Cara de malo

“En esta cara la maldad se trasluce en cada gesto, en las marcas de la piel, la mandíbula, el arqueo de las cejas, la boca hacia adentro; pero sobre todo se concentra de manera nuclear en los ojos. Algo se ha oscurecido en ellos de forma insondable, como si la mirada hubiera ingresado a un mundo de tinieblas del que no hay vuelta atrás. La pupila fagocita al iris que regula la luz, todo es inmóvil y sombrío, como el sótano de una casa cerrada”.

por Milagros Abalo I 10 Agosto 2022

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En esta cara la maldad se trasluce en cada gesto, en las marcas de la piel, la mandíbula, el arqueo de las cejas, la boca hacia adentro; pero sobre todo se concentra de manera nuclear en los ojos. Algo se ha oscurecido en ellos de forma insondable, como si la mirada hubiera ingresado a un mundo de tinieblas del que no hay vuelta atrás. La pupila fagocita al iris que regula la luz, todo es inmóvil y sombrío, como el sótano de una casa cerrada.

En el común de los mapas faciales hay una suerte de chispa que se prende y se apaga en su contento, aunque conforme pasan los años se prende cada vez menos, es natural, pero siempre está la posibilidad de un encendido que renueve o refresque la expresión y por un momento la cara sea otra, se ilumine. No habría que perder del todo esa suerte de inocencia, para no perder la capacidad de luz. La amenaza de un daño, sin embargo, puede quebrarlo todo, y en el fondo de esta cara de malo está la marca de un daño y la prehistoria de su mirada lo sabe y seguramente lo esconde.

Una cara igual a sí misma, nada se enciende en ella, nada cambia, no se desarticulan sus facciones, no pasa el tiempo o lo hace de una manera distinta, como si no penetrara con toda su carga y su peso. El mal no tiene tiempo y su irrupción es siempre posible. Tiene una cara de malo, decimos o escuchamos decir tantas veces para corroborar la impronta negativa de una acción perpetrada por alguien. Cara coraza, cara a la defensiva. Lo malo se ha empozado al interior de su estructura, sin contradicciones, y refleja por lo tanto su máxima expresión, su máxima extensión. Una cara en la que ha desaparecido la duda y la conciencia que suele detenerse a razonar no se vincula y no hay tregua posible. Cara grabada a sangre y fuego. Una tensa máscara emerge en cada uno de sus rasgos que se estiran en el gesto de lo impertérrito, de lo inamovible, de una inquebrantable seriedad. La seriedad de lo que no retrocede, diría, es algo principal en esta cara.

No se mueve un músculo o se mueve con perversa gravedad, con sorna. La escuela del mal endurece la materia, en sus manos artríticas, el odio. Nada turba ni perturba ni sorprende a esta cara. En su ostracismo de superioridad es ajena a toda muestra de flaqueza, así como evita el imperfecto y bruto descontrol. El mal perdura.

En otras caras, por ejemplo, la perversión del mal toma un color rosado, sudoroso y emanan los vapores de un deseo retorcido. En otras, en tanto, domina un aspecto más bárbaro, como de perro salvaje que ya no tiene nada que perder y su lucha es la de la sobrevivencia. Caras antagonistas, brígidas como su lenguaje de frases al aire. Recuerdo ese personaje caricaturesco llamado “El Malo”, representado por Daniel Muñoz en el programa Venga Conmigo. Recuerdo su look, su actitud, aunque en realidad se trataba de una figura de instinto más primitivo: un choro que todavía pareciera tener una madre a la que le lleva flores.

Tiene una cara de malo, decimos o escuchamos decir tantas veces para corroborar la impronta negativa de una acción perpetrada por alguien. Cara coraza, cara a la defensiva. Lo malo se ha empozado al interior de su estructura, sin contradicciones, y refleja por lo tanto su máxima expresión, su máxima extensión. Una cara en la que ha desaparecido la duda y la conciencia que suele detenerse a razonar no se vincula y no hay tregua posible. Cara grabada a sangre y fuego.

Esta cara, en cambio, es calculadora y juega sola contra el mundo, o rodeada de caras cómplices que tragan saliva, tiemblan y tartamudean. Esta cara no responde a nada ni a nadie, no escucha, y detenerla parece tan imposible como leer su mente.

¿Dónde está el límite con la locura?

Si se examina de fondo un ojo cualquiera, parece un sol en llamas, en esta cara ese sol-ojo se ha petrificado.

Una amiga me dijo una vez que le gustaban los hombres con caras de malo. Por supuesto no se refería al ser sino a la determinación —hermana del deseo— que hay en esas miradas. Una pizca de malicia no le hace mal a nadie. Malicia, no maldad. La cara de malicia es todavía juguetona, flexible, graciosa, un condimento necesario que hace de las relaciones algo estimulante.

La cara de la que escribo es simplemente mala, mala leche, malintencionada, mal. Y se le nota en el semblante, se lo toma, lo hace suyo, como esas malas hierbas que crecen en lugares no deseados y nunca mueren y vuelven a crecer, persistentes, penetrantes, hacia adentro. O su existencia quizás se hace larga por el daño que dejan. Mala hierba o también conocida como plantas invasoras, ajenas, igual a esta cara que se mira al espejo una y otra vez, y en nombre de sí (su única patria) avanza con pasos de inmortal, o en su monstruosa ambición la muerte le es por completo indiferente.

Con todo, queda la duda de si alguna vez el miedo —y bajo qué cara— le oprimirá como tenaza el pecho.

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