Qué novedad

Ante los mensajes de cambio, cuando no de revolución, provenientes de líderes conservadores, el escritor argentino reconoce que hay algo innovador en estos “liderazgos chirriantes” que lucen irreverentes y han logrado alterar la lógica y las convenciones propias de la escena pública. En este texto señala que esto ocurre porque el progresismo o la izquierda “se fueron, en buena medida, empantanando en dogmas y rigideces, en el confort de la certeza del bien, en el impartir monológicamente lecciones y sermones, y hasta en el patrullaje vigilante del decir o no decir, de cómo hablar o no hablar”.

por Martín Kohan I 11 Agosto 2025

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La famosa fórmula del gatopardismo, la de “cambiar algo para que nada cambie”, ha resultado a lo largo del tiempo tan precisa como reveladora, porque acertaba con una condición muy propia del conservadurismo: que aunque se trate, en definitiva, de mantener en lo sustancial el estado de cosas imperante, la cuestión nunca se zanja en la pura fijación ni en la sola preservación de lo existente. Y que así como en las revoluciones, cuando ocurren, no se trata de arrasar con todo en procura de un nacimiento ex nihilo (y tanto Lenin como Trotsky fueron claros al respecto), tampoco en el conservadurismo hay solamente conservación. La frase de Lampedusa (tan frecuentada que se la cita incluso, como es mi caso, sin haber leído el libro) le agrega a la idea una impronta más intencional, más de astucia y maquiavelismo. Pero bien podría considerarse que se trata de una condición propia de las cosas en la historia. Y que así como en una situación dada en un orden social determinado, aunque se lo contemple en la inmovilidad de cierto momento puntual, se incuban ya, dialécticamente, los factores de su transformación dinámica, cabe considerar igualmente que, para el mantenimiento estable de un orden social determinado en una situación dada, es preciso que algo se mueva, algo debe transformarse.

Ahora bien, en el punto al que hemos llegado, tal vez resulte preciso ajustar aquel “cambiar algo para que nada cambie” por un “cambiar bastante”. Porque en el tan mentado (y a menudo, tan temido) “avance de la derecha” en el mundo, resultan cada vez más notorios los elementos disonantes, disruptivos, heterodoxos, rupturistas, que los hacen aparecer como nuevos, y que en cierta manera lo son. Ya Enzo Traverso advirtió, en un tramo de Revolución, que el proyecto político más retrógrado y reaccionario que pueda concebirse, que fue el nazismo, contuvo necesariamente aspectos de fuerte índole transformadora.

El punto, en el presente, según creo, ya es distinto. Hasta hace no mucho tiempo, hace apenas unos años, se daba por sentado, y a veces con displicencia, que los de derecha e izquierda eran términos ya enteramente superados. Como argumento probatorio, irreversible, irrefutable, solía invocarse la caída del Muro de Berlín, cosa que en efecto había ocurrido. Del hecho evidente de su desmoronamiento en cascotes se infería que quien hablara de derecha e izquierda se había quedado atrás en el tiempo, que era anticuado o que “atrasaba”, que derecha e izquierda eran algo que ya no había más y, por ende, ya no debía decirse.

Que se hable de derecha e izquierda supone, a la vez, que la derecha accedió a llamarse así. En la Argentina, país en el que derechistas y conservadores no precisamente escasean, ocurrió muy largamente que no osaran decir su nombre, y que siendo conservadores, como eran, se declararan de ‘centro’.

Pero el argumento era falaz, porque las ideas (y sus categorías) no caen como caen los muros, ni siquiera los que fueron levantados en su nombre. Y hoy por hoy, lejos de aquellos veredictos de caducidad tan de afán de estar-al-día, se habla de derecha y de izquierda de manera casi continua. De la izquierda se habla mucho, así sea para amenazarla (como cuando, por poner un ejemplo, el presidente de la República Argentina, Javier Milei, declaró que a los zurdos nos iba a correr hasta los rincones y nos iba a “hacer cagar”); también se habla mucho de comunismo, pues tras darlo categóricamente por agotado y fenecido, se pasó casi sin mediación a verlo poco menos que en todas partes, bajo una tesitura algo paranoica por la cual incluso al papa Francisco, por ejemplo, porque sentía compasión por los pobres, se lo llegó a acusar (el género es ese: “acusación”) de “comunista” (por vergüenza de argentino no me detendré en el caso del presidente Milei, quien, al notar que en la palabra “nacionalsocialismo” anidaba la palabra “socialismo”, llegó a decir que Adolf Hitler era “un zurdo”). La burda lógica del todo o nada impide siempre que se piense algo. La ilusión precipitada de que en el mundo el comunismo se había extinguido por completo y para siempre viró hacia la percepción alucinada de que en verdad lo acecha y hasta lo domina. Mientras tanto, en otro tono, sin tanta hipérbole, pensadores como Slavoj Žižek, Enzo Traverso, Alain Badiou, Franco Berardi, entre muchos otros, se ocupan de analizar a conciencia tanto su crisis como sus posibilidades futuras.

Que se hable de derecha e izquierda supone, a la vez, que la derecha accedió a llamarse así. En la Argentina, país en el que derechistas y conservadores no precisamente escasean, ocurrió muy largamente que no osaran decir su nombre, y que siendo conservadores, como eran, se declararan de “centro” (como en la “Unión de Centro Democrático”, por ejemplo, o “Ucedé”, que no eran de centro ni tampoco tan democráticos, y terminaron sin estar ni siquiera tan unidos). La derecha hoy se dice derecha, y lo encuentro preferible, y asume sin retaceos sus posturas reaccionarias en materia de derechos y en cuestiones de equidad social (se oponen a todo eso: a la justicia, a la igualdad, a la dignidad. Se oponen).

No obstante, hay algo en ese conservadurismo patente que se esconde o se camufla; porque tiende a presentarse como cambio, como renovación y hasta incluso como “revolución”. En la Argentina de los años 90, por caso, imperó el proyecto político de Carlos Menem que, netamente conservador como era, y brutalmente destructivo para la industria nacional como resultó, se propuso bajo los auspiciosos términos de una presunta “revolución productiva”. El proyecto político de Mauricio Macri, que alcanzó la presidencia del país en 2015, netamente conservador como era, se ofreció bajo las marcas de “Cambiemos” y de “Juntos por el Cambio”, aunque ya dejaron de estar juntos y, de hecho, no cambiaron nada, y proclamando festivamente una “revolución de la alegría” que consistió básicamente en montar en sus actos políticos escenas de cumpleaños infantiles, con globos, bailoteos y papelitos de algazara. El actual poder del Estado, ejercido en la Argentina por un Javier Milei saturado de resentimientos y enconos, es declaradamente retrógrado, incurre sin sonrojos en formas arcaicas de biologicismo y xenofobia o de un darwinismo impiadoso que ni Darwin reconocería, y, sin embargo, se propuso a la adhesión de quienes quisieran “un cambio”.

Para que la fatiga que eso produjo no siga fugando hacia la derecha, convendrá abocarse, sin saña, pero a conciencia, a esa buena y vieja costumbre tan propia de la izquierda: la autocrítica. Discutir a un mismo tiempo hacia afuera y hacia adentro, con los otros y entre nosotros, hasta poner en evidencia cómo y por dónde el estado de cosas habrá de cambiar de verdad.

Está claro que las políticas que se implementan mediante el “avance de la derecha” propenden esperablemente a afianzar el estado de cosas y a reforzar las relaciones de poder ya existentes en la sociedad, especialmente en términos de sometimiento económico. No menos claro es que esas políticas del más de lo mismo (o del más de lo mismo pero peor, de un más de lo mismo agravado) precisan presentarse en términos de un cambio hacia algo nuevo, o bien del restablecimiento de un pasado perfecto y perdido (de la América Grande de Donald Trump a la Argentina Potencia de Javier Milei, aunque una existió y existe en forma de tremendo imperio y la otra no existió de ninguna forma), lo que no deja de suponer una transformación respecto del presente. La adhesión que el “avance de la derecha” obtiene se debe en buena parte a las promesas de cambio que pronuncia y no al afán conservador que en verdad sostiene. Pero en un Trump o en un Milei o un Bolsonaro, como antes en un Berlusconi, hay aspectos verdaderamente novedosos, dichos o procederes inauditos o desconcertantes, inimaginables hasta hace poco en figuras presidenciales, lo que indica que algo tuvieron que cambiar (o tuvieron que cambiar bastante) para conseguir que nada cambie. Hay algo efectivamente renovador en estos liderazgos chirriantes, por más que, en definitiva, se trate de empresarios o de empleados de los empresarios que no harán sino robustecer la posición de quienes detentan el poder económico y agravar, en consecuencia, los padecimientos de los relegados y los excluidos. Alteraron fuertemente el tenor de la disposición de la escena pública, su lógica y sus convenciones, lejos de la rigidez atávica de los viejos conservadores; lucen irreverentes, lucen desacatados, y en algún sentido lo son. Eso nuevo que prometen, aunque falso en lo sustancial, consigue producir creencia mediante eso en lo que efectivamente innovan.

Para que eso haya sido posible, como lo fue y lo sigue siendo, algo tiene que haberse desencontrado en los espacios del progresismo y de la izquierda, más allá de sus diferencias. Lo detectó y estudió, entre otros, Pablo Stefanoni en ¿La rebeldía se volvió de derecha? La interrogación del título se responde a lo largo del libro, y se responde afirmativamente, para pasar a indagar a continuación cómo fue posible que eso pasara. Izquierda y progresismo se fueron en buena medida empantanando en dogmas y rigideces, en el confort de la certeza del bien, en el impartir monológicamente lecciones y sermones, y hasta en el patrullaje vigilante del decir o no decir, de cómo hablar o no hablar. Para que la fatiga que eso produjo no siga fugando hacia la derecha, convendrá abocarse, sin saña, pero a conciencia, a esa buena y vieja costumbre tan propia de la izquierda: la autocrítica. Discutir a un mismo tiempo hacia afuera y hacia adentro, con los otros y entre nosotros, hasta poner en evidencia cómo y por dónde el estado de cosas habrá de cambiar de verdad.

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