Vergüenza

A partir de una charla Ted de Monica Lewinsky, el autor de este texto reflexiona sobre la humillación pública, narrada ya en el siglo XIX por Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata y convertida ahora en un negocio. Porque el “caso Lewinsky”, para Gumucio, no fue más que una obertura de lo que vendría después, con su doble condición de justicia y espectáculo, de rito y negocio.

por Rafael Gumucio I 7 Agosto 2025

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Nunca ha dejado de fascinarme la magia de los idiomas. Un mismo concepto o idea puede expresarse en distintos idiomas de maneras ligeramente diferentes, aunque al final lo cambian todo. En inglés, la vergüenza se dice shame, pero cuando se quiere que alguien sienta vergüenza, los anglosajones, en particular los estadounidenses, dicen shame on you, literalmente “vergüenza sobre ti” o “vergüenza para ti”. Una expresión sin equivalente exacto en español, donde nos limitamos a decir “qué vergüenza” o “vergüenza ajena”, es decir, la vergüenza del otro.

En inglés no solo se nombra la vergüenza, sino que se proyecta sobre el otro, se le arroja como una carga que debe soportar. No se puede evitar pensar en uno de los primeros clásicos de la literatura norteamericana, La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne, donde una mujer lleva sobre su ropa la marca de su deseo sexual, convertida en objeto de escarnio público. Resumen perfecto del horror de la sociedad puritana que Hawthorne quería denunciar sin salirse del todo de ella, porque el castigo de hacerlo era justamente la vergüenza infinita que traía aparejado el aislamiento, el ostracismo como el que sufren hoy quienes son objetos de “funas” o “escraches” y otras demostraciones de vergüenza pública.

Vi en una charla TED, de marzo del 2015, a Monica Lewinsky hablar sobre el negocio de la vergüenza o lo que ella llama the price of shame, el precio de la vergüenza, su propia letra escarlata. En la charla, Lewinsky relata las semanas y meses en que tuvo que oír su propia voz, irreconocible, alardeando borracha de su relación presidencial. Se vio a comienzos de 1998 llorando, expuesta ante el mundo sin poder hacer nada, atrapada en la luz implacable de la opinión pública.

Su caso fue, quizá, solo un aviso, una obertura de lo que vendría después. Porque el escándalo Lewinsky no habría existido sin la proliferación de sitios personales en los primeros años de internet, con sus foros sin censura y su periodismo descarnado, propenso a todo tipo de filtraciones, con las fotos privadas robadas en un motel cualquiera, la desnudez capturada sin permiso, la venganza disfrazada de justicia… Todo formaba parte de un continuo, el cual es denunciado por Monica Lewinsky en su charla. Este comportamiento —el de los medios— tiene beneficiarios económicos, alimenta empresas, se constituye en un negocio, como se convirtió su vergüenza privada en las nacientes redes sociales de su tiempo, en una verdadera mercancía.

El #MeToo es parte integral de esta civilización de la vergüenza que, como explica Lewinsky, es un negocio solo superado por la pornografía, es decir, por su reverso: la vergüenza asumida y vendida a un precio acordado entre humillador y humillado. El lema del #MeToo es que la vergüenza cambie de lado, que los hombres blancos, heterosexuales y ricos también la sientan. Se trata de democratizar la vergüenza, pero ante el mismo público que antes disfrutaba de los desnudos insinuantes que el productor obligaba a las actrices a rodar. Ahora, además del placer de ver temblar la carne, se ofrece la humillación del hombre poderoso que se creyó intocable.

“La humillación es lo contrario de la empatía”, dice Lewinsky en su charla TED. Pero la empatía, entendida como la capacidad de sentir lo que siente el otro, es precisamente el motor del negocio de la vergüenza: la sensación de que la humillación de una estudiante arrodillada en la Oficina Oval es también nuestro escalofrío, que su historia nos pertenece, es asunto de Estado, tan importante como el escándalo de Watergate. A través del acto mágico de la vergüenza proyectada en el otro (shame on you), el mirón se convierte en censor, se limpia moralmente del acto de disfrutar del sexo ajeno, de la vergüenza ajena, por el hecho de señalar esa vergüenza justamente como ajena.

La vergüenza inmoviliza al que la lleva. No permite siquiera el acto de reparación que la culpa sí concede. Es lo que le ha estado sucediendo a la Iglesia Católica. Ha cargado con la culpa de la Inquisición, la colonización, los escándalos financieros, pero no sabe cómo encarar la vergüenza de la pederastia y la homosexualidad en su clero. Puede dialogar con quienes oprimió, con quienes olvidó, pero no con quienes la vieron desnuda en posiciones deshonrosas.

El que señala la vergüenza hace algo más —y menos— que justicia. La convierte en espectáculo, es decir, se convierte en juez, en jurado y espectador al mismo tiempo. Es el castigo perfecto: la que lleva la letra escarlata es condenada y ejecutada todos los días sin que nadie nunca la perdone ni la mate. La vergüenza inmoviliza al que la lleva. No permite siquiera el acto de reparación que la culpa sí concede. Es lo que le ha estado sucediendo a la Iglesia Católica. Ha cargado con la culpa de la Inquisición, la colonización, los escándalos financieros, pero no sabe cómo encarar la vergüenza de la pederastia y la homosexualidad en su clero. Puede dialogar con quienes oprimió, con quienes olvidó, pero no con quienes la vieron desnuda en posiciones deshonrosas.

La culpa se comparte, el crimen se explica; la vergüenza, en cambio, se arroja sobre el otro como una acusación que no admite respuesta. El colectivo feminista LasTesis se hizo famoso con su performance Un violador en tu camino, donde señalaban al espectador y le cantaban: “El violador eres tú”. No importaba que el señalado nunca hubiera violado a nadie. “El Estado opresor es un macho violador”, cantaban o recitaban. No había defensa posible. El gesto cerraba cualquier conversación sobre el origen y sentido de esta, porque sobre quien recae la vergüenza deja de ser un interlocutor válido, es el que lleva consigo su vergüenza, pero además la mía.

Shame on you cierra el debate, aunque luego su doble condición de justicia y espectáculo, de rito y negocio, haga resucitar del olvido a Monica Lewinsky, a Bill y Hillary Clinton, a Kenneth Starr, a Linda Tripp, a Paula Jones. O a Andrew Morton, el biógrafo de Diana de Gales, quien quizás antes que nadie comprendió que la vergüenza podía ser una forma de inmortalidad. Que en la economía de la vergüenza, un pecador que exhibe su pecado es un adelantado: primero protagoniza el escándalo, luego vive la redención televisada.

Así fueron las actrices que denunciaron, en nombre de todas sus colegas, la violencia de los productores y directores de cine. Abrieron una compuerta que llevaba tiempo esperando ser derribada y que necesitaba serlo. Pero su éxito mediático no habría sido posible sin el negocio de la vergüenza del que habla Lewinsky. Ese mismo negocio que mostró todo su poder cuando Johnny Depp decidió no entrar en el círculo de la disculpa y la redención, y en su lugar llevó a los tribunales las vergüenzas de Amber Heard. El caso no tardó en convertirse en serie documental de Netflix.

Monica Lewinsky, víctima visible de la violencia machista de los 90, es también el signo de ese primer encuentro entre el negocio de la vergüenza y la política en su máxima expresión. Nunca lo personal fue más político que en esos meses de comienzos de 1998. Un presidente de Estados Unidos estuvo a punto de renunciar, no por sus decisiones políticas, sino por su comportamiento sexual. Donald Trump entendió mejor que nadie el negocio y ha actuado siempre como un perfecto “sin vergüenza”, alguien a quien la vergüenza sexual, financiera o política no puede manchar, porque lleva esas letras escarlatas como si fueran medallas. Solo él puede denunciar; el resto de las denuncias con calificadas como falsas.

El espectáculo como única forma de justicia; la justicia como forma misma de espectáculo: el circulo vicioso solo se ha ensanchado desde que el vestido de Monica Lewinsky se mostró al mundo, manchado, como prueba de una infamia.

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