Un octubre imaginario

¿Qué tipo de documental intentó hacer Patricio Guzmán en Mi país imaginario? Al director le habría bastado poner uno que otro testimonio que refutara su tesis para complejizar su argumento. Porque en estas imágenes (muchas valiosas) no hay intentos de comprender qué pasó realmente en esos días, sino la voluntad de establecer la tesis de que tras 30 años de abusos por parte del sistema neoliberal, un día los chilenos despertamos y exigimos cambiar la Constitución de Pinochet. Al director le habría bastado llevar la cámara a algún centro comercial (lo habría encontrado lleno) o agregar las imágenes de Boric en el Parque Forestal aguantando los escupos de los manifestantes, para acercarse más honestamente al proceso. Tal vez desde afuera el asunto parezca simple, pero en Chile todavía estamos tratando de entenderlo.

por Pablo Riquelme I 6 Septiembre 2022

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Una duda que surge tras ver Mi país imaginario, el último documental de Patricio Guzmán, es hacia qué tipo de espectador está dirigido. ¿Está hecho para los festivales tipo Cannes, donde la ovación tras su estreno duró, dicen, casi 10 minutos? El público internacional que no maneja detalles de lo que pasó en Chile a partir del estallido social, en efecto, podrá impresionarse genuinamente con la ferocidad de la violencia vivida en las calles del país a partir de octubre de 2019. Incluso, podrá verse compelido a reconsiderar el mito de que Chile poseía una democracia ejemplar y era un país manso y cristalino. Pero los espectadores radicados aquí, los que presenciaron estos hechos durante meses, en las calles o a través de las infinitas imágenes compartidas en redes sociales, no verán nada nuevo. Mi país imaginario no ofrece nada que no sepamos.

La escasez de novedades no significa carencia de imágenes elocuentes. Si hay algo en lo que Guzmán tiene talento y oficio de sobra es en mirar a través de la cámara. Los años que lleva viviendo fuera del país han convertido al director chileno en el tipo de artistas que viven lejos pero que mantienen un interés nostálgico, casi obsesivo, con el solar patrio. De hecho, en los últimos años ningún cineasta nacional ha sabido contemplar los pilares telúricos del país como hizo él en la trilogía compuesta por Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019). En teoría, como sugiere Carlo Ginzburg en Ojazos de madera, nadie mejor que el compatriota convertido en forastero para desvelar las falacias de nuestra sociedad. Y aunque en Mi país imaginario esto no se cumple, algunas imágenes son interesantes por el solo hecho de que las ha capturado Guzmán. El primer plano del insomne presidente Piñera en el momento en que lanzó la frase que selló el destino de su segundo mandato (“Estamos en guerra contra un enemigo poderoso…”) transmite su miedo y logra asomarse al abismo por el cual comenzaba a desbarrancarse la institucionalidad chilena. Hay una secuencia, capturada desde un dron, que persigue a un blindado de Carabineros en su descenso por Providencia hacia Baquedano en plena noche, mientras recibe los piedrazos de los manifestantes. A través del sonido creciente de los peñascazos, Guzmán sintetiza la condición de fortaleza asediada en la que, en aquellos días de octubre, se había convertido el Estado. Y hasta la materia cobra vida. Los primerísimos planos de las piedras que usaron los manifestantes para combatir a la policía (“Mis viejas amigas las piedras”, dice Guzmán), todavía mojadas por los carros lanza agua de Carabineros, conectan este filme con la trilogía previa. Este documental es el último eslabón de una obra que debe ser mirada en su totalidad. Es una filmografía en la que el gobierno de Allende y el golpe de Pinochet funcionan como punto de fuga de un Chile fantasmal, detenido en el tiempo, en el cual la utopía sacrificada está a la espera de una segunda venida. Ya no parece casual que, en La cordillera de los sueños (reciente ganadora del Goya en la categoría de mejor película iberoamericana), a pito de su disgusto con el sistema neoliberal impuesto por Pinochet desde el edificio Diego Portales, ese narrador parecido a Herzog que Guzmán ha desarrollado con los años dijera: “Mi deseo es que Chile recupere su infancia y su alegría”. No parece casual, porque el malestar con el modelo fue parte constitutiva de la Transición. Guzmán había sido uno de sus cronistas.

El anhelo de Guzmán se cumplió con el estallido de octubre de 2019. “¿Cómo es posible que esté delante de una segunda revolución chilena?”, se pregunta, asombrado. Un primer asunto que llama la atención en un cineasta que se empina en la madurez radical es la falta de crítica con el pasado. Guzmán fue detenido y exiliado después del Golpe de 1973 y sabe que las revoluciones tienen contrapasos violentos. Toda su generación pagó muy caro el precio de la utopía. ¿Cuál es su visión sobre este nuevo movimiento? ¿No hay consejos, advertencias, atajos, señales de peligro para estos nuevos revolucionarios?

Otro asunto que no se sostiene es la deriva feminista que toma el documental. Guzmán se detiene a observar las performances de mujeres que se viralizaron mundialmente y, con el argumento de que ellas explican mejor el proceso que ellos, las entrevistadas son puras mujeres. La verdad es que esto no ayuda a entender mejor el estallido ni agrega matices reales, y de hecho resulta condescendiente y oportunista.

La interpretación del estallido, por otra parte, es monolítica: tras 30 años de abusos sistemáticos de parte del sistema neoliberal, según Guzmán, un día los chilenos despertamos de la modorra y, violencia mediante, exigimos cambiar la Constitución de Pinochet. A pesar de una policía que reprimía, según él, como en los tiempos del “tirano”, el movimiento se impuso, forzó un plebiscito al margen de los partidos políticos (bueno, ya sabemos el resultado) y al final se encarnó institucionalmente en una asamblea deliberativa, por un lado, y en un nuevo presidente, Gabriel Boric, que cristalizaba la toma del poder.

Son tantos los matices que podríamos agregarle o quitarle a esta versión, ya sea para enriquecerla o contradecirla, que uno se pregunta qué tipo de documental intentó hacer Guzmán. Al director le habría bastado poner uno que otro testimonio que refutara su tesis para complejizar su argumento. No hay intentos de comprender qué pasó realmente en esos días, sino la voluntad de establecer una tesis. Al director le habría bastado llevar la cámara a algún centro comercial (lo habría encontrado lleno) o agregar las imágenes de Boric en el Parque Forestal aguantando los escupos de los manifestantes para acercarse más honestamente al proceso. Tal vez desde afuera el asunto parezca simple, pero en Chile todavía estamos tratando de entenderlo.

Otro asunto que no se sostiene es la deriva feminista que toma el documental. Guzmán se detiene a observar las performances de mujeres que se viralizaron mundialmente y, con el argumento de que ellas explican mejor el proceso que ellos, las entrevistadas son puras mujeres. La verdad es que esto no ayuda a entender mejor el estallido ni agrega matices reales, y de hecho resulta condescendiente y oportunista. Guzmán ni siquiera repara en que la Convención fue paritaria, acaso el mayor logro institucional del feminismo. Y como decisión política o gesto simbólico, tampoco asombra. Entre todos los entrevistados de su penúltimo documental, solo había una mujer; el resto: puros hombres.

Además está el paralelo visual y sentimental entre esta película y su primer filme, El primer año, y entre Boric y Allende. Tal vez desde afuera las cosas se vean así, pero más allá de las citas simbólicas y las casualidades (el 4 de septiembre del plebiscito de salida coincidió con la fecha de la elección de Allende), los contextos son muy diferentes. Solo una nostalgia y un voluntarismo que no teme que la realidad le arruine una buena historia puede comparar al primer gobierno socialista elegido democráticamente, en el contexto de la Guerra Fría, con el escenario actual. En las coyunturas trascendentales como la que vivimos, este tipo de cine corre el riesgo de convertirse en propaganda.

 


Mi país imaginario (2022), dirigido por Patricio Guzmán, 83 minutos, disponible en cines.

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