Este sábado, a los 83 años, falleció el autor de La Moneda y otros poemas (1976), Trabajos en la vía (1987) y Bar abierto (2019), por nombrar algunos de sus libros más importantes. En este texto-homenaje, la autora de Hábitat señala que “Hernán Miranda supo tempranamente que nada volvía a repetirse, y ante esa certeza su escritura no fue solo un registro de imágenes diáfanas, directas, expansivas —como la observación de una mancha de sangre en el pavimento—, sino también un lugar sencillo, sólido, un ágora que convocó y posibilitó a través de la palabra el encuentro consigo y con los demás”.
por Milagros Abalo I 23 Diciembre 2024
La combinación de los verbos contenidos en su apellido, “mira” y “anda”, se puede pensar como una entrada, no la única, claro, por la diversidad de su obra, pero una posible para leer sus más de 10 libros de poesía, entre los cuales destacan Arte de vaticinar (1970), La Moneda y otros poemas (1976), por el que fue reconocido con el Premio Casa de Las Américas, De este anodino tiempo diurno (1990), Morado (2011) o Bar abierto (2019).
De su andar y de la libre observación de sí, de la realidad ida o circundante, se nutrió gran parte de la escritura de Hernán Miranda Casanova (1941-2024): “Ahí estoy / a la orilla mirando pasar a estas sombras”. Y tuvo la virtud de congregar en su mano abierta y extendida a una gran multitud de personas y personajes que circulan y van ocupando un lugar irremplazable en sus poemas. La humanidad acude y se congrega, el Yo se desplaza sin alarde, y la ciudad se vuelve en sus versos sujeto principal; se habita y se establecen conexiones vitales.
Miranda hace participar realidades simultáneas y algunas veces intercala las voces de dichas realidades. En ese correlato las vidas de su gente son descifradas a la luz de otras vidas de la historia o de episodios que quedaron marcados a fuego en el espacio y en el tiempo del mundo. Por ejemplo, la de su madre Berta, que busca en el patio de infancia las balas de una batalla, o la de su padre Manuel, desafortunado tocayo del afortunado Manuel I de Portugal; no son menos que las vidas oficiales, parece decirnos el poeta y les otorga una luminosa dignidad, igual de significativas son las victorias que se conquistan a diario, machacando la piedra de lo doméstico. Habría que agregar o rematar, parafraseando los versos finales de un poema titulado “El roble de Maroto”, “nadie escapa a la derrota final”. La presencia y el testimonio tanto personal como colectivo queda plasmado en sus poemas, y esos testimonios están conformados por las pequeñas grietas en la triunfante fachada de un país que, a ojos del poeta, todavía no termina de nacer.
En otros poemas, Hernán Miranda suma, sigue y nombra también a los que conoció no por vía sanguínea, sino circunstancial —cada uno en su particularidad, ninguno igual al otro—, y que murieron en el oscuro vuelco de nuestra historia, como el joven y alegre Freddy Taberna, que de un golpe el Golpe lo asesinó, o sus amigos Sergio Contreras y Daniel Escobar, que fueron llevados arriba de un camión de fusilamiento, imagen que queda con especial tristeza en la retina del lector. Todos desaparecieron de la ciudad (ciudad deshabitada y devastada), mas no de sus páginas ni de su memoria, donde vuelven a estar presentes y a ser honrados.
Presentes y honrados también están sus amigos literarios, como en el poema dedicado a Stella Díaz Varín, u otro donde el poeta crea en su imaginario un encuentro con Jorge Teillier y Rolando Cárdenas en la Unión Chica, con caña de vino y pedazo de pan en mano, escena en la que hacen eco estos versos de otro poema: “Somos los mismos. Los que tuvimos un día / la capacidad de asombrarse”.
Miranda vio y habitó con cariño los espacios de la humanidad, y en ellos advirtió lo que no todos; con lo simple construye, con absoluta distinción, lo complejo: la irrupción de una araña, un encendedor, una paloma pasando arriba de la cabeza, un Cristo entrando en Santiago, o el quebradizo Yo en sus poemas de amor. Todo lo que toca se amalgama con la bondad de alguien que conoció el desamparo de lo que nombra, y sus poemas se fundan y navegan como una tabla de salvación en esos mares: escribir para sí o para “alguna alma desventurada / en parecida situación”.
Sus versos llanos se unen en las páginas con el aliento libre de la crónica, y se unen también las imágenes que a ellos acuden —poeta de imágenes nítidas. Algo religioso hay, no por la creencia de una doctrina que sea profesada, sino más bien por la raíz de la palabra. Miranda ofrece el espacio cotidiano de su escritura como un lugar que tiende puentes, que vuelve a unir distintas experiencias de lo humano, como iglesias de puertas abiertas donde entra un perro callejero. Su “mirada encaja en otras miradas”. Religión de la calle, del encuentro. Y la calle en sus poemas tiene nombre y tiene fecha y, por lo tanto, hechos (políticos y sociales), pues no es solo el escenario donde se instalan los seres de la historia y de su historia, sino también un protagonista mudo que ve pasar la vida ante sus ojos —un testigo que acompaña, igual que el poeta. Y su mirada es la de un testigo no tanto porque el azar lo haya depositado ahí cuando pasaba algo, sino porque permaneció al borde, alerta, callado, captando los detalles de la existencia: “Es tiempo de vivir / con el ojo atento a cada nuevo detalle”.
Lo universal brota en las imágenes de sus poemas. Esta frase de Novalis: “La poesía eleva todo lo singular mediante una conexión peculiar con el todo restante”, podría leerse en sintonía con lo que escribió Miranda: “Al poema le es dado envolverlo todo, / evidenciar las relaciones que hacen posible / la armonía del caos”.
El poeta se pone en movimiento junto al mundo, y con la licencia que el arte de la poesía otorga, se desplaza y transita como un viajero, con las manos libres para tomar nota. De hecho, “soy el que mira y toma nota”, escribió. De la Alameda, Buena Esperanza, Chacabuco, Quilpué, de su natal Quillota, de la Casa de Orates donde estuvo su padre, del paisaje, de Chile. La escritura es un viaje, en algún sentido, un regreso a los lugares comunes, los de siempre, “el modo más heroico de viajar / es quedarse quieto en su sitio”, sumergirse en la memoria de lo vivido: viaje por lo mismo inconcluso, igual a todo recuerdo, como el recuerdo despedazado en las líneas del tren —cerca del lugar donde creció Hernán Miranda—, de la pálida Doralisa en uno de sus poemas más conmovedores: “Yo sé que tú eres la misma de hace 20 años, Doralisa, / y que nada ha cambiado para ti, para nosotros / que habías de eternizar tu juventud y mi niñez / en ese día y esa hora —las 14”.
Hernán Miranda supo tempranamente que nada volvía a repetirse, y ante esa certeza su escritura no fue solo un registro de imágenes diáfanas, directas, expansivas —como la observación de una mancha de sangre en el pavimento—, sino también un lugar sencillo, sólido, un ágora que convocó y posibilitó a través de la palabra el encuentro consigo y con los demás. Y lo felizmente oportuno no fue otra cosa que los breves instantes forjados.
Poesía silenciosa, retraída como la noticia de su muerte el primer día de este verano; pero nada se pierde de vista, y todo tiene su lugar, como la imagen de la Cordillera de los Andes en muchos de sus poemas, o la de su autor en el horizonte de la poesía chilena.