Steven Pinker y su defensa de los valores de la Ilustración

En medio de un oscuro panorama global, dominado por el populismo, el calentamiento global y la desigualdad, un puñado de intelectuales ha optado por defender una tesis contraintuitiva: el mundo está mejorando. La figura más destacada es el lingüista, psicólogo e intelectual público canadiense–estadounidense Steven Pinker, quien reafirma su confianza en la razón y afirma algo que parece un juego de palabras, pero que no es nada divertido: “Los intelectuales progresistas odian el progreso”.

por Sergio Missana I 11 Junio 2020

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Leibniz intuyó que un Dios todopoderoso y benévolo no podía sino crear un cosmos perfecto, regido por una armonía preestablecida, y sostuvo que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Esta idea encontró a un satírico apologista en el filósofo Pangloss, personaje del Cándido de Voltaire, quien declaraba que “todo es para mejor en el mejor de los mundos posibles”. Tal afirmación, en apariencia optimista, era profundamente pesimista. Si la realidad que habitamos –y en particular la realidad cultural– es la mejor que cabe imaginar, estamos muy pero muy mal.

Hoy no parece haber muchas razones para el optimismo: nos asalta día a día un bombardeo constante de noticias devastadoras; la crisis climática o una guerra nuclear podrían acabar con la civilización; parecemos nadar en un sumidero de corrupción, desigualdad y violencia. En medio de este oscuro panorama, un puñado de intelectuales, incluyendo al filósofo Peter Singer y el economista John Mueller, ha optado por defender una tesis contraintuitiva: el mundo está mejorando, la humanidad ha progresado en el transcurso de la modernidad. La figura más destacada dentro de este grupo es el lingüista, psicólogo e intelectual público canadiense–estadounidense Steven Pinker.

En Los ángeles que llevamos dentro (2011), Pinker argumentaba –y respaldaba con cifras su argumento– que la violencia ha declinado a lo largo de la historia y que vivimos en “la era más pacífica de la existencia de nuestra especie”. Ello habría sucedido en seis movimientos: un proceso de pacificación, la declinación de las muertes violentas tras la consolidación de los Estados; un proceso de civilización: el sostenido descenso de los índices de homicidios; una revolución humanitaria: la abolición, durante la Ilustración, de la esclavitud, la persecución religiosa y la tortura; una “paz larga” tras la Segunda Guerra Mundial, en que han disminuido las guerras entre Estados; una “nueva paz” tras la Guerra Fría, un descenso de conflictos de todo tipo; y las revoluciones de derechos a partir de 1950: civiles, de mujeres, niños, minorías sexuales y animales.

En En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (2018), Pinker expande esa idea para asegurar que no solo la violencia ha disminuido; el mundo ha mejorado en múltiples aspectos: esperanza de vida, acceso a la salud, nutrición, prosperidad, paz, libertad, seguridad, conocimiento, ocio y felicidad. Pinker asegura que los avances en todas estas dimensiones implican que ha existido progreso, esa idea clave de la Ilustración que cayó en desuso tras las masacres de la primera mitad del siglo XX. Pinker sostiene que es necesario, en contra de los profetas antimodernos, reafirmar los valores centrales de la Ilustración y el principio fundamental de que es posible aplicar la razón y la empatía para mejorar la condición humana. Pinker aborda una defensa de la ciencia (el uso de la razón para entender el mundo), del humanismo (la posibilidad de encontrar un fundamento secular de la moral) y del progreso, centrado en el perfeccionamiento progresivo de las instituciones.

El autor aporta una batería impresionante de datos para probar que la pobreza ha disminuido en todo el mundo, lo mismo que la mortalidad infantil, al tiempo que la esperanza de vida se ha extendido. Han declinado las guerras y las muertes en combate, así como las hambrunas. Hoy dos tercios de la humanidad viven en democracia, la tasa de homicidios se ha desplomado (un habitante de la Europa medieval tenía 35 veces más posibilidades de ser asesinado que un ciudadano europeo actual), han disminuido las muertes por accidentes de tráfico, atropellos, accidentes aéreos y de trabajo, e incluso a causa de fenómenos naturales (debido a la resiliencia de la infraestructura). El alfabetismo ha crecido de manera exponencial, a la vez que se han acortado las horas de trabajo semanales y de trabajo doméstico. El crecimiento económico se ha estancado, pero ello quizás constituya una nueva normalidad. Se constata un proceso global de secularización. Los índices de felicidad también van en alza.

El autor enfatiza que el ideal de racionalidad de la Ilustración no implica afirmar que los humanos seamos seres consistentemente racionales. Por el contrario, los pensadores ilustrados demostraron un agudo sentido de las limitaciones de la naturaleza humana. Kant se refirió a ‘la madera torcida de la humanidad’. Se trata más bien de un ideal y un correctivo.

Quizás el único aspecto en que Pinker no logra aportar cifras que respalden su visión optimista sea el índice de suicidios. En el mundo se quitan la vida anualmente 800 mil personas, lo que constituye la decimoquinta causa de muerte. Los índices de suicidio se han mantenido más o menos estables a lo largo de las décadas, pero de una manera errática, que hace difícil conjeturar las causas para su aumento o disminución en distintos países. Parece concentrarse en fases de transición –la adolescencia y comienzo de la tercera edad– y verse afectado por factores como la cantidad de horas de luz o la disponibilidad de medios para llevarlo a cabo.

Si las cosas han mejorado y siguen mejorando para la humanidad, ¿por qué tendemos a pensar que vivimos en el peor de los mundos posibles?

“El mundo ha experimentado un progreso espectacular en todos los aspectos del bienestar humano”, señala Pinker, y “casi nadie lo sabe”. Ello se debe en parte a las noticias, que operan en un ciclo de tiempo que destaca los eventos negativos, no los procesos positivos, y de acuerdo con una lógica que busca capturar la atención de las audiencias. Como señala el adagio en inglés: If it bleeds, it leads (algo así como: “Si la noticia tiene sangre, va a acaparar los titulares”). A nadie se le ocurriría titular que el día de ayer 137 mil personas salieron de la pobreza en todo el planeta y que ha ocurrido así durante los últimos 25 años. A ello se debe agregar un mecanismo psicológico, la “disponibilidad heurística”, que nos lleva a evaluar como posibles a futuros eventos que fácilmente nos vienen a la memoria.

Pinker resalta asimismo el pesimismo de la cultura y en particular de la clase pensante (que él llama “parloteante”): “Los intelectuales progresistas odian el progreso”. No los frutos del progreso (prefieren escribir en computadores y no con pluma y tintero, y ser operados con anestesia) sino la idea del progreso. Una actitud crítica frente al poder y el estado de las cosas otorga gravitas, se tiende a equiparar pesimismo y sofisticación. Esta reticencia cultural ante el progreso tendría su origen en la primera gran reacción contra la Ilustración: el romanticismo. Pinker destaca la influencia decisiva de Nietzsche, cuyas ideas califica de “repelentes e incoherentes”, en una serie de corrientes de pensamiento del siglo XX hostiles a la ciencia, incluyendo el existencialismo, la teoría crítica, el posestructuralismo y el posmodernismo.

El autor enfatiza que el ideal de racionalidad de la Ilustración no implica afirmar que los humanos seamos seres consistentemente racionales. Por el contrario, los pensadores ilustrados demostraron un agudo sentido de las limitaciones de la naturaleza humana. Kant se refirió a “la madera torcida de la humanidad”. Se trata más bien de un ideal y un correctivo. Debiéramos aspirar a la racionalidad, dejando atrás falacias y dogmas. Una aplicación fundamental de la racionalidad es el humanismo: la noción de que la moral consiste en maximizar el bienestar humano. La moral ilustrada se basaba en la imparcialidad, en lo que equivale a variaciones de la regla de oro: la eternidad de Spinoza, el contrato social de Hobbes, el imperativo categórico de Kant y la verdad autoevidente –para Locke y Jefferson– de que las personas han sido creadas iguales.

Las tesis de Pinker adolecen de antropocentrismo: se centran en el bienestar humano; los costos del progreso en términos de degradación ambiental no ocupan un lugar destacado en su análisis.

La visión de Pinker es optimista, tiende a ver el vaso medio lleno (en realidad, casi completamente lleno). Destaca tres ideas claves para comprender la condición humana que no alcanzaron a conocer los pensadores ilustrados: la entropía, la evolución –lo que explicaría por qué muchos de ellos fueron deístas y no ateos– y la información. La entropía, en particular, nos ayuda a entender que nacemos en un universo indiferente e inmisericorde en que el caos, la violencia y la pobreza son el estado natural. Tendemos a olvidar este hecho básico, dando el progreso por sentado. Las sociedades se han vuelto más sanas, ricas, libres, felices y educadas. Aunque esta línea de progreso no puede ser automáticamente extrapolada al futuro, declara el autor, las cosas parecen bien encaminadas. Los avances se construyen unos sobre otros. Cabe esperar que el desarrollo tecnológico que ha hecho posible el bienestar se acelere en la próximas décadas, lo mismo que los avances en el terreno moral. El progreso, sostiene Pinker, consiste en resolver problemas. Los grandes desafíos y riesgos existenciales que confrontan a la humanidad no son apocalipsis inminentes sino problemas a resolver.

Las tesis de Pinker adolecen de antropocentrismo: se centran en el bienestar humano, considerando el medio ambiente como secundario respecto de aquel. Los costos del progreso en términos de degradación ambiental no ocupan un lugar destacado en su análisis. Menciona la preocupación por los ecosistemas como una de las reacciones antimodernas, a la par con la religión y el nacionalismo reaccionario, abogando por un “ecopragmatismo” que los subordine a las necesidades humanas. Merece dudas también la implícita proyección al futuro de la línea de progreso, así como su crítica a las posturas catastróficas: el hecho de que no haya ocurrido una debacle no prueba nada. Una guerra nuclear a gran escala, por ejemplo, solo tiene que ocurrir una vez. La tesis de que la pobreza –no la desigualdad– sería el elemento determinante del bienestar, es cuando menos debatible, como ha quedado de manifiesto en Chile durante los últimos meses.

Se ha cuestionado, asimismo, su visión idealizada de la Ilustración, que omite el lado más oscuro de esta, reflejado, por ejemplo, en afirmaciones de John Locke sobre los indígenas americanos, de Voltaire sobre los judíos, de Kant sobre los africanos o el panóptico, la prisión perfecta ideada por Jeremy Bentham. Pinker afirma que la barbarie del siglo XX no habría sido un naufragio del proyecto de la Ilustración, como postularon Adorno y Horkheimer, y más tarde Foucault y Bauman, sino una reacción contra los valores ilustrados. Sostiene que el genocidio y la autocracia fueron extendidos en la era premoderna y que han disminuido desde la Ilustración.

El filósofo John Gray apunta que las cifras sobre la declinación de la violencia desplegadas por Pinker se centran en exceso en la disminución de bajas en campos de batalla, lo que puede explicarse por el equilibrio del terror: la amenaza de destrucción nuclear mutua ha disuadido a las grandes potencias de entrar en conflicto bélico frontal. Las estadísticas tampoco se hacen cargo de las víctimas civiles de los conflictos armados ni de los efectos indirectos, los costos humanos difícilmente calculables de la violencia bélica, en el marco de conflictos cuya naturaleza ha mutado, volviendo borrosa la distinción entre la paz y la guerra.

Muchos intelectuales tienden a entonar, casi por defecto, variaciones del tango “Cambalache”: “La vida fue y será una porquería”. La idea de un progreso gradual y pragmático no es sexy, le falta –para decirlo con un lugar común– “relato”. El libro de Pinker representa un esfuerzo contundente por articular ese relato, por aquilatar la ”historia heroica” que habríamos protagonizado casi sin saberlo.

 

En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, Steven Pinker, Paidós, 2018, 744 páginas, $29.000.

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