La crítica de vino como lectura

por Marcelo Mellado

por Marcelo Mellado I 6 Diciembre 2018

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Quizás los que hacen crítica gastronómica o de vinos son los restauradores de un orden al que era necesario volver: la relación unívoca y necesaria entre un guía pastoral y su grey. Porque en la crítica estructural o semiológica de los textos, el crítico se instaló como escritor o incluso como un artista más. Y al dejar de ser un guía, evidentemente se produjo un quiebre entre las dos entidades que conformaban una unidad indisoluble: el autor y el lector.

por marcelo mellado

Ya nadie lee los textos críticos sobre literatura que aparecen en los medios periodísticos, decían el otro día unos amigos en una comida. No tienen incidencia en la comunidad lectora posible, fue la conclusión, puesto que el periodismo findesemanesco se dedica fundamentalmente a la cata de vinos y a la crítica gastronómica. En esta área incluso hay algunos referentes críticos (catadores, someliers, periodistas especializados o, concretamente, críticos de vino y gastronomía) cuya palabra sancionadora sí sería seguida por consumidores que pueden gastar bastante por un buen vino (y el plato respectivo que hiciera maridaje, como dice la jerga). De pronto estamos ante un cambio de costumbre de consumo cultural no menor. En la práctica es un desplazamiento que podría constituir una homología estructural, sobre todo por la analogía y la complejidad que comparten dos aparatajes textuales que poseen una cierta densidad estructural lo suficientemente espesa. Beber puede ser también una forma de leer, si acuñamos el concepto barthesiano de la intuición estructural, que sitúa la analítica conceptual en un rango menos árido que el que se le atribuye a la práctica semiológica de leer con voluntad crítica.

Alguna vez escuché, no sé si fue a Enrique Lihn o a Martín Cerda, un juicio a propósito de la crítica literaria en tiempos de la dictadura, de la existencia del mono crítico, cuando El Mercurio, a pesar de sí mismo, parecía regir la cultura oficial. Ignacio Valente, y antes Alone, decidía con su juicio lo bueno y lo malo, lo válido o inválido, lo legítimo o no. Como que lo lógico era que hubiera una especie de guía o gurú que nos dijera lo que correspondía.

Aquí quiero recordar una polémica entre Lihn y Valente de la que guardo un nítido recuerdo que, creo, no ha sido recuperada por la historia de nuestro campo cultural, sobre todo porque fue ese conflicto la representación de la lucha contra la dictadura en la zona del sustrato ideológico y cultural. El “progresismo” y la izquierda de la época solo priorizaba la política dura y la victimización. Lihn publicó un texto al respecto; el contexto era que Valente había arremetido desde su columna contra la irrupción del estructuralismo que estaba ocupando un lugar en nuestro medio, tanto a nivel intelectual como académico, y el que también era asumido por las prácticas textuales neobarrocas que comenzaban a abrirse camino.

Lo que puede ser fascinante desde una cierta perspectiva lúdico-analítica, casi esotérica, es cuando esas características aromáticas están inscritas en la cepa, la semilla tiene esos rasgos ya sea frutosos o ahumados (jerga con la que uno se ha familiarizado, pero sin captarla en toda su magnitud).

Valente, al parecer, veía una reposición del marxismo cultural que ponía en peligro un orden que había que preservar. Por otro lado, algunos intelectuales y artistas eran seducidos por sus postulados, como un modo oblicuo de enfrentar a la dictadura en el plano cultural. En ese mismo contexto, Lafourcade era el primero que hacía una homología entre literatura y gastronomía, en donde a la evaluación de una obra le correspondía una cierta cantidad de tenedores, como descriptor de calidad. En este caso era una mera astucia de pauta editorial.

El objeto legible, no bebestible

Hoy no es posible reproducir esa uniformidad nostálgica, no solo porque la dictadura (al menos esa voluntad) adquiere otros modos con la democracia y la sensación de diversidad diluye los conflictos. Ahora, la ficción emprendedora es capaz de coger un objeto histórico y darle una nueva luz. El vino surge como esa estrategia que recupera un objeto uniforme que puede ser sometido a la diferencia y a la diversidad. Y todo esto implica un relato, la construcción de una estrategia textual para contar esa historia precisa y coherente en su decurso.

Quizás los que comentan o hacen crítica gastronómica o de vinos son los restauradores de un orden al que era necesario volver. Era necesario que hubiera algún objeto cultural que restaurara esa relación unívoca y necesaria entre un guía pastoral y su grey. Porque eso que llaman literatura se disparó para otro lado, concretamente, hacia una estética de la dispersión y la diversidad inapresable.

Lo que ocurrió con la crítica estructural o semiológica de los textos fue, en parte, que el crítico se instaló como escritor o se instaló como un artista más en el ambiente cultural. Y ya no fue un guía, sino un escritor más, lo que evidentemente implicó un quiebre con el lector, que lo perdía como mediador o puente entre las dos entidades que conformaban una unidad indisoluble, el autor y el lector, ambos brutalmente reales. El crítico estructural inventó un lector ficcional que se suponía más libre e independiente y eso alteraba el placer de las jerarquías, en una sociedad en que es necesario mantener algunas esclavitudes.

En el caso del vino, la clave es la recuperación del lector como consumidor atento y obediente. A nivel técnico hay un leve parentesco procedimental, sobre todo porque la conceptualización está en el mismo objeto. Roland Barthes, un clásico, fue el que dotó a la crítica textual, aunque también a otros objetos, de un modelo de trabajo y de un nuevo estatuto con legitimidad estética que, creo, ha sido muy útil para la descripción de cualquier objeto y para el trabajo cultural en general. Recordemos que él trabajó o aplicó su metodología estructural a la moda, demostrando con ello su multiaplicabilidad. Por ejemplo, la presencia o ausencia de algún rasgo distintivo, ya sea de un cuello o de la forma de un escote, o del largo de una falda, se convertía en signo, el que desplegaba en dicotomías que posibilitaban una articulación de mensajes.

Hoy con el vino podría hacerse esa homología estructural, a partir de considerar el objeto como un haz de capas jerarquizadas, como son el aroma, el color y la palatabilidad; ahí tenemos tres elementos claves que se combinan sistémicamente en el análisis y que conforman el objeto en su originalidad seminal. Entonces tenemos un vino textual, no es el vino real, y el objeto es la crítica a tal o cual objeto, el vino producido por tal viña y criticado por tal o cual catador. Lo que puede ser fascinante desde una cierta perspectiva lúdico-analítica, casi esotérica, es cuando esas características aromáticas, por ejemplo, están inscritas en la cepa, la semilla tiene esos rasgos, ya sea frutosos, ahumados o minerales (jerga con la que uno se ha familiarizado, pero sin captarla en toda su magnitud). De ahí surgen los descriptores aromáticos, que son el equilibrio, la armonía, complejidad y permanencia. Con estos conceptos el analista arma su texto crítico que, en este caso, funciona como un instrumento descriptivo para descubrir su estructura tánica. De ahí que un “vino tranquilo” o “complejo” no es una arbitrariedad, sino que surge de una composición; y el catador sería aquel sujeto que puede, a partir de un proceso razonado de cata, descubrir su estructura composicional.

El crítico nos enseña que decir buen o mal vino es muy general e irrelevante, mejor decir cómo está compuesto y si esa semilla, que es la que guarda las características organolépticas del vino, es verosímil o guarda relación con eso que podríamos denominar terroir.

Otro nivel, quizás más antropológico, es poner el acento en el relato del proceso industrial y/o en la carga restaurataria oligárquica, como eran los vinos que hablaban por sus etiquetas. Nos estamos refiriendo al período en que había una narrativa etiquetera que aludía a una aspiracionalidad nobiliaria y colonial, de carácter mítico. De ahí surgieron los Marqués de Casa Concha u Oidor de la Real Audiencia o Conde de La Conquista. Era el vino que llamamos restauratario de un orden y de una territorialidad, previo al vino posmoderno, del emprendedor joven, cercano a los equilibrios medioambientales, a la tierra y al glamour. También hay eso que el sentido común económico llama “cambio en los paradigmas de consumo”, que lo ligan a las costumbres culturales de capas sociales ascendentes y también al signo de distinción que produce la distancia clasista, plena de signos, y tan necesaria para la construcción de la distinción, que hace la diferencia de clase. Aquí, en este campo, hay lo que yo llamaría una “poética del desplazamiento que nos hace otros”.

El objeto producido

Así como en el campo literalitoso chilensis surgió el poeta editor (me imagino que a nivel latinoamericano es parecido), no nos debería llamar la atención enunciados como el de “vino de autor”, que va de la mano con lo de las viñas boutique, en donde, como decía Schumacher, el economista descalzo, “lo pequeño es hermoso”. Percibimos la misma voluntad, la proliferación de editoriales independientes es analogable a lo de las viñas boutique, la diferencia obvia es el rendimiento económico; aunque hay otra relación que tiene algo de visibilidad social, y es que los poetas han sido grandes bebedores de vino de dudosa calidad, sin atender al vino como objeto, al legible. Recuerdo a un escritor costarricense que vivió en Chile, Joaquín Gutiérrez, contaba que él se quedó acá porque no podía creer que el vino fuera tan barato. Pero en este punto nos acercamos a la noción de vino festiva, en que el vino es solo un objeto mediador y no un fin último.

Cuando se inventa el nuevo vino, o el vino otro, luego del vino tradicional y del vino de la reposición oligárquica, viene este vino que podríamos denominar, con algo de pudor, posmoderno, del vino que tiene otro texto, otra textura. El triunfo de la lectura liberal, industriosa, creativa, en donde el objeto no solo es consumido o bebido, sino leído, informado, en donde el analista o lector decodifica o descompone (ve o comprueba su composición) y la ubica o la hace pertenecer a un campo de legitimidad mayor.

El crítico nos enseña que decir buen o mal vino es muy general e irrelevante, mejor decir cómo está compuesto y si esa semilla, que es la que guarda las características organolépticas del vino, es verosímil o guarda relación con eso que podríamos denominar terroir.

Barthes decía que el estructuralismo se ríe de la mala y de la buena literatura, lo importante es saber cómo está diseñado un objeto, en este caso una obra. La valoración es posterior a eso. Lo cierto es que la práctica bebestible o la experiencia del vino constituye todo un tema que puede pasar por la siutiquería o el arribismo social, pero también podría tener un carácter simbólico que podría producir voluntad de patrimonio.

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