Conciencias líquidas, dioses sólidos

A veces se le teme a la adultez —hoy especialmente—, porque se entiende como un mausoleo y un epílogo; otros suponen que es adquirir grados importantes de conocimiento o tener resuelto al menos el devenir cotidiano. Pero los antiguos tenían otra idea: crecer significaba precisamente asumir que nadie se conoce y que no se crece de una vez y para siempre.

por Constanza Michelson I 31 Marzo 2025

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La grieta entre los humanos
Se hace cada vez más grande
Los chicos quieren ser chicas
Las chicas quieren ser grandes”.
“Autofemicidio”, Charly García

Creación, aventura, alegría, transformación de las cosas del cielo y de la tierra, pero, a la vez, la amenaza de la destrucción de aquello que hemos conocido; todo eso al mismo tiempo, parte de una experiencia común, del hecho de ser “modernos”. Son palabras de Marshall Berman escritas en su famoso libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, frase que tomó de Marx. Para el autor del Capital esta idea no implicaba pesimismo: la cláusula final del argumento admite que la evaporación de lo sólido y lo sagrado obligaría al fin a los hombres a “considerar serenamente sus condiciones de existencia y relaciones recíprocas”. Y en Berman, que insistió en rescatar los principios de la Ilustración, tampoco significa negatividad. Si bien la liberación de ciertos sistemas de dominación no nos ha liberado de caer en otros, la mera posibilidad de autocrítica lo separa de los posmodernistas que declaraban la bancarrota de las ilusiones de la Modernidad.

Contradicción y ambivalencia son palabras precisas para expresar la vida moderna según Berman. Su confianza radicaba menos en un progreso lineal que en la capacidad de la humanidad, llegada a su edad adulta, de lograr procesar paradojas y ambigüedades.

En su libro, publicado a comienzos de la década de los 80, se pregunta si el capitalismo era o no el único destino viable del progreso; pregunta que para el sociólogo Zygmunt Bauman estaba ya obsoleta. Desencantado, el filósofo polaco acuñó el término “Modernidad líquida” en los años 90, para referirse a una fase epocal marcada por una clase de lazo social no solo flexible, sino precarizado. Describe la cualidad de unos lazos indistinguibles de los efectos de la lógica, también fluida, del capitalismo tardío, y cuya consecuencia sería paradójica: la búsqueda de dioses sólidos. El fanatismo, la clausura identitaria, la radicalización, el retorno de los nacionalismos, la búsqueda de la verdad en la intensidad del cuerpo, la autoridad de la opinión: todas esas son experiencias que sirven como puntos fijos de estabilidad. Por cierto, lo líquido es otra manera de nombrar la muerte de Dios.

Si el ser humano busca conocerse a sí mismo, es porque no se corresponde a su carne, por eso no se busca en una radiografía, sino en el diálogo, o sea, en el orden simbólico. El pacto simbólico es lo que nos sujeta a las reglas invisibles que crean el juego humano: celebrar los cumpleaños, no hacer de los muertos basura, decir te amo, también democracia, padre o madre; asimismo, sancionar que quien es llamado padre o madre no puede tener sexo con quien llama hijo o hija. También son asuntos sin fundamentos, pero para creer en ellos no es necesario volverse fanáticos. Cuando operan descansamos en ellos y a eso le llamamos realidad. Hasta que el pacto se rompe. La historia ha mostrado, trágicamente, las consecuencias de destruir no una ley particular, sino la naturaleza misma de la ley: lo humano se destruye, se vuelve carne triste. Basura para cuervos.

La racionalidad técnica, por su parte, es del orden de lo positivo, medible y calculable. Puede prescindir de lo simbólico, acorta la distancia entre la pregunta y la respuesta (por lo tanto, se ahorra a quien se hace la pregunta). La ciencia no piensa. No en el sentido reflexivo. Y por ahí va el problema, el nuestro, como describió bien Hannah Arendt en La condición humana: el riesgo futuro no sería tanto lo que pasaría con nuestros inventos, sino que ya no pudiéramos estar a la altura de poder pensarlos. Tememos a que nos reemplacen las máquinas, pero debiésemos estar igualmente advertidos de que el pensamiento humano se vuelva maquinal. Es lo que Arendt llamó banalidad del mal, y advirtió que si bien los nazis podían desaparecer, la lógica que posibilitó su desarrollo recién estaba inaugurándose. Esa lógica, la del pensamiento sin sujeto, es la que empuja, peligrosamente, a la evaporación de la conciencia. No de la conciencia crítica a la que aspiraban Marx y Berman, sino de la conciencia ética. Que abunden los críticos no significa que “serenamente” aparezca una conciencia responsable. La crítica, ya es tiempo de decirlo, no evita que la conciencia ética no sea suplantada por manuales de vida, protocolos de vigilancia, eslóganes que emulan la política y las morales ad hoc. Digámoslo así: cosas duras para cobardías líquidas.

Habría que añadir otra pregunta a la de Berman respecto del capitalismo como destino de la modernización: ¿Es la licuefacción de la conciencia ética la única posibilidad del progreso técnico? Porque lo cierto es que no solo el capitalismo favorece la desresponsabilización.

Más allá de optimistas tecnológicos, nihilistas, pesimistas reaccionarios y posmodernos, la pregunta pendiente quizá sea qué entendemos por adultez.

Arendt, por cierto, decía que para saber alguna cosa relevante sobre lo humano, era preferible volver a los mitos, porque la ideología era para mentes mediocres que buscan respuestas cerradas, libres de ambigüedad. Como indica una de las más famosas tragedias, Edipo, para buscar la verdad hay que dar vuelta la mirada, porque a veces quien causa la peste no es el otro, sino uno mismo. Dicho de otro modo, el otro es también cada uno de nosotros.

A veces se le teme a la adultez —hoy especialmente—, porque se entiende como un mausoleo y un epílogo; otros suponen que es adquirir grados importantes de conocimiento o tener resuelto al menos el devenir cotidiano. Pero los antiguos tenían otra idea: crecer significaba precisamente asumir que nadie se conoce y que no se crece de una vez y para siempre. Sin embargo, a tumbos, sin saberlo todo, más bien reconociendo que casi nada, sin garantía alguna, crecer obligaba a la responsabilidad. Diría que la Modernidad sólida, pero también la líquida, cada una a su manera, buscaba prescindir de la existencia del dato inconsciente (por cierto, es lo que aún no se le perdona a Freud).

La conciencia de que nadie se conoce es lo que nos vuelve éticos, es decir, libres y, a la vez, responsables. Es lo que nos diferencia de las máquinas y, hasta lo que sabemos, de otras especies. Diferencia que las nuevas “modernidades” borran de un plumazo, tanto el transhumanismo como el poshumanismo, cada uno a su manera.

Pero nunca fuimos fanáticos de la adultez ni de su consecuente libertad. Adán y Eva en el Paraíso eran niños o bacterias, como sea, seres sin sexo ni muerte, y es la primera ley, el primer “no”, lo que los despoja de la inocencia, pero a la vez los hace libres. Con la ley nace la elección y la conciencia ética. Ya sabemos lo que sigue, si de algún modo, la primera pareja entra a su “modernidad” o a su adultez, optaron por culpar a la serpiente. Nos muestran que el ser humano envidia la inocencia y que la adultez es algo traumática e incómoda. Si es un despertar, no garantiza para nada querer seguir despiertos y no buscar otros dioses que prometan paraísos. Los que sean. Incluso, los que puedan llevar a nuestra autodestrucción. Como Edipo, a veces creemos que progresamos y demoramos en caer en cuenta de que estamos durmiendo con mamá. Es decir, en un romance incestuoso con la muerte. Como sea, esa conmoción también es parte de volverse adultos alguna vez. Volviendo a Berman, ser modernos (o adultos) es asumir en algún grado la contradicción y la ambivalencia.

En el prólogo de una edición posterior de su libro, Berman relata una visita que hizo a Brasilia, una ciudad creada como ejemplo de modernidad y progreso. Desde el avión le pareció magnífica, pero no desde abajo, no desde adentro. Su descripción fue implacable: el diseño podía corresponder a una dictadura o a una comisaría, pero no a una democracia. Era una ciudad creada deliberadamente para que la gente no se reuniese ni discutiera sobre su gobierno. Por supuesto, no tardó en enfrentarse en una polémica con Niemeyer, uno de sus arquitectos. Comprendió de este la importancia de la construcción de la ciudad como esperanza para el país en un determinado momento, pero la esperanza no podía solidificarse en un monumento. Para Berman, una ciudad digna del nombre “moderno” sería un lugar vivo, abierto al cambio, al encuentro y el diálogo, pero sobre todo que pudiese mirarse hacia adentro. En su prólogo, dice reconocer la importancia de estos aspectos, los cuales no ponderó en su primera versión.

Una ciudad sexual (diría el psicoanálisis) es una ciudad con tensiones y deseo, y que, desde luego, requiere de espacios tanto para la vida democrática como para la elaboración de las contradicciones y ambivalencias. Mejor dicho, la vida democrática requiere de esos espacios. Y ese anhelo no es moderno. Los antiguos griegos crearon el teatro de la tragedia, que entre otras cosas era el lugar de reunión en la ciudad para reflexionar sobre las preguntas esenciales: ¿Qué nos define como seres humanos? ¿Qué significa ser mortales y sexuados? ¿Qué es el poder y la política? Tenía una función política y también terapéutica. Es interesante notar que se desarrolla casi al mismo tiempo que la democracia. Arendt, por cierto, decía que para saber alguna cosa relevante sobre lo humano, era preferible volver a los mitos, porque la ideología era para mentes mediocres que buscan respuestas cerradas, libres de ambigüedad. Como indica una de las más famosas tragedias, Edipo, para buscar la verdad hay que dar vuelta la mirada, porque a veces quien causa la peste no es el otro, sino uno mismo. Dicho de otro modo, el otro es también cada uno de nosotros.

La tragedia muestra algo más: se comienza desde el fin de un mundo, eso es la peste; y la tentación es la de buscar chivos expiatorios. No nos engañemos, eso no ha cambiado un ápice. La tragedia era también el recordatorio —como una buena terapia— de que el ser humano puede aprender, no sin dolor, no sin duelo. Y de que es capaz de comenzar.

 

Imagen de portada: Captura de Edipo rey (1967), dirigida por Pier Paolo Passolini.

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