El poeta chileno, fallecido esta mañana a los 68 años, vivió como esos estudiantes eternos o esos monjes descarriados que iban de pueblo en pueblo y de convento en convento, a cambio de prodigarles cantos y entretenciones, todo lo cual dejaban anotado en poemas que reflejaban un espíritu libre. Pohlhammer no albergaba rigideces: podía participar en programas televisivos cuando ninguna moda amparaba tal cruce desde la alta cultura hasta la cultura masiva. Y pudo escribir poemas amorosos de total hermosura, al igual que explorar en la lengua coloquial burlándose sin desdén de la ridiculez humana, incluida la propia. El último texto que incluye Helicópteros, escrito en la UTI, consta de solo dos versos: “Vivió con ganas de vivir / de morir murió con ganas”.
por Vicente Undurraga I 22 Mayo 2023
Habitó este mundo de manera personal e intransferible, pero se comportó como si la vida fuese una fiesta publica, abierta, movediza. Toda forma de existencia, toda voz tenía cabida mental para él. Reunía en sí mismo, como pocos, la figura del festinador y la capacidad de cantar amores y dolores, si no con toda seriedad, sí con profundidad y belleza resistentes. Se lo puede pensar como un goliardo fuera de época. Los goliardos eran esos estudiantes eternos y esos monjes descarriados que en la Edad Media iban de pueblo en pueblo y de convento en convento dejándosele caer a quien fuera que diera señas de hospitalidad, a cambio de prodigarles a esos ocasionales huéspedes cantos y entretenciones, risas y roces, a veces, todo lo cual dejaban luego anotado en sus poemas goliardos que han trascendido siglos para dejarnos ver un espíritu ligero y libérrimo que seres como Pohlhammer de alguna manera vuelven a encarnar.
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Erick Sven Pohlhammer Boccardo nació en Santiago en 1955, fue hijo de un conocido escultor (es maravilloso el poema en que observa una obra de su padre: “Está lo combo ondulando, / Está lo plano / Entremezclado, / Como sombras de ramas / Abrazadas”) y estudió un poco de pedagogía, un poco de estética: de nada sabía mucho, de mucho lo esencial. Era un astuto y un enterado, no albergaba rigideces. Podía participar en programas televisivos cuando ninguna moda amparaba tal cruce desde la alta cultura a la cultura entonces llamada de la basura. Podía —pudo— escribir poemas amorosos de total hermosura, que en sus puntos altos hacen recordar a los clásicos españoles, y al mismo tiempo incurrir en toda clase de aventuras con la lengua coloquial, burlándose sin desdén de la ridiculez humana, incluida la propia.
Fue generoso con la risa en sus versos, entrampándose a veces en jugarretas que quizás el tiempo sepa dejar atrás y pudo, a su modo, dar en los años 80 con una manera de seguir vivo en la palabra y perseverar en la alegría en tiempos opresivos, sin desentenderse de los dramas de esos años oscuros, prueba de lo cual sería su poema “Los helicópteros”, que capta literalmente al vuelo el ambiente ominoso que se vivía en el país. En la década de 1980, tan fecunda para la poesía chilena, la obra de Pohlhammer se convirtió en todo un emblema gracias a poemas como ese o los incombustibles “Usted” o “Miedo a la noche”.
La mejor escritura de Pohlhammer funde la fluidez del coloquialismo narrativo con un lenguaje musical que se repliega, se estira y se observa, y en ese trance propicia una pausa, una extrañeza a veces triste, a veces jubilosa, y esta particular combinación de velocidad y detención le permite con un ojo atender a la realidad circundante y con el otro a la individualidad más específica, en primer lugar la de otros y luego la suya, dejando caer cada tanto versos misteriosos y radiantes a la vez: “No todos hemos visto rodar soles por aguas limpias en canaletas musicales. / El sentimiento que va causando es como si el pensamiento / de uno mismo se fuese rodando como un globo / luminoso hacia el silencio de un océano de desahogos”.
Después de haber publicado sus tres primeros libros en los años 70 y 80, se hizo humo en la escena literaria y volvió dos décadas después, ya bien entrado el siglo XXI. Y acá no puedo evitar la nota personal, pues esa vuelta al ruedo la hizo con un libro llamado Vírgenes de Chile, que editó Andrés Braithwaite y que publicamos con un grupo de amigos o codeudores en un sello medio fantasmal bajo el nombre de Ediciones Bordura —por el personaje antagonista en la obra Ubú Rey de Alfred Jarry, con cuyo espíritu picaresco y jovial creo que Pohlhammer sentía cercanía. No recuerdo ya si lanzamos el libro o no, pero celebración hubo. Acabada la cual se fueron todos los comensales, salvo uno: Erick Sven Pohlhammer Boccardo, que se fue quedando, quedando y quedando hasta la salida del sol. Al final de ese alargue, me dedicó un ejemplar. Y después, para no quedar cortos, otro. Como dos sin tres no es nada, le pedí un tercero. Horas después figurábamos donde mismo con nueve ejemplares dedicados a mí por el poeta, de los cuales tengo a la mano el siguiente, que dice, con la caligrafía de un niño: “Dedico esta obra magna, para algunos acaso irónica, acaso para otros (as) mística, de espiritualidad laica, a don Vidente Undurraja (sic), excelentísimo editor, rutilante pluma, jubiloso juglar, Ubú Rey de Santiago Centro, antimaricón benemérito, y sincero amante de la literatura, de Erick Sven Pohlhammer Boccardo, a 12 de mayo de 2007, Chile, Sudamérica”. Está en esas palabras improvisadas y regadas todo o casi todo el espíritu de su poesía: juegos y citas, risas, exageraciones y calidez.
Hubo, en estos últimos años, una vuelta de Pohlhammer a la escena. Entiendo que ciertas seriedades no logran tomarlo en serio, pero eso lo tenía sin cuidado. Su escritura más bien, al decir de Martín Hopenhayn, “cuida el poema para que no pierda su aire de descuido, de lo dicho al pasar”. Lo dice en el prólogo a Helicópteros, su poesía reunida por Ernesto Pfeiffer en 2022 en Ediciones Universidad de Valparaíso. Recuperación que se suma al rescate, ese mismo año, de su libro esencial, Gracias por la atención dispensada, por parte de Ediciones Bastante, y a la reciente recopilación de sus crónicas futbolísticas, Pelota muerta, por Editorial Aparte.
No le agregaba drama a la vida, que ya los tiene en cantidad suficiente. Al contrario, a medida que pasaban los años se preguntaba más y más, como el filósofo Clément Rosset, por la alegría y sus paradojas: escribió cada vez más odas a la felicidad que hacen suya la vieja idea de que hacia ella tiende todo; poemas celebratorios de la vida y del mundo en los que pide “un aplauso cerrado / por el creador de la roca y el agua / por la lluvia generosa / el milagro del aire”. El último texto que incluye Helicópteros, fechado en junio de 2022 y agrupado en la sección de poemas escritos en la UTI, consta de solo dos versos: “Vivió con ganas de vivir / de morir murió con ganas”. Líneas que en los hechos tuvo el coraje de refrendar pues, como fuera informado en reportajes recientes, al enterarse de que tenía un tumor en el cerebro quiso irse del hospital a morir en lo suyo.
Poemas de amor, rezos reinventados, himnos de juego y amistad; todos son en el fondo hermosas ofrendas del poeta que escribió “Yo nunca le he metido un gol a nadie”; ofrendas de las cuales hay dos que quisiera destacar hoy día en que ha muerto a los 68 años. La que le dedicó a Ernesto Rodríguez, donde cuenta que se robó (“me chorié”) una pera del supermercado Unimarc y que, aunque hambriento, en vez de comérsela se la regala al destinatario del poema en una “actitud propicia para un Propercio como tú / equilibrista de trapecios invisibles”, y ya por último el que quizás sea su obra maestra, “Poema a mi hijo Martín”, largo y hermoso texto que, para quedarnos un momento con la ilusión de que los muertos no se restan de las conversaciones, prefiero, en vez de comentar, citar en su comienzo:
Sol que la Gracia Amorosa
por los muslos hermosos quiso subir
de Andrea en la aurora del siglo maduro. Yo
soy hijo también, tuyo:
me educa tu mirada sin ansia sin juicio sin mal. Por eso
hálito de mi hálito, de mi piel, piel de nadie
siento que no siento congruente
decirte nada.
Mis primeras estrellas que fueron mis padres
no me dieron —que recuerde— consejos
y si robé
la vergüenza me enseñó que no era necesario. Te quiero
infinitamente y el sentimiento amoroso
impulsa el ritmo que pulsa las cuerdas
de esta guitarra paternal que estoy tocando, dulzura bienaventurada
ojos de agua, manantial sagrado, dientes de las más
tiernas nieves, ternura mía, comisura
blanda y pura
suave y sin causa.
(…)