Basada principalmente en el asesinato de los estudiantes y trabajadores que apoyaron el nacionalsocialismo chileno y a Carlos Ibáñez del Campo, Sesenta muertos en la escalera describe cómo las fuerzas militares procedieron con los golpistas. Con este libro, Droguett se propuso hacer literatura y, al mismo tiempo, enfrentar la historia de Chile sin reparos ni moralina.
por Jorge Polanco I 10 Julio 2020
Los libros de Carlos Droguett se reeditan cada cierto tiempo. Aunque no se trata de un autor masivo, tiene lectores fieles. Incluso en el último Festival de Cine de Valdivia hubo algunas sesiones dedicadas a Eloy, la película basada en su libro más conocido. Ahora la clásica editorial Nascimento volvió a las librerías publicando Sesenta muertos en la escalera, de 1953, y la pregunta que suscita su lectura no es solo sobre su calidad literaria o los recursos estilísticos, sino más bien acerca de su vigencia. Dividida en 10 capítulos, más un prólogo de Fernando Moreno, dos epílogos que reverberan el relato, un texto de Jaime Rayo y el apéndice de Felipe Reyes, la estructura de la novela contiene pasajes extensos de monólogos interiores, acertadas comparaciones líricas y desfiguraciones de tiempo, espacio y personajes que caracterizan el peculiar realismo experimental de Droguett. Estas digresiones permiten unir los dos relatos de la trama entre la violencia política y familiar.
Basada principalmente en el asesinato de los estudiantes y trabajadores que apoyaron el nacionalsocialismo chileno y a Carlos Ibáñez del Campo, Sesenta muertos en la escalera describe cómo las fuerzas militares procedieron con los golpistas. Esta es una enseñanza histórica y también literaria que es preciso tener en cuenta. El gobernador, personaje que ilustra al poder estatal, actúa sin remordimientos. Los estudiantes grafican el heroico e ingenuo intento de golpe de Estado con escasas armas, y los carabineros la labor represiva exacerbada. Todos parecen cumplir un rol que retorna –con sus diferencias– en cada época. La encrucijada de dicho período –más allá de la novela– no facilitaba avizorar el complejo escenario que vendría con el nazismo y, luego, durante la Guerra Fría. ¿Estaremos viviendo un período confuso parecido?
Sin que quizás los editores se lo propusieran, después de lo que ha venido ocurriendo en Chile a partir de octubre del año pasado, no hay ocasión más idónea para que este libro circule. Ya están apareciendo escrituras sobre la revuelta y reivindicaciones literarias prediciendo los acontecimientos (era esperable inclusive como nicho de mercado), ante las cuales esta novela de Droguett y, en general, su concepción de la narrativa, muestra un ejemplo de las posibilidades de la ficción frente a los hechos históricos.
Droguett no tenía dificultad en expandir frases largas, yuxtaposición de relatos, imaginar los duros acontecimientos y en darle tareas difíciles al lector. Hay que recordar que él también fue cronista y periodista. Sus frases bordean el lirismo y los merodeos en los flujos de conciencia (que resuenan a De Rokha y Faulkner), expandiendo los acontecimientos, los destellos de memoria y los últimos minutos de los moribundos. De esta manera se aleja de la puntuación periodística actual y los recursos estilísticos que buscan entregar claridad en la información. El comienzo de la dedicatoria presenta una pista violenta del estupor: “Este libro no lo he escrito yo. Lo escribieron los muertos, cada asesinado”.
El autor se propuso hacer literatura y, al mismo tiempo, enfrentar la historia de Chile sin reparos ni moralina. Esta nueva edición colabora con el registro realista. En la solapa posterior del libro aparece la lista de los nombres de los muertos y, en la parte interior de las portadas, las fotos de los presos conducidos por los policías. Con todo, visto desde hoy, un aspecto conserva cierto anacronismo: aun cuando el personaje principal femenino, Corina, es tratado con afecto y comprensión por la planificación del asesinato que lleva a cabo en su matrimonio por conveniencia, Droguett emplea frases sobre las mujeres típicas de su época y generación, que son ahora cuestionables.
Droguett es un escritor incómodo tanto literaria como políticamente, cuya narrativa constituye un referente revolucionario de las formas del realismo, similar a la poética de Sergio Larraín en la fotografía, aunque no sé si ha tenido continuidad en las nuevas generaciones de narradores. Los próximos años contrastarán esta apreciación. Por ahora solo podemos decir que Carlos Droguett todavía es uno de los más importantes escritores de la violencia en Chile; y se agradece que la editorial Nascimento retorne con esta publicación.
Sesenta muertos en la escalera, Carlos Droguett, Nascimento, 2019, 246 páginas, $14.000.