Aïcha Liviana Messina: entre la guerra, la paz y la filosofía

La académica y filósofa acaba de publicar La anarquía de la paz, un libro que incita a reflexionar sobre las violencias que nos constituyen y sobre cómo el orden y el caos pueden ser realidades intercambiables. A partir de ahí, en esta entrevista habla sobre el estallido social, el proceso constituyente y sobre el lugar del pensamiento en el mundo: “El intelectual público que más me interesa es Sócrates”, dice, porque “es a la vez distante y comprometido”.

por Juan Rodríguez M. I 4 Enero 2022

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Fue una guerra, una guerra de ocupación durante la segunda mitad del siglo XIX, pero la llamamos “pacificación”. Desde entonces la Araucanía es territorio chileno y el conflicto sigue. Podríamos decir que hay ahí un uso mañoso, deshonesto de la palabra paz. O podemos pensar (pensar no es nunca justificar), preguntarnos por la relación entre guerra y paz, violencia y ley, caos y orden, locura y razón. Justamente en La guerra y la paz, uno de los personajes de Tolstoi dice: “Para mí, la paz universal es posible, pero…, no sé cómo decirlo…, pero esto no traerá nunca el equilibrio político”.

Guerra y paz pueden ser expresiones literales, y también conceptos para intentar comprender los inasibles y equívocos asuntos humanos: desde una ocupación militar a nuestra conciencia llena de inconciencia, diría Freud. En esos embrollos reales y conceptuales se mete la filósofa Aïcha Liviana Messina, directora del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales, en su libro más reciente: La anarquía de la paz. Es un ensayo sobre Emmanuel Levinas y la filosofía política que, desde el título, plantea una paradoja; porque, ¿quién piensa en anarquía, y no, por ejemplo, en calma cuando le dicen paz?

Lo hace Levinas y con él, Messina. Ella, al plantearle ese aparente contrasentido, dice: “Es una invitación a entender de otra manera nuestra realidad; por ende, a relacionarnos de otra manera con ella. Tradicionalmente, la paz es pensada como orden y la guerra como caos. En esa configuración la paz es pensada en un sentido policial, requiere de los guardianes de la paz, es decir, las fuerzas del orden. Guerra y paz se confunden. La paz es una forma de la guerra; se consigue solo a través de la guerra”.

 

¿Eso significa que todo es violencia?
Significa que la violencia es originaria: es constitutiva de nuestro ser y de nuestra realidad. Le da forma y su forma es expansiva. Para Levinas la paz es un desajuste, una tensión. Es algo que cuestiona el ser, pero no que lo sustituye. La paz pensada en términos de “anarquía” cuestiona el orden, el origen, pero no remite a otro orden u origen. La paz es una desestabilización vivida al interior de nuestra violencia originaria… originaria e ineludible.

 

Lo que me ha parecido notable con la propuesta de redactar una nueva Constitución, es que el mayor asunto político estaba y está relacionado con quiénes iban a participar de este proceso. El problema no es entonces una Constitución que gira alrededor de una idea, la idea de derechos humanos o de república o de trabajo. La pelea política se concentró sobre quiénes iban a redactar la Constitución, sobre el tema de la paridad, los escaños reservados, los pueblos originarios.

 

¿Se puede salir de la violencia?
Lo importante no es salir de la violencia, pues es imposible, sería salir del ser, es decir, abstraerse de la realidad, considerarse un cuerpo sin extensión, quizás un ángel. Lo importante es cuestionar las violencias que nos constituyen. El horror de la guerra es justamente que uno ya no ve la violencia que se ejerce, es tan inmanente que se legitima e incluso se blanquea. La jerarquía militar, si lo pensamos, es extremadamente ordenada, incluso moral. Lo mismo vale para la militancia política. La “anarquía de la paz” es el acontecimiento de un desorden dentro de ese orden. Solamente este imperceptible desorden hace que antes de ejecutar una orden o una sentencia, pensemos. La paz, “la anarquía de la paz”, este desajuste, esto que Levinas llama la sorpresa del encuentro, es lo que nos permite cuestionarnos dentro de nuestras violencias. De alguna manera, es el choque que abre al pensamiento. Levinas lo llama también “traumatismo del pensamiento”.

 

Hay una frase que se ha repetido desde el 18 de octubre de 2019: “Hay que condenar la violencia venga de donde venga”. Sumemos a eso que el acuerdo político que abrió el proceso constituyente es también un “acuerdo por la paz”.
Yo no creo que haya que condenar la violencia “venga de donde venga”. Me parece una posición que no puede ir mucho más lejos que el principio que enuncia. Y, por otro lado, pienso, los discursos que justifican la violencia según los fines siguen siendo discursos incapaces de pensar la violencia, pues se remiten a esos fines, nunca a la violencia en sí. Creo que las dos posiciones terminan siendo violentas. La primera se preserva en la abstracción del principio; la segunda, en la justificación que ve en el fin, y que también es una abstracción. Ninguna de las dos encara la violencia, nuestra violencia.

 

O sea, más allá de justificar o condenar la violencia, hay que pensarla.
Respecto a la violencia política, me parece, una tarea es justamente tratar de pensarla por sí misma. Podemos pensar, por ejemplo, en cierta violencia que hubo en el llamado mayo feminista. Una de estas violencias estaba en los cuerpos. La desnudez, en ciertos contextos, es violenta. Hay reglas que definen hasta qué punto podemos desvestirnos (la violencia se define siempre en relación con un marco legal, en la naturaleza no hay violencia, hay fuerza). Pero en una manifestación, en una marcha, el modo en el que se presenta un cuerpo es un fin en sí mismo. Es una violencia que ya produce un cambio en la mirada, en la relación sujeto-objeto, en la historia de los cuerpos, en su representación, en su manera de constituirse como objeto del deseo, sujeto político, etcétera. En este caso, entonces, la violencia no se mide de acuerdo con un fin, no es un mero medio, opera aquí y ahora una transformación. Me parece que políticamente es realmente muy impresionante, y valiente. Pues ahí uno no se esconde detrás del discurso de los fines. Esto de pensar la violencia hic e nunc, aquí y ahora, pensar la violencia como fenómeno y no como medio, es un ejercicio filosófico exigente. No lo tengo aún del todo claro.

 

Hay algo revolucionario en la filosofía, pero en el silencio que deja entre nosotros y nosotras. En el silencio que deja en el mundo, cambia el modo de pensar, de desear, de relacionarnos, de vivir el tiempo, entonces de vivir la vejez y la juventud. Esto es lo formidable de la filosofía. Es una contradicción viva y mortal.

 

¿Puede entenderse el proceso constitucional chileno —en todo lo que tiene de hablar, de disputar, de entenderse y malentenderse, en todo lo que tiene de esperanzador e incierto, incluso en lo que tiene de lugar y momento para oír voces y ver rostros que no se habían oído ni visto en los asuntos públicos—, puede entenderse, digo, como esa paz de la que habla Levinas, incluso como un asunto ético y no solo político?
La pregunta ya indica que el “acuerdo por la paz” nos enfrenta al problema de “quién” firmaría el acuerdo. La paz se simboliza a través de un apretón de manos. Lo que me ha parecido notable con la propuesta de redactar una nueva Constitución, es que el mayor asunto político estaba y está relacionado con quiénes iban a participar de este proceso. El problema no es entonces una Constitución que gira alrededor de una idea, la idea de derechos humanos o de república o de trabajo. La pelea política se concentró sobre quiénes iban a redactar la Constitución, sobre el tema de la paridad, los escaños reservados, los pueblos originarios. Nos es menor. Todo el asunto, obviamente, es que este “quién” no se repliegue en una dimensión identitaria, que el “quién” sea también pregunta y no solo respuesta; y que esta pregunta por el “quién” nos permita volver a preguntarnos por nuestras historias, que no son nunca fijas: somos maneras de contar la historia.

 

¿Y hay algo de la “anarquía de la paz” en eso?
Quizás sí se pueda pensar en la paz en su dimensión anárquica, en el sentido de que si se abre la pregunta por quiénes somos, no tenemos categorías tan fijas para leer la historia, no estamos tan cómodamente ordenados en un relato, estamos suspendidos… Eso es la “ética” en Levinas: no es un orden, una configuración política, no es una moral, un deber ser; la ética es un estar en cuestión sin amparo, sin certezas.

 

A propósito de ética: la pandemia nos ha enfrentado a decisiones sobre vida y muerte, libertades y restricciones; otro tanto ocurre con la emergencia climática, con la tecnología y, bueno, también con las elecciones presidenciales en Chile, donde, como dijiste en una columna en The Clinic, “votar, no votar, votar en blanco, no es un voto más; es una palabra, una decisión, una relación, y por cierto pesará”. ¿Qué lugar le cabe a la filosofía en los asuntos públicos? ¿La distancia o el compromiso?
El intelectual público que más me interesa es Sócrates. Habla para no decir nada, suspende toda posición, pero no tiene un juicio de valor; y, sin embargo, no deja nada intacto, tanto que al final lo condenan a muerte. Y en su juicio ironiza también su condena al afirmar que no le puede temer a la muerte, puesto que no sabe lo que es… Lo interesante es que Sócrates es a la vez distante y comprometido: donde cuestiona se abstrae, donde se abstrae lo condenan. ¿Por qué? Porque produce en el mundo, lleno de nuestros saberes y juicios de valor, una rarefacción que no deja nada intacto. Hay algo revolucionario en la filosofía, pero en el silencio que deja entre nosotros y nosotras. En el silencio que deja en el mundo, cambia el modo de pensar, de desear, de relacionarnos, de vivir el tiempo, entonces de vivir la vejez y la juventud. Esto es lo formidable de la filosofía. Es una contradicción viva y mortal.

 

¿Dirías que la filosofía en Chile ha cumplido con su rol público o mundano?
Lo que me parece interesante es que los que cumplen este rol no son necesariamente formados en filosofía, en su sentido disciplinar. Pienso, por ejemplo, en la escritura y en la palabra pública de Constanza Michelson. Cuando la leí por primera vez, vi un pensamiento que no se deja atrapar, pero que se expone, se exhibe. Es algo violento, como una acción política que trabaja desde los cuerpos. Pero es también algo solitario, que no tiene amparo, o no tanto amparo. Es notable que existan voces y escrituras así. No solamente en Chile. En cualquier parte del mundo leer en la prensa un pensamiento que resiste el dogmatismo es feliz y prometedor. Pero obviamente no es algo que se puede instalar. Lo que se instala en la prensa es lo instalable.

 

La anarquía de la paz, Aïcha Liviana Messina (traducción del francés: Luis Felipe Alarcón), Ediciones UDP, 2021, 251 páginas, $25.000.

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