Insomnios con Flora

En medio de la gira promocional de una novela, la escritora argentina encuentra en los libros de Flora Tristán (1803- 1844) un paliativo contra esa angustia que acecha de madrugada o antes del amanecer, cuando en teoría todos duermen menos uno(a). Pero este no es sino el punto de arranque de una crónica que resitúa el carácter vanguardista de la autora de Unión obrera y Peregrinaciones de una paria, trabajos insoslayables para entender la historia del feminismo y el socialismo.

por María Sonia Cristoff I 4 Abril 2024

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Tuve, hace mucho, una época de insomnios autoinducidos. Fue cuando conseguí mi primer trabajo estable: era tal el pánico escénico que me daba entrar a ese curso en el que me esperaban adolescentes furiosos a los que yo tendría que dar clases de literatura, que deliberadamente me restaba horas de sueño para así poder enfrentarlos luego, en las mañanas, medio ausente, como ida, en medio de esa bruma mental que provoca la falta de sueño. El insomnio me generaba una especie de capa protectora, de escafandra que me ponía a salvo. Supongo que algo en mi inconsciente almacenó la estrategia como una forma posible de sobrevivir a ciertas cosas y entonces, frente a algunas situaciones —precisamente frente a situaciones como en la que estoy ahora, una serie de viajes concatenados por un libro mío que acaba de traducirse—, activa esos insomnios en forma automática. Pero ocurre que esta vez, en este viaje, algo se desbandó, se fue de cauce y entonces los insomnios, que suelen ser funcionales, que duran lo suficiente como para generar esa capa protectora pero también para dejarme con las habilidades intactas para, por ejemplo, contestar al día siguiente la misma pregunta mil veces sin perder la imaginación ni el humor, esta vez en cambio, decía, están tomando casi toda mi atención, están distrayéndome por completo de lo que acá me trajo, están concentrándome únicamente en las derivas de la noche.

Al principio de esta escalada hubo una película. En el desvelo de la primera noche que pasé acá, en Lyon, quise asomarme a la ventana para mirar el río Saona que pasa justo frente a mi cuarto, pero una ráfaga helada me disuadió rápidamente. Me puse entonces a buscar películas en mi laptop y, guiada solamente por un criterio que aborrezco, una estrategia burdamente explotada por las series, aun por las que me gustan, que es el de mirar películas para conocer la ciudad en la que las cosas transcurren, elegí una que se llama Regreso a Lyon. Esa es una de las cosas que también me atrae de estos insomnios: la facilidad con la que, en ese tiempo suspendido, contradigo mis convicciones más férreas. Así fue que di con esta película de Claudia von Alemann en la cual una historiadora alemana, en medio de una crisis con su profesión y con su pareja, decide viajar a Lyon tras los pasos de Flora Tristán, la escritora y activista que, durante todo el año 1844, convencida de que había que ir más allá del gran centro aglutinador que ya por entonces era París, viaja por las ciudades del sur de Francia difundiendo las ideas socialistas y feministas que ha venido articulando toda su vida y que acaba de sintetizar, apenas un año antes, en su libro Unión obrera, cuya primera edición fue financiada, entre otros, por Eugene Sue, Victor Considerant y George Sand.

Me había comprado Peregrinaciones de una paria, el libro de Flora más conocido, en una librería de usados de Lima, precisamente en otro de estos viajes de promoción. Un ejemplar curioso: el dueño anterior se había esmerado en conseguir un buen marcador negro, de trazo grueso, para escribir la palabra AMOR, así enorme, desorbitada, atravesando el borde de las páginas. Me acuerdo de haber buscado alguna otra pista de esa línea amorosa entre los subrayados, en algún papel suelto que estuviera dentro del libro, pero nada. Deduje entonces que ese mensaje no estaba destinado a alguien por fuera del libro, alguien a quien esa persona se lo hubiese regalado o a quien se lo estuviera agradeciendo, sino a la propia Flora. Y deduje bien. Es uno de los efectos posibles. Voy por mi quinta noche leyendo a Flora, en este libro y en los otros también, que están todos en algún lugar de la web, leyendo incluso a otros que escribieron sobre Flora, voy quedándome despierta muchas horas más de las que aconseja la táctica del insomnio como escafandra, voy trazando en un mapa caminatas tras los pasos de Flora y, en vez de revisar los textos que escribí para algunas de las mesas de este viaje concatenado, voy pasando de la capa protectora a la obnubilación. Voy comportándome, en fin, como una enamorada.

Proponía (…) generar la unión de todos los obreros y obreras del mundo (…), un punto central de su propuesta que muy pronto sería retomado por Karl Marx y Friedrich Engels, con quienes compartió varios encuentros en París, en las páginas del Manifiesto comunista. La famosa frase ‘¡Proletarios del mundo, uníos!’, viene de Flora, entonces, y en ella la invocación implicaba, al contrario de lo que después pasó con tantos marxistas, la participación activa de las mujeres.

La historiadora alemana, como yo misma quisiera hacer si no fuera que una charla se empalma con otra, un encuentro con otro, sigue los rastros de Flora en esta ciudad que, por su pasado de luchas obreras trascendentales, le supo generar tantas expectativas. Y no se equivocaba, en parte: con una colecta que los obreros hicieron en una sola reunión imprimió acá una tercera edición de cuatro mil ejemplares de Unión obrera. Esta ciudad debería ser la sede, dice ahí Flora, del primer Palacio de los Proletarios, un proyecto suyo que, inspirado en las ideas cooperativistas de Charles Fourier y de Robert Owen, proponía crear colectivos urbanos donde funcionaran centros de trabajo industrial y agrícola, escuelas para niños y adultos —con especial énfasis en las mujeres—, además de plazas para juegos, hospitales y hospicios; un centro urbano que, en paralelo, fuera también uno de los puntales para generar la unión de todos los obreros y obreras del mundo por la que venía batallando Flora Tristán desde sus escritos, un punto central de su propuesta que muy pronto sería retomado por Karl Marx y Friedrich Engels, con quienes compartió varios encuentros en París, en las páginas del Manifiesto comunista. La famosa frase “¡Proletarios del mundo, uníos!”, viene de Flora, entonces, y en ella la invocación implicaba, al contrario de lo que después pasó con tantos marxistas, la participación activa de las mujeres.

Antes de estas Peregrinaciones que lamento tanto estar leyendo en versión digital, lejos de aquel amor subrayado en el borde de las páginas, Flora publicó dos textos breves: “De la necesidad de dar buena acogida a las mujeres extranjeras” y “Petición para el restablecimiento del divorcio”. En el primero, de 1835, se propone fundar una asociación para ayudar a mujeres abandonadas y perseguidas, todas parias “frente al sacerdote, el legislador, el filósofo”, que en ella nunca se trata de la idea romantizada de la paria, del personaje que circula por el mundo sin encontrar su lugar, sino más bien de la víctima de una desigualdad frente a la ley y, por ende, frente a la sociedad. El otro texto previo, de 1837, es brevísimo, tan breve como bombástico, y se trata de una Carta pública en la que exige a los diputados de la Asamblea Nacional de Francia que vuelvan a restablecer el derecho al divorcio que Napoléon había derogado. “Deseo que no vean mi solicitud solo como un hecho individual”, empieza Flora, consecuente con su activismo. Con lo de “hecho individual” se refería a la persecución que sobre ella ejercía su marido y padre de sus tres hijos, André Chazal, un artista mediocre y dueño de un taller de grabado con quien la madre de Flora, acosada por las deudas, la había obligado a casarse antes de cumplir los 20 años. Lo de persecución no es una figura retórica: en su Peregrinaciones, Flora detalla la cantidad de veces que tuvo que huir de París para evitar que Chazal la matara, como de hecho intentó hacerlo más adelante, con un disparo por la espalda en plena calle, lo que significó para él la cárcel y para ella una convalecencia de tres meses bien complicada. Cuando se repuso, Flora hizo una serie de reclamos legales, hasta que logró que sus hijos no llevaran más legalmente el apellido de su padre.

¿Será esa vehemencia para ir al fondo de lo que tenga para decir, sin medir las consecuencias, lo que me fascina de Flora?, me pregunto; ¿será ese contraste con una época como esta, en la cual los mundillos literarios están tan saturados de autocensura y remilgos, de tanta estrategia de posicionamiento autoral, de falsas polémicas?

En Peregrinaciones de una paria, Flora cuenta experiencias que vivió durante el año largo, entre abril de 1833 y julio de 1834, que pasó en Perú reclamando a su tío la herencia que le correspondía por parte de su padre, que había muerto súbitamente cuando ella era una niña y cuando, dicen, estaba justo por legalizar en Francia el matrimonio que, por coerciones del contexto histórico, había contraído solo por la iglesia con la madre de Flora, cuando los dos vivían circunstancialmente en España. Si así lo hubiese hecho, Flora no habría tenido que padecer durante tantos años la pobreza extrema, porque su familia peruana era riquísima y, como suele suceder en todas las épocas y lugares, por eso mismo también poderosísima. Su tío Juan Pío Camilo de Tristán y Moscoso, más conocido como Pío Tristán, hermano de su padre y verdadera bestia negra de estas Peregrinaciones, se formó militarmente en Francia y en España, para después volver a Perú con el grado de coronel. Cuando Flora escribe este libro, a su vuelta a Francia, ya ha aprendido varias cosas, entre ellas el poder que puede tener una estrategia narrativa bien usada, así es que, sin tener que llenarse la boca de epítetos, se limita a citar un artículo aparecido en uno de los diarios más leídos de Arequipa, donde su tío tenía sus cuarteles, que dice así: “Si deseáis un hombre de honor, pero que falte continuamente a sus juramentos, ya sea como magistrado o como particular y cuya mala fe sea conocida en todas las naciones europeas, como se puede ver en el Atlas histórico escrito en París por el Conde de Las Casas, elegid al señor Tristán. Si queréis un hombre de espíritu y de raro talento para engañar a todo el mundo, como lo hizo con Manuel Belgrano, con quien falseó todos los convenios, nombrad al señor Tristán. Si queréis un hombre poseedor de un olfato particular para descubrir a los verdaderos patriotas y perseguirlos hasta la tumba, tomad al señor Tristán”. Y así sucesivamente. Cómo extraño el tono polemista de la prensa del XIX, pienso, mientras sigo leyendo.

No es de extrañar, entonces, que ese mismo tío se agarre, para negarle la herencia, de un párrafo que la propia Flora escribe en la carta de 1829 dirigida a él, donde sintetiza cómo habían sido exactamente los vericuetos legales de la unión de sus padres y cómo es que por eso su madre, una vez viuda, quedó en la ruina total. Hija natural, resume el tío en la respuesta que le escribe al año siguiente. Te recibiré en Perú, le asegura, te querré como a una sobrina, incluso como a una hija, pero no podré acceder a tu reclamo de herencia porque, como tú misma has dicho, eres hija natural. En sus Peregrinaciones, Flora apunta que uno de los tantos abogados y miembros de tribunales con los que conversó tratando de batallar contra su tío, más precisamente el presidente de la Corte en Arequipa, le dice, sin vueltas, que ella misma se cortó la cabeza en cuatro con esa carta. Cuando su tío logró hacerse de un ejemplar de Peregrinaciones de una paria, no solo se enfureció sino que le quitó la magra pensión que había consentido en darle en compensación por la herencia que le negaba y, además, seguramente instigó para que el arzobispo Goyeneche, tildado de amarrete en esas páginas, quemara los ejemplares en la plaza pública. Literal. ¿Será esa vehemencia para ir al fondo de lo que tenga para decir, sin medir las consecuencias, lo que me fascina de Flora?, me pregunto; ¿será ese contraste con una época como esta, en la cual los mundillos literarios están tan saturados de autocensura y remilgos, de tanta estrategia de posicionamiento autoral, de falsas polémicas?

Sí, había leído bien, comprobé al volver a mi cama ya a esta altura convertida en un escritorio desbordado, la ciudad monstruo, exactamente el nombre con el que, siguiendo mi aversión a incluir topónimos explícitos en mis novelas, llamé infinidad de veces a la ciudad de Buenos Aires en una novela que publiqué en 2017, mucho antes de haber leído algo de Flora Tristán. El hallazgo me confirmó lo que muchas veces creo, y fundamentalmente siento, que es esa especie de conexión telepática, de diálogo activo que se da con nuestros interlocutores literarios, no importa de qué época y lugar.

La historiadora alemana va registrando en un grabadorcito ochentero el sonido de sus propios pasos mientras busca el hotel en el que Flora se hospedaba, la plaza que desde ahí se veía y el punto exacto de la costa del río en el que trabajaba a diario, con el agua hasta la cintura, Éléonore Blanc, la lavandera que se hizo íntima de Flora. Y Éléonore fue también quien rescató los manuscritos del Diario de esa gira por el sur de Francia que después pasó a ser El tour de Francia, libro que estuvo años en la sombra, más de un siglo, antes de ser publicado por primera vez en 1973, un diario de viaje en el que se siente la necesidad de propagar un ideario tanto como se siente la muerte que le pisa a Flora los talones y que, por no haberse detenido ni un segundo, la encontrará en este mismo viaje por las ciudades francesas del sur, en noviembre de 1844, a los 41 años. El estilo de El tour de Francia es vehemente, la necesidad de decir acuciante, la convicción de que lo dicho tendrá efectos contundentes sobre la marcha del mundo es total. ¿Será eso también, esa confianza en la capacidad performática de la escritura que también tuvieron las vanguardias, lo que añoro?

Fue en una de estas noches, no me acuerdo en cuál precisamente, que me puse a leer Paseos en Londres. Bajo este título que, al igual que Peregrinaciones, sugiere una liviandad que se desvanece ya en las primeras páginas, Flora reunió las observaciones críticas que escribió —viajando por Londres pero también por Manchester y Birmingham, auténticas usinas para el desarrollo capitalista— acerca del así llamado progreso, de las injusticias que venían con él, de los desplazados que dejaba boyando por las calles o haciendo cola para conseguir empleos que los tendrían trabajando a la sombra, sin derecho alguno, durante 12 horas por día mínimo. Fue en una de estas noches, venía diciendo, que leí que, antes que llamarlo con ese título de levedad aparente, Flora decidió llamar a este libro La ciudad monstruo. Me acuerdo del zumbido que escuché al leer esa frase, una especie de alarma que se activa en mí cuando algo me afecta demasiado. Me levanté a lavarme la cara con agua fría, como para recobrar alguna pizca de lucidez. Sí, había leído bien, comprobé al volver a mi cama ya a esta altura convertida en un escritorio desbordado, la ciudad monstruo, exactamente el nombre con el que, siguiendo mi aversión a incluir topónimos explícitos en mis novelas, llamé infinidad de veces a la ciudad de Buenos Aires en una novela que publiqué en 2017, mucho antes de haber leído algo de Flora Tristán. El hallazgo me confirmó lo que muchas veces creo, y fundamentalmente siento, que es esa especie de conexión telepática, de diálogo activo que se da con nuestros interlocutores literarios, no importa de qué época y lugar.

Después de agotarse con esas caminatas, la historiadora alemana vuelve al hotel que también, como el mío, mira al río. También ella toma notas en un teclado y tiene insomnio. En un momento va a ver a una librera y anticuaria, en busca de reproducciones de grabados del año en el que Flora anduvo por acá; en otro momento va a ver a un historiador a quien le hace escuchar sus pasos grabados. Sí, pero qué tiene que ver eso con la Historia, le pregunta él, y ella, que está tratando de pensar desde otro ángulo lo que hasta ahora había sido su profesión, le habla de la importancia de recorrer ciertos escenarios para imaginar los colores que un personaje vio, los sonidos que escuchó, los aromas que olió. Se pregunta si no será esa la manera de pasar a la acción, en vez de quedarse en una contemplación pasiva. Sus caminatas tras los pasos de Flora, entonces, no como una mera conmemoración sino como una forma de repensar un abordaje, una práctica de la narración. Me pregunto si no será eso, la necesidad de repensar algunas prácticas, más que el amor o además del amor, lo que me tiene desbordadamente insomne en este viaje. Me pregunto si lo que Flora no estará recordándome en esta larga noche, en este viaje concatenado que no es más que una de las tantas demandas que hoy en día impone la salida de un libro, es la necesidad de practicar una paradójica anacronía, un poco eso que plantea Agamben cuando se pregunta por lo contemporáneo, esa necesidad de no plegarnos plenamente a una época, esa necesidad de no dejarnos enceguecer por las luces del siglo para, en cambio, ser capaces de vislumbrar en ellas “la parte de la sombra, su íntima oscuridad”.

 

Ilustración: Paola Irazábal.

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