolución electrónica; y en Los chicos salvajes señaló: “Cada muchacho crea su propia serie de imágenes”.
La cultura del mashup, presente en prácticamente todos los géneros contemporáneos, confirma que fueron los músicos sus mejores discípulos: “Es difícil imaginar la música basada en samples y remezclas sin Burroughs, o al menos sin los artistas que inspiró: David Bowie, Throbbing Gristle y Coil, entre otros”, añade Rae. Aunque los años salvajes del rock and roll ya pasaron, el estado actual de la cultura demuestra que Burroughs logró infiltrarse en nuestras vidas, como un virus.
William S. Burroughs and the Cult of Rock ‘n’ Roll, Casey Rae, University of Texas Press, 2019, 320 páginas, $18.000.