Este texto narra el viaje del escritor Rodrigo Rey Rosa a Santa María de Nebaj, al norte de Guatemala, para entrevistarse con familiares de desaparecidos durante el conflicto armado que asoló al país en los 70 y 80; la mayoría de ellos por acciones de soldados del ejército y bajo las bombas aéreas lanzadas desde aviones militares, avionetas y helicópteros privados. La narración íntegra de su experiencia está recogida en el libro La cola del dragón, que publica próximamente la Universidad de Talca en su colección dedicada a los ganadores del Premio José Donoso.
por Rodrigo Rey Rosa I 23 Enero 2017
Por la tarde el guía me lleva a una oficina cerca del centro de Santa María, la base de operaciones del Movimiento de Desarraigados, que está a punto de cumplir los 18 años, donde nos espera su fundador. Acompañado de su esposa, don José Ceto nos recibe en un pequeño despacho donde hay cajones de archivos y mapas municipales (los sitios de las exhumaciones aparecen marcados con tinta roja) y, en un pequeño escritorio, una computadora PC.
Aunque mi guía había descrito a don José como el más desinteresado de los líderes que propugnaban las exhumaciones en el territorio ixil, la maledicencia típica de la vida política en provincias lo alcanzaba también a él; sus ambiciones son más personales de lo que él puede confesar, objetan. Parecía serio y amable y al mismo tiempo distante. Su mujer, que no era mucho más joven que él (y quien había perdido a su primer esposo durante la guerra), estaba sentada en un banco de madera junto al escritorio, y le dirigía de vez en cuando una mirada que yo interpreté como de orgullo o admiración.
–Yo en ese tiempo, finales de los setenta, principios de los ochenta, trabajaba como contratista para el Ingenio Pantaleón, y mandaba cuadrillas de peones a trabajar a la costa sur en las fincas de caña de azúcar. Era como parte del sistema, pues. Pero un día mi familia entera fue secuestrada. Yo no estaba aquí cuando eso pasó, y al volver me dijeron unos vecinos que para el destacamento se los habían llevado a mis familiares. No fui a reclamarlos con los soldados porque yo ya desconfiaba. Ya me habían interrogado antes, por transportar gente. Mejor me tiré al monte –dijo.
Así, a sus treinta y dos años, se convirtió en uno de los primeros líderes de lo que más tarde se conoció como las Comunidades de Población en Resistencia (CPR). A la cabeza de unas cien familias ixiles, sobrevivió durante meses en la selva nubosa y fría al norte de Nebaj. Al principio, sin apoyo de nadie, la subsistencia fue en extremo difícil, y, expuestos a la intemperie, varios niños y ancianos murieron. Más adelante la guerrilla les dio apoyo y les ayudó a trasladarse a tierra caliente, a la montaña Chel, donde se establecieron en un lugar llamado Amajchel. Allí comenzaron a sembrar malanga, guineo, un poco de milpa y caña en pequeños claros en la selva. En el 83 el ejército los localizó y se vieron obligados, de nuevo, a desplazarse. En esas condiciones, en una fuga más o menos constante, resistieron hasta 1994, cuando hubo un alto al fuego entre la guerrilla y el ejército. En 1996, poco antes de la firma de la paz, don José fundó en Santa María de Nebaj el Movimiento de Desarraigados, que sigue liderando en la actualidad.
En 1999, cuando comenzaron las exhumaciones, muchos se negaban a colaborar –explica– por el miedo. Pero más tarde, con el ejemplo de los vecinos más valientes, “los otros agarraron ánimo”. Asesorados por la Fundación de Antropólogos Forenses de Guatemala y otras organizaciones elaboraron un primer listado de ciento cincuenta personas desaparecidas, hicieron una denuncia ante el Ministerio Público, y comenzaron una investigación en San Juan Acul, donde pronto desenterraron veintinueve osamentas. Con la satisfacción de haber logrado esto pese a la oposición de los comandantes de turno, y con el apoyo de la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), reforzaron su programa. Más adelante, en un cantón de Nebaj, por ejemplo –sigue contándome–, hallaron setenta y ocho esqueletos enterrados en un antiguo destacamento militar. Han seguido otras exhumaciones, como la de Santa Avelina, una de las más recientes, que comenzó en agosto de este año y donde hasta la fecha han hallado más de ciento setenta esqueletos. Luego de las exhumaciones y la identificación de los restos mortales –para cerrar el círculo– en coordinación con el Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) organizan velatorios para los deudos de los desenterrados y, dependiendo de la fe de cada grupo, celebran inhumaciones colectivas de acuerdo con los ritos católico, evangélico o “costumbrista” –es decir, según la costumbre maya, que casi siempre implica algún grado de sincretismo.
–Para los familiares de los desenterrados el PNR destina un fondo de veinticuatro mil quetzales “de compensación” por cada difunto. Cuando en una familia hay dos muertos, como ocurre en la mayoría de los casos, la suma sube a cuarenta y cuatro mil. Si hay tres muertos o más en una sola familia, cosa nada rara, los cuarenta y cuatro se mantienen, lo sentimos mucho –bromea don José, imitando a cierto funcionario público.
Las cosas no siempre salen tan bien como uno quiere, me dice. Hace poco ocurrió que, después de más de dos años de trabajos y trámites, en Nebaj estaban celebrando una inhumación colectiva (en esta ocasión el PNR había asignado diecisiete mil quetzales para cubrir los gastos de un almuerzo para los familiares del difunto, las cajas fúnebres y los nichos en el cementerio municipal). Consumados los ritos, antes del almuerzo, cuando los deudos se dispusieron a poner los féretros en sus nichos, fueron sorprendidos ante la evidencia de que las cajas no cabían en los huecos hechos para ellas. Fue necesario suspender la actividad. Había que mandar a hacer cajas nuevas.
–Es triste, es duro, pero ni la segunda sepultura funcionó para esos pobres.
En la calle, bajo la ventana del despacho de don José, estalla una bomba celebratoria (es 15 de septiembre, no hay que olvidarlo).
–El Día de la Independencia –dice–. ¿Cuál Independencia? El gobierno actual quiere perdernos en la pobreza. El comandante Tito (como llamaban al actual presidente de la República de Guatemala, Otto Pérez Molina, cuando era jefe de la base militar de Nebaj) preferiría olvidarnos, si él estuvo aquí en los peores años de la guerra, haciendo su trabajo, claro. Antes querían acabarnos con las armas, ahora quieren acabarnos con pura política. La llamada ley Monsanto, por ejemplo. Pero ya vio, no la aprobaron.
Le pregunto qué le condujo a fundar el Movimiento.
–A mí nunca me había interesado la política. Además de contratista, yo era deportista. Hacía atletismo y jugaba fútbol. Al salir de la montaña leí un par de cosas, y, entre ellas, partes de nuestra Constitución, la Constitución de Guatemala. Y allí decía que nadie tenía derecho de hacer lo que nos habían hecho a nosotros. Entonces vi que eso no había sido algo comparable a un accidente, como yo pensaba antes. La gente dice todavía: “Cuando la guerra se dejó venir”, como si hubiera sido un terremoto o algo así. Yo vi que había leyes que decían que nadie podía matarnos así nomás. Comprendí que fue un gran crimen. Ahí es donde decidí que teníamos que buscar justicia.
–¿Qué piensa sobre la anulación de la condena a Ríos Montt?
–No es tan grave. Ahora todo el mundo sabe que esas cosas, esas matanzas pasaron de verdad, y eso importa.