No quiso estudiar fotografía, sino más bien seguir el instinto de lo que su mirada iba reteniendo. Llegó tarde a la máquina, aunque en verdad no haya edad para llegar. “Si yo no conozco a Jaime (Goycolea) nunca habría sido fotógrafa”, contó Julia Toro en la conversación que sostuvimos en la casa donde vive junto a su hijo, Mateo Goycolea, con quien armó un estudio donde desarrolla el proyecto Culto al ego. Allí, diferentes personas llegan para ser fotografiadas en blanco y negro, como esos retratos que colgaban en los muros de piezas altas y antiguas. A sus 91 años, Julia Toro dice que en lo único que cree es “en el presente y en la vida”, y aquí revela con su gracia característica los clic, clac, paf de las historias que hay detrás de algunas de sus fotos más emblemáticas.
por Milagros Abalo I 9 Agosto 2024
Con la edad empiezas a perder la vista. Empieza la presbicia. Al principio te desesperas, pero de repente era tanto el desenfoque, que me empezó a gustar y entonces dije: why not? Si esta es mi realidad, tengo un problema que no lo puedo solucionar. Asumí el desenfoque como parte de mi nueva mirada y me gustó. Lo acepté. Y el resto lo aceptó y pasó a ser parte de mi estilo. No fue pensado. Mi relación con la foto siempre ha sido muy libre. Mi hermana mayor, que era más severa conmigo, quiso que tomara un curso, y yo le dije por ningún motivo, me van a desviar mi forma de ver, yo quiero ver como yo veo, aunque ahora que lo pienso me habría gustado, porque en la parte técnica de laboratorio era regularcita nomás. Pero al final hay un sello mío. Cómo ser tan técnica si la cosa te emociona tanto. Una vez iba caminando en el Elqui y siento una gritadera, me asomo y hago clac, si yo trato de hacer foco a la foto de los detectives salvajes, ya pasaron, los pierdo, tienes un segundo y clac. Esa rapidez es la comunión del instante con la máquina. El tiempo de la fotografía como el momento de esa imagen. Eso es irrepetible. Las mejores fotos son fruto del azar.
Empecé por la infancia, por mis hijos y nietos, a disparar lo que tenía más cerca. Pero una de las primeras fotos que tomé fue cuando vi a mi hija sacándose la ropa, corrí donde Jaime y le dije ven a tomar esta foto, entonces me dijo, tú. Me ungió, y esa es una de mis primeras fotos consciente de que estoy mirando a través de un visor, de un mecanismo.
Hay una foto en que mis hijas están en una casa antigua, y yo las veo de lejos: las dos hermanas, una está cociendo en una máquina de coser de pie y están conversando y no tienen la menor idea de que tienen mamá siquiera, y retuve esa imagen. Es de un silencio, de una intimidad irrepetible. Porque si yo les hubiera dicho les voy a tomar una foto, algo se habría movido de la imagen. Hay otras fotos en las que está mi hijo menor, Mateo, en el valle del Elqui, tendría unos 13 años, y estaba sonando una sinfonía de Mahler y él estaba arrobado por la música con los ojos cerrados, como dirigiendo una orquesta invisible. Lo pesqué en un arrobamiento que a un chico de 13 le daría vergüenza. Fue producto de un momento de audacia, un robo. Ya la segunda foto sale con los ojos abiertos, como si lo hubiese interrumpido.
Unos amigos jovencitos vivían a una cuadra, en las torres de Bilbao, y en la esquina había un almacén y estos amiguitos arrendaban el segundo piso. Una vez fui a su casa y me metí al baño, esos baños antiguos con tinas con patas de león, mosaicos, todo era adorable, y me acababan de regalar un rollo fotográfico de una película muy especial, de mil asas, entonces les pregunté si se bañarían y yo los fotografiaba. Claro, me dijeron, y en dos minutos estaban desnudos.
Esta foto la hice porque quería hacerle una broma a Bertoni. Él hizo una exposición maravillosa en el Museo de Bellas Artes, de desnudos femeninos. Bertoni es el fotógrafo que más me gusta. Mi idea era mandarle un desnudo mío diciendo “yo también”; una broma que se me había ocurrido y que nunca llegué a concretar. Y de ese apuro salió la mitad de la imagen velada, como si la cámara hubiera censurado la parte del poto.
La que primero se me viene a la cabeza es la foto de Rodrigo Lira. Eso fue en el año 80; Francisco Javier Court decide hacer un encuentro de arte joven, la segunda manifestación artística durante la dictadura. No sé cómo serían las cosas por dentro, el asunto es que todos los artistas que estaban con bastante sed llegaron. Fueron dos días en que hubo recital de música, poesía, entonces fui a un recital de Raúl Zurita, a quien no conocía, una voz impresionante. Estaban los poetas en un estrado y el público, yo con la cámara colgando, y de repente se para Rodrigo Lira a reclamarle a Zurita que él no había sido invitado, y se pone a leer una carta abierta a Zurita y yo, ¡paf! El cuadro que hay detrás en esa foto es de Jorge Tacla.
Estaba en esa cosa íntima de la mañana, de mirarse, hacerse las uñas, el pelo, y siempre he tenido el complejo de tener las manos muy arrugadas, entonces dije voy a ver cómo está mi mano ahora, y paf… la foto es intensa, dramática. Lo que estaba pasando en Chile en los 80 se reflejaba en esa mirada y en ese gesto de censura, el espanto en los ojos.
Me saqué la beca Andes, una beca muy importante, pensando en que son muy católicos se me ocurrió las monjas. Lo menos retratable que hay. No se ven. Fui como a 10 conventos, pero llegué a uno del siglo XIX, una joya. Cada piso tenía siete metros de altura, los pasillos largos. Estuve un día entero ahí, me costó tres meses convencer a la monja superiora que me diera permiso. Yo ya no era ninguna chiquilla, tenía como 70 años. A ella le tincó o yo le gusté, hasta que un día me dice, ya, las convencí, porque las novicias no querían, dijeron que por algo se metían a un claustro y cerraban la puerta al mundo, no van a venir a que les tomen fotos. Me dio permiso con la condición de que no tomara rostros. Sin retratos. Y me convidaban a almorzar, y en un almuerzo inolvidable, llegó una monja con un canastito y unos plátanos, fue una emoción tan grande verla, ver la pobreza del convento. Ella era una novicia, y yo paf, le saco una foto. Entonces, cuando terminé el trabajo les regalé las fotos y ahí me confesé con la superiora, porque había cometido un pecado, un abuso de confianza por haber fotografiado el rostro de la monja. Me contó después la superiora que esa chica se había metido a monja y hacía 15 años que no veía a sus padres y que le habían mandado la foto de la cara de su hija.