Su nombre es leyenda

En los presidios ambulantes inventados por Diego Portales empieza a incubarse la leyenda de Pancho Falcato, que motivó versos de la lira popular, crónicas, reportajes y biografías. Tuvo lo que se llama una vida novelesca por su halo de héroe popular que torea al poder y lo sulfura.

por Manuel Vicuña I 4 Marzo 2021

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Hasta los lactantes saben que Diego Portales empuñó el poder con mano firme. La des­gracia ajena nunca le quitó el sueño; sí la amenaza de las conspiraciones. Inventó el sistema de los “presidios ambulantes”, jaulas montadas sobre carretas tiradas por bueyes, donde se encerraba a delincuentes para emplearlos como mano de obra en la reparación de caminos, acueductos y puentes. “Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados –decía Portales–, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres”. Portales repartió más palos que otra cosa. El bizcochuelo se lo dejó a las moscas.

Los presidios ambulantes, también llamados “carros jaula” y “cárceles rodantes”, siguieron en uso después del asesinato del ministro. Presentaban a los reos encadenados, a veces en collera, con anillos de fierro ajustados a los tobillos. No ofrecían un espectá­culo alentador para quienes abogaban por su rehabi­litación. Costaba darles la razón a quienes defendían las jaulas, argumentando que sus huéspedes gozaban de las bondades del sol y el aire libre, mientras recreaban la vista en las bellezas del paisaje. El periódico El Progreso, en octubre de 1847, describió los inventos de Portales como “jaulas de bestias feroces, con sus char­cos de inmundicia que les servían de alfombra y sus fétidas exhalaciones que respiraban sin cesar a toda hora”. Cada jaula estaba dividida en tres secciones ho­rizontales, obligando a los reos a permanecer tendi­dos: la altura de los módulos no daba ni para sentarse. Cubiertos con toldos de arpillera durante las noches, los carros arracimaban mujeres, familiares y cómpli­ces de los presos, que se empeñaban en filtrar limas para cortar los barrotes.

En los presidios ambulantes empieza a incubar­se la leyenda de Pancho Falcato, que motivó versos de la lira popular, crónicas, reportajes y biografías. Tuvo lo que se llama una vida novelesca. La biografía novelada Las astucias de Pancho Falcato, el más famo­so de los bandidos de América, publicada en 1884 por Francisco Ulloa, subdirector de la Penitenciaría cuando Falcato cumplía condena en el recinto, promete rebajar su estatura mítica en pro de la moral pública, pero gran parte de la narración hace justo lo contrario, partiendo por el primer episodio del libro: Falcato y sus hombres, disfrazados de frailes dominicos, aguantándose la risa, con falsas expresiones de piedad, engatusan a un pi­quete de soldados que pretende limpiar de bandidos las afueras de Santiago.

Falcato disfruta exponiendo la ineptitud de la po­licía. Le tiende trampas para dejarla en ridículo, hir­viendo de rabia. En 1843, alerta a la policía sobre un inminente asalto en Renca. La policía acude al galope al presunto lugar del hecho. El oficial a cargo es reci­bido por el dueño de casa, un tipo cordial, que lo invi­ta a desmontar y a sumarse, con sus subalternos, a la celebración de Navidad. En el salón ya se encuentran reunidos hombres y mujeres. Acompañada de música de vihuela y animada con tremendos tragos de ponche, la fiesta agarra vuelo y el capitán, que no se hace de rogar a la hora de remoler, baila con tanto fervor, que levanta polvaredas. Entona versos en homenaje a Fal­cato, que ya es leyenda. A la mañana siguiente, cuando él y sus hombres despiertan, con la cabeza partida en cuatro por el mazazo del alcohol, descubren que la casa está vacía. Desconcertados, revisan cada rincón, hasta que, encerrados bajo llave en una bodega apartada, en­cuentran a un anciano, dos señoras, un criado y varios niños, todos atados y amordazados. Falcato había he­cho de anfitrión, y sus leales, de compañeros de juerga.

Falcato tiene algo del Manuel Rodríguez que se infiltra en las líneas enemigas encarnando distintos personajes. Falcato hace lo mismo, por lo menos según la leyenda, que corre de boca en boca antes y después de volverse un personaje escrito. Asume identidades falsas que le permiten sorprender a sus víctimas, y eludir y humillar a quienes lo persiguen.

Falcato tiene algo del Manuel Rodríguez que se infiltra en las líneas enemigas encarnando distintos personajes. Falcato hace lo mismo, por lo menos según la leyenda, que corre de boca en boca antes y después de volverse un personaje escrito. Asume identidades falsas que le permiten sorprender a sus víctimas, y eludir y humillar a quienes lo persiguen. Si hay que hacerse pasar por oficial de policía, lo hace, sorteando sin rasguños las trampas que le tienden. Como dice un comandante de policía, en el tercer capítulo de la biografía novelada: a Falcato “nunca lo veremos; usted no sabe qué cáscara es ese bandido”. Es un hecho que sabe fondearse a la vista de todos. Usando una peluca, una barba y un sombrero, divaga sentado en la plaza de armas de Santiago. La estirpe de este bandido po­lifacético no enlaza con los típicos peones-gañanes de carabina, machete y revólver en la faja, que trasponen la noche por caminos apartados, y solo saben de salteos y abigeatos. Después de fugarse de la cárcel pública, Fal­cato se establece en Coquimbo y adopta la identidad de un futre de nombre Francisco Antonio Valdés. Vestido de capa española, sombrero de copa alta, guantes y un puro siempre pegado a la boca, lleva una activa vida social e incluso intima con el mismísimo intendente de la provincia. Con los años se hizo común nombrar a Falcato a la par de Robin Hood y de Jesse James, otor­gándole el halo del héroe popular que torea al poder y lo sulfura.

En abril de 1877 se editó en formato de libro un conjunto de reportajes publicados durante febrero en El Ferrocarril. El impreso se titula Visitas a la Peniten­ciaría. Hechos biográficos de Pancho Falcato, del bravo ma­loqueador Marcos Saldías y de muchos otros presos célebres. Los artículos, redactados sin ocultar la intención mora­lizante, habían causado furor entre los lectores. No se merecían el destino fugaz de las “hojas volantes”. Era la primera vez que el periodismo se introducía en el edificio de la Penitenciaría, custodiado por guardianes “armados de sables, revólver y fusta”, para contar la vida de sus internos mediante la recreación de diálogos que oscilan entre la locuacidad y la reticencia, el orgullo y la mortificación, la gravedad y el sentido del humor del confinado que exclama: “¡Qué, señor, voy yo a ser desgraciado! Yo soy tan desgraciado como aquel sacer­dote español que cuando se quejaba decía: ‘Todos en el mundo me llaman padre, menos mis hijos que me llaman tío”.

En esos días, mientras los “incorregibles” pe­nan en la calle número 13, Falcato convalece en el hospital del penal. Tiene 60 años. Cumple su cuarta condena en la Penitenciaría, que sumada a las anteriores llega a los 37 años. Una tradición de relatos refiere sus hazañas, por boca de los antiguos presos de los carros jaula y también de los empleados más veteranos de la Penitenciaría. Ha pasado largas temporadas en celda solitaria. Le tocó mamarse cinco años con una “enor­me maza al pie”, para inmovilizarlo, sin haber sido nada cercano a la clase de homicida que degüella a sangre fría y después remata picándole los ojos al cadáver. Igual, a Falcato, la saña punitiva lo persigue. En 1839, después de una evasión colectiva, según se lee en el Archivo Judicial Criminal de Santiago, un fiscal pidió “expresamente que sea descuartizado y sus manos y su cabeza sean puestas en jaulas de fierro en el lugar del alzamiento para memoria y escarmientos”.

Poesía y cárcel hacen collera. Y esto no pasaba solo porque los poetas populares escribían versos so­bre los homicidas condenados a muerte y sobre los bandidos que, antes de caer en la “capacha, con la oreja gacha”, habían arreado animales a través de los pasos cordilleranos, le habían robado “de lujo” y “con ho­nor al rico más hacendado”, hombres “de buena facha”, cuyas hazañas se contaban con admiración “hasta en la última covacha”. Los presos, que agotan resmas de papel en correspondencia con sus familiares y sus amigos, también poetizan usando la métrica de la décima; llevan la poesía en la punta de la lengua; los versos propios y ajenos son el staccato que clava en la memoria los hechos del pasado, el sentido de la expe­riencia, la conciencia del valor y los golpes de la vida, que varias veces tienen más cara de paliza. Los con­victos eran aficionados a los temas bíblicos. Tampoco les hacían el quite a los versos amorosos que ayudan a “distraer la imaginación”. Falcato resistió su peor eta­pa carcelaria rimando duro y parejo. Conservadas en un álbum, sus estrofas alternan el canto a lo humano y el canto a lo divino, saltando de los versos de amor eterno a los paseos en “la calle de la Amargura”, por donde transcurre el drama de la Pasión, con derrame de “sangre pura”.

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