Del aula oscura al prado luminoso

por Vicente Undurraga I 10 Julio 2025

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En Camino de Santiago, su primer libro, el periodista y editor chileno Antonio de la Fuente recoge una larga serie de textos breves. Apuntes, observaciones sociales y culturales, aforismos (“lo explícito y lo implícito pueden combinarse a distintas dosis, pero no pueden dejar de combinarse”), glosas y recuerdos personales en los que, más allá de los asuntos referidos, de diversísima índole, lo que interesa es el perfil humano que, al trasluz de todos ellos, se va dibujando: la silueta de un individuo amistoso e irónico, atento a todo, que observa con sonrisa benévola el mundo y sus pequeñeces, curiosidades y rarezas.

El libro tiene 300 páginas y en cada una van dos o tres textos; entero se deja leer, de corrido quizás menos. Tiene secuencias o series de las que afirmarse (pasajes de la vida de su amigo de juventud Rodrigo Lira, por ejemplo, o cuentos de terremotos, reseñas de museos, etc.), pero es, sobre todo, un gran resumidero de lo visto y mascullado durante una vida de viajes, lecturas y encuentros. Por eso se deja perfectamente seguir a pedazos, como quien entra y sale de la casa de un amigo.

De la Fuente —quien dirigiera en dictadura la emblemática revista cultural La Bicicleta— muestra gran agilidad para sintetizar anécdotas y datos curiosos, rememorar episodios de todo tipo (circuncisiones históricas, naufragios) y ahondar en sus inclinaciones y debilidades, como los palíndromos y las etimologías. Al hacerlo, se revela un conocedor fino de la música y, entre idas y desvíos, reflexiona sobre las cuestiones humanas esenciales, como el deseo, la pertenencia y la vergüenza ajena. También deja caer unas especies de poemas imprevistos: “En la ventana el pájaro bebe el agua de la nieve derretida por el calor de la casa”.

Y si bien a ratos puede agotar tanto viaje e historia descolgada, y en ocasiones distanciar recursos como hacerle notar al lector lo obvio (“atención al oxímoron… atención a la combinación”), son más los pasajes notables, como la vez que el autor bailó con Mercedes Sosa en Perú. Y también destaca cuando discurre sobre la chilenidad con perspicacia y amplitud, por ejemplo, al pensar el fenómeno de la serendipia bajo la denominación nacional de chiripa, recordando cómo fue que cobraron vida dos insignes canciones chilenas: “Los momentos”, de Eduardo Gatti, y “Todos juntos”, de Los Jaivas.

De la Fuente —quien dirigiera en dictadura la emblemática revista cultural La Bicicleta— muestra gran agilidad para sintetizar anécdotas y datos curiosos, rememorar episodios de todo tipo (circuncisiones históricas, naufragios) y ahondar en sus inclinaciones y debilidades, como los palíndromos y las etimologías. Al hacerlo, se revela un conocedor fino de la música y, entre idas y desvíos, reflexiona sobre las cuestiones humanas esenciales, como el deseo, la pertenencia y la vergüenza ajena.

A propósito, entre evocaciones de Benedicto Chuaqui y de Nicanor Parra, habría interesado que De la Fuente contara detalles de la vez que entrevistó para La Bicicleta a Alfonso Alcalde cuando este volvió del exilio, a comienzos de los 80. “¿Cómo trabaja para juntar todo este material?”, le preguntó en esa ocasión, teniendo a la vista la multiplicidad de libros y proyectos del autor de El panorama ante nosotros, quien respondió verazmente: “Con mucha alegría. Vivimos con dificultad, hemos tenido ocho hijos, ya están naciendo los nietos, y sigo teniendo mucha dificultad para sobrevivir, pero trabajo con mucha alegría”.

Pero no es justo reclamarle a un libro lo que no hace. Mejor quedarse con lo que sí hace, que es tanto. De eso, de las mil historias que el libro encierra, o libera, destaco dos. Una, la de una ruandesa sobreviviente al genocidio en su país, que trabaja haciendo aseo en casas europeas y que se mostraba siempre sonriente, salvo, como pudo notar una vez el autor, que al pasar la aspiradora se permitía llorar a mares. Tal cual está narrada, esboza una imagen indeleble de la entereza.

La otra historia condensa la atmósfera de estas páginas: un grupo de estudiantes, aprovechando una tarde soleada y su brisa deliciosa, es llevado por la profesora “desde el aula oscura a un prado luminoso”. Allí, como en buena parte del libro, tal cual dice Roberto Merino en su texto de contratapa, “todo está en movimiento, nada puede ser estrictamente fijado, cada imagen tiene su reflejo y cada hecho su réplica”. Es cosa de saber ir y venir por el parque soleado de la Fuente, donde las palabras no exigen la atención quieta de una sala oscura. Donde más bien el recreo es la norma.

 


Camino de Santiago, Antonio de la Fuente, Laurel, 2024, 336 paginas, $17.000.

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