Leer por estudio, subrayando líneas o marcando con destacador párrafos enteros, no es la única ni la mejor forma de abordar un libro, plantea el poeta Andrés Anwandter. Y no lo hace por fetichismo, sino porque ve en el acto de tachar, marcar o incluso escribir en los bordes, una forma de entorpecer la experiencia misma de leer, sobre todo cuando se trata de poesía. Porque muchas veces no hay nada que entender, ningún conocimiento que extraer, nada útil que ganar. Para el autor de este ensayo, más que la evocación de un placer, los libros anotados muchas veces parecen una mesa de autopsias.
por Andrés Anwandter I 11 Junio 2019
Hace poco me encontré en Twitter con un debate sobre el subrayado de libros. La verdad, “debate” es una exageración, porque todo el mundo básicamente coincidía en lo mismo: que los libros eran para subrayarlos o, en un gesto relacionado, para escribir sobre ellos. Con lápiz grafito o con tinta indeleble, con destacador fluorescente, con distintos colores según elaborados criterios personales, garrapateando además, en los márgenes, notas de lectura, etc. Leer un libro conllevaba, para todos, rayarlo de una u otra forma, evidenciando así una lectura atenta, analítica o inquisidora. Estaban, así, totalmente de acuerdo con las palabras del crítico George Steiner: “El intelectual es simplemente un ser humano que tiene un lápiz en la mano cuando lee un libro”. No hice ninguna contribución a este curioso consenso, no solo porque en general carezco de la gracia que admiro en otras personas para meter baza en las redes sociales, sino porque en este punto disiento absolutamente: yo no subrayo los libros. De hecho, tengo un vago horror sagrado a subrayarlos, y me carga leer libros subrayados por otros.
Algunos amigos han tachado de “fetichismo” esta preferencia por los libros ojalá sin marcas, lo que no me molesta en absoluto: más allá de no estar bien utilizada en este caso, fetichismo no es una mala palabra. Y lo mismo se podría hablar del fetichismo por el párrafo, la frase o la idea escrita que se pretende capturar subrayando, o por ese pensamiento espontáneo que puede surgir al leer: “Por más frívolo –por más tonto–, por más trivial que sea, es un pensamiento a fin de cuentas”, dice Edgar Allan Poe en Marginalia, seguramente uno de los textos fundamentales de la religión de los rayadores de libros. Para Poe, el valor de estas anotaciones radica justamente en su inconsecuencia: ideas casuales e inconexas, casi como las conversaciones entre literatos, aunque en este caso se trate de conversaciones con uno mismo.
Para mí, la falta de valor de estas anotaciones radica en su frecuente impertinencia. Siempre me exasperaron los rayados y subrayados en los libros de las bibliotecas universitarias: nunca pude ver en ellos las huellas de alguna lectura interesante. Recuerdo que el ejemplar de Escrito en Cuba de Enrique Lihn que había en la Universidad Austral tenía escritas con tinta indeleble algunas pullas –más chistosas que ofensivas– contra el profesor Iván Carrasco. Algún estudiante se había hecho el gracioso para la posteridad, pero yo logré eliminarlas con líquido corrector de mi fotocopia anillada. No pude mantener el texto limpio por mucho tiempo, sin embargo. Una noche, discutiendo sobre poesía con un amigo anti-lihniano (existen), en un arranque, este derramó su copa de vino tinto sobre la copia abierta encima de la mesa. No me parece que el resultado de este gesto burdo sea muy distinto al rayado de un libro. Es, a fin de cuentas, un comentario que no me interesa, manchando innecesariamente sus páginas. Un comentario que sigue ahí, aunque mi amigo haya cambiado de opinión.
Un ejemplo más reciente: me compré por internet –baratísimo, usado– los Collected Poems del poeta inglés Barry MacSweeney. Fue una pequeña decepción al abrirlo notar que había inscripciones en algunas páginas (lo que despejaba el misterio del bajo precio). Frente a los versos iniciales del que es acaso su mejor libro, Pearl, cuando dice más o menos: “Soy Perla. / Por favor enajena a tus hijos, y a los críos de tus críos / de las terribles tabloidizaciones, inyectadas / en tu sangre con la tinta más triste. / Oh paranoicos prefectos Marxistas de Cambridge / autonombrados garantes de consonantes y vocales / y organización de frases cotidianas, colocación / de signos ortográficos, con los cuales Perla / desearía estar en flujo constante, dijo / con dedos, ojos, pulgares y palmas. Escucha”… frente a estas líneas, subrayadas con lápiz rojo, un lector anterior había escrito, con letras mayúsculas, desesperadamente: “QUIÉN ES PERLA???”. Y dan ganas de contestarle “¡Qué importa!”, pero sobre todo dan ganas de no tener que entablar conversaciones mentales que interrumpan el flujo de la lectura. Como la tal Perla, uno quisiera escuchar lo que dice el poema, no las ocurrencias sobre el mismo de un lector tan impaciente. Yo al menos ya tengo suficiente con el diálogo interno que llevo con el texto leído, y me resisto a consignarlo por escrito sobre las páginas del libro.
Por cierto, habiendo sido estudiante universitario, yo sé lo que es, a falta de otro nombre mejor, “leer por estudio”. En mis tiempos de pregrado rayé y anoté –a veces también hice dibujitos– sobre millares de fotocopias de capítulos de libros preparando alguna prueba o armando un informe. En mis tiempos de posgrado copiaba en el computador las citas que me interesaban de los libros que iba leyendo, o las recortaba de algún artículo en pdf, y utilizaba después en mis ensayos. Leer por estudio es leer lápiz en mano, aunque el lápiz sea virtual. Leer por estudio es leer para escribir, para obtener algo tangible como producto de la lectura, y esto pasa casi siempre por descuartizar el texto al leerlo. No necesariamente el objeto libro, aunque mucha gente que conozco no tiene empacho en dejar bastante maltrechos los ejemplares así leídos. Por mi parte, yo jamás he podido tomar un libro impreso con una mano y el lápiz como un bisturí con la otra, y lanzarme a leer en busca de algo que marcar, algo que extraer, o algo que “aportar” al cuerpo del texto. Si fueran estos los objetivos de la lectura, si la idea es estudiar lo leído, el libro mismo no me ha parecido nunca un buen soporte material para registrar los resultados del proceso.
Ahora bien, la gran mayoría de mis lecturas no son por estudio. Y creo que es esto lo que explica mi reticencia a rayar libros, mi aversión por los libros rayados: la gran mayoría de mis lecturas corresponde a libros de poemas. Leo sobre todo poesía por gusto personal y –aunque escribir poemas no sea precisamente una profesión– por una suerte de deformación profesional, ya que es el género literario en el cual trabajo. He publicado ocho libros de poesía y numerosos poemas en revistas y antologías, ninguno de los cuales evidentemente pide ser subrayado o anotado, como tampoco me parece que lo hacen los versos que suelo leer. Y es que la poesía en general no se lee “lápiz en mano”: se recita –ojalá en voz alta– y se deja resonar en el oído interior.
No estoy haciendo aquí una distinción entre “leer por placer” y “leer por estudio” (porque hay placer también en estudiar), sino llamando la atención sobre el hecho de que la manera más adecuada de abordar un poema escrito no es rayándolo, sino escuchando lo que dice. Esto por varias razones. La primera es que un poema, por más que la poesía tenga ya una larga historia de ser escrita, sigue siendo en buena medida la representación visual de una composición oral. Aunque la dimensión gráfica de un poema impreso –dimensión que explotan subgéneros como la poesía concreta o visual– le agregue una capa extra de sentido, irreductible a su dimensión sonora, el texto poético puede entenderse como una especie de partitura, cuya ejecución daría lugar al poema propiamente tal. En este sentido, interpretar un poema es “hacerlo sonar” (incluso si es solo mentalmente), no ir en busca de su significado. Es por ello que mucha gente declara no entender la poesía: en principio no hay nada que entender, porque un poema se conforma en función del sonido de sus palabras, no de su significado. Dicho de otra manera: antes que el entendimiento, para leer un poema es necesario aplicar el oído.
Una segunda razón, relacionada con la anterior, es que un poema se consuma cuando toma la forma de un evento verbal, un acontecimiento en el tiempo. Leer un poema es, de este modo, experimentar la repetición de dicho evento en toda su duración. Desafortunadamente, no es esta la manera en que hemos aprendido a acercarnos a la poesía. En mis observaciones en escuelas chilenas, he visto numerosas veces cómo, en vez de un evento, el poema es abordado como un objeto a ser diseccionado en sus partes o elementos. Se insta a que los estudiantes reconozcan y subrayen figuras literarias, identifiquen el “hablante lírico”, la “actitud lírica” y el “objeto lírico” (como si toda poesía fuera necesariamente lírica), cuenten las sílabas de cada verso, etc. Esta es la manera en que nuestra educación suele incorporar un contenido determinado a sus programas de estudio: transformándolo en “materia”, es decir, en un objeto de conocimiento que puede ser visto en una clase y por el cual se puede después preguntar en una prueba. Simplemente, leer un poema en voz alta no sería entendido como “pasar materia”. Aprenderse un poema de memoria para luego recitarlo sería descartado como una forma del llamado “aprendizaje memorístico”, se supone pasado de moda. Nuestro sistema educacional asume que la única forma seria de abordar un texto, poético o no, es leyéndolo por estudio. Pero es difícil hallarle sentido al conocimiento obtenido de esta manera –el poema como objeto de estudio– si es que este no se puede asociar a la experiencia del poema en cuanto evento. Por eso no es raro que la escuela termine alejando a la gente de la poesía.
Una tercera y última razón contra el rayado de libros de poemas tiene que ver con el tipo de proceso intelectual que ofrece la poesía. Es sabido que un poema no tiene que ver solamente con la expresión de emociones (como se enseña también en nuestros establecimientos educativos), sino que trasunta un tipo de pensamiento poético, caracterizado por la síntesis. Ezra Pound decía que la poesía era palabra “cargada de sentido al máximo posible” y llamaba la atención sobre el hecho de que el término en alemán para poesía (“Dichtung”) signifique “condensar”. Si poetizar es sintetizar, si la gracia de la poesía radica en su capacidad de condensar el pensamiento en imagen y sonido, no puede ser adecuada la lectura analítica de un poema: esa lectura lápiz en mano que deshace el trabajo poético, disipa la concentración de sentido, y sustituye la experiencia del poema por la ilusión de entendimiento o la obtención de conocimiento. Por más que esta forma de leer nos permita eventualmente escribir artículos, o libros, y quizás ganarnos la vida en la academia a costa de la poesía.
No niego que los poetas también lean a veces poemas por estudio. Por ejemplo, subrayando versos que usarán como epígrafes, o traducirán, o parafrasearán, o plagiarán en sus propios poemas. Asimismo, un artista puede rayar un libro de pintura, encerrando en un círculo rojo detalles de cuadros (como he visto hacer, con consternación, a otro amigo) o incluso recortando sus imágenes para trabajar con ellas. Pero nadie negaría que esta no es la manera más apropiada de mirar una obra visual. Tampoco es apropiado tomar un poema como si fuera un objeto y abrirlo para ver cómo funciona por dentro o qué se puede decir sobre el mismo. Para mí, la mejor manera de apreciar un texto poético será siempre escucharse leerlo de punta a cabo, sumergir el oído en el flujo verbal que propone, sin desesperar por saber de qué trata, por qué lo hace, o qué se puede sacar en claro de él. Y para esto hay que dejar el lápiz de lado.
Leer por estudio, leer lápiz en mano, no es la única ni la mejor forma de abordar un libro. Sobre todo si se trata de un libro de poemas: en este caso estamos más bien rechazando o manteniendo a raya la experiencia que nos ofrece la poesía escrita. Ted Hughes señala por ahí que escribir un poema es como atrapar un animal: tenderle una trampa en el lenguaje y aguardar pacientemente hasta capturarlo. La gracia, el talento del poeta, está en no matarlo. Por eso para Hughes no es el mecanismo del texto lo que importa conocer, sino que este nos presente a la criatura viva cada vez que lo leamos. Los libros de poemas subrayados y anotados muchas veces me recuerdan una mesa de autopsias.