Dinamitar el idioma, o casi

por Sebastián Duarte Rojas I 6 Enero 2025

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Los hechos relatados en esta novela no ocurrieron en la realidad. Y no ocurrieron, más precisamente, en la ciudad de Valparaíso, en algún momento entre 1860 y 1899”; con esta nota inicial nos encontramos al abrir El último neógrafo, una novela histórica que de inmediato anuncia su relación ambigua con la realidad y que es el primer libro de ficción de Ignacio Álvarez, académico de la Universidad de Chile y autor de El curso que hice al revés y otros apuntes de profesor (Laurel, 2022).

Juan Marín, el protagonista, es un intérprete conocedor de varias lenguas (español, francés, alemán, inglés y “la lengua de la tierra, la que hablan los indios”) que, por razones que luego comprendemos, opta por abandonar el habla y llega a Valparaíso, donde su mutismo voluntario le trae problemas —no solo se vuelve invisible; llega a ser invisible incluso entre los invisibles, cuando su silencio despierta el rechazo de los mendigos del puerto—, aunque con el tiempo le consigue un trabajo haciendo aseo en el Banco Ossa & Compañía, donde su voto llama la atención de Contador, quien le pide que le enseñe a hablar alemán a los miembros de su “sociedad casi secreta”.

Ellos son los neógrafos, un grupo de hombres que busca instalar la “ortografía rrasional”, una en que la relación entre escritura y fonética sea inconfundible, para dejar atrás la escritura basada en la etimología, con sus grafemas mudos y homófonos. Esta sociedad lleva mucho tiempo intentando difundir las enseñanzas de su Maestro ya fallecido, pero sin mayores resultados: “Publicaron varias de las mejores obras literarias de la humanidad en traducciones hechas por ellos y redactadas en la nueva ortografía racional. He visto con mis propios ojos —dice el narrador, que se asoma en primera persona solo de vez en cuando, antes de revelar su identidad y posición— su Dibina Komedia, su Rróbinson Krusó, su Lo rrojo i lo negro, su Ernaní, su Jámlet y el único volumen del Diksionario de kosas dichas en la lengua natural que alcanzó a ver la luz (desde ¡A! hasta aora). No vendieron ni un solo ejemplar de ellos. Ni uno solo”.

Luego nos enteramos del pasado que Marín mantiene oculto, el recorrido vital que lo volvió un lenguaraz: nacido en Curín, hijo de un importante cacique mapuche y una mujer francesa llegada a Chile en un barco náufrago, fue criado por un fraile debido a un acuerdo entre su padre y el presidente de la República: “Clemente de Berk se encomendó a san Francisco y lo educó de la forma en que mejor pudo, es decir, lleno de ideas, libros y dudas. Cuando quiso crearle un espacio que se pareciera a un hogar decidió enseñarle alemán, porque el único hogar que conocía era el de su infancia en el pueblo mínimo de Berk, y probablemente no sabía cómo ser feliz en otro idioma”.

A esa altura del libro, está más que claro que su tema es el lenguaje mismo: lo que hacemos con la lengua, lo que estas nos hacen a nosotros, y sobre todo su (im)posibilidad de comunicar la verdad y “lo impensable, lo incalificable, lo inédito, lo insólito”; de ahí la presencia de asuntos como el silencio voluntario, la interpretación y la traducción —asociada a la idea clásica del traduttore, traditore—, y la búsqueda de una nueva ortografía por parte de los neógrafos, un proyecto no solo lingüístico, sino también político, como lo fue en el caso de los neógrafos reales, quienes intentaron llevarlo a cabo en el Chile de fines del siglo XIX, si bien no del mismo modo como esto ocurre en el libro.

Su tema es el lenguaje mismo: lo que hacemos con la lengua, lo que estas nos hacen a nosotros, y sobre todo su (im)posibilidad de comunicar la verdad y ‘lo impensable, lo incalificable, lo inédito, lo insólito’; de ahí la presencia de asuntos como el silencio voluntario, la interpretación y la traducción —asociada a la idea clásica del traduttore, traditore—, y la búsqueda de una nueva ortografía por parte de los neógrafos, un proyecto no solo lingüístico, sino también político.

El cruce entre lenguaje y política ya aparecía en los intentos de reforma ortográfica anteriores al surgimiento de los neógrafos, como demuestran dos antecedentes bien conocidos: las ortografías de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, las que se relacionaban con la construcción de las naciones americanas tras salir de la Colonia. Pero el ideario político de los neógrafos (reales) era anarquista, y su discurso se manifestó en libros y periódicos de la época, los que, si bien no lograron su cometido último de cambiar la escritura, sí tuvieron resonancia en la discusión pública. Sin embargo, Álvarez los lleva más lejos: aunque nadie lee sus libros, estos neógrafos novelados buscan no solo poner “pequeñas bombas en el sistema de la lengua”, sino también detonar otras más tangibles y de mayores dimensiones en el banco en que trabaja el protagonista.

La lógica del atentado se explica en la “Argumentación paralela”, un panfleto que no sale del grupo, pero que llega a manos de Marín, con una serie de razonamientos pareados que refuerzan la ligazón entre escritura y política: “Para derrotar a la ortografía irrasional debe eksistir una rrebeldía kotidiana en la eskritura personal i pribada, pero también una rrebeldía estruktural, basada en grandes aksiones: una nueba ortografía, la publikasión de nuestros libros”, dice al final de la primera columna, y la segunda remata: “Para derrotar al gran abuso sistemático debe eksistir una rebeldía (sic) kotidiana, en nuestros aktos personales i pribados, pero también una rrebeldía estruktural basada en grandes aksiones, golpes enérjikos kontra la eksplotasión”.

El eje de reflexión lingüística es el pilar del libro, el que sostiene su estructura narrativa; de no ser por él, lo único que aglutinaría los distintos episodios sería la presencia del protagonista, porque esta es una novela episódica, un formato que tiene sus ventajas, como la posibilidad de incluir un gran abanico de referentes históricos llamativos, como cuando hace su entrada el famoso francés autoproclamado rey de la Araucanía, Orélie Antoine de Tounens —en la novela aparece escrito “Orelí Antuán de Tunén”, como harían los neógrafos—; pero también conlleva desventajas que el relato también posee, como la aceleración de ciertos acontecimientos y la presencia de personajes secundarios sin mayor desarrollo, casi intercambiables entre sí.

Pero no tiene sentido exigirle otra clase de personajes a un libro como El último neógrafo, en el que, como en los cuentos de Borges, las ideas tienen más cuerpo que las personas. Esta es una novela inteligente, conocedora de sus referencias y con algunas agradables sorpresas escondidas entre sus páginas. Si hay algo que se echa de menos es que, siendo la historia de un grupo que intentó revolucionar el lenguaje, cumpliera su promesa implícita de dinamitar el idioma, es decir, que la narración misma llevara a cabo esa operación mágica de la buena literatura: crear una lengua nueva.

 


El último neógrafo, Ignacio Álvarez, Laurel, 2024, 200 páginas $14.900.

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