El amigo del amigo

El amigo, de Sigrid Nunez, es una crónica aunque también una ficción, una novela aunque también un ensayo, unas memorias aunque también una catarsis, una artesanía y una confesión. Si se quiere, el destilado perfecto de la moral del ensamblaje.

por Héctor Soto I 4 Febrero 2020

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El amigo obtuvo el National Book Award al mejor libro de ficción del 2018 y puede ser cierto lo que aseguran muchos críticos: que introdujo una saludable corriente de aire fresco en el espacio novelesco estadounidense. El trabajo de Sigrid Nunez tiene encanto, ingenio, además de una buena dosis de levedad en sus mejores tramos. En los más discutibles, sin embargo, esta dosis se pierde y la autora se mete al callejón un tanto oscuro de la literatura como ejercicio catártico. Esa parte, unida a un alarde de escritura creativa muy poco convincente que se agrega como capítulo completo hacia el final, y que relativiza el relato del libro desde otro punto de vista, no tiene nada de levedad y corresponde a los tramos donde más empeño tiene que poner el lector.

En lo básico, el eje narrativo es muy simple: la protagonista, siendo profesora de escritura creativa, se enfrenta a un duelo por la pérdida de un amigo suyo. El sujeto fue su mentor y una de las figuras más relevantes de su mapa afectivo. Se suicidó intempestivamente y no es fácil definir la relación que los unió. Sobre todo por parte de ella, porque fue su maestro, alguna noche fue su amante y por espacio de años calificó solo como amigo. ¿Solo como amigo? ¿Amigo–amigo o amigo solo porque no pudo tenerlo de pareja?

Bueno, de eso trata en parte esta novela escrita en segunda persona: de las experiencias de ella y él, de la identidad del suicida, de su historial como mujeriego y de la manera en que fue envejeciendo hasta el día que prefirió optar por un desenlace más corto y dramático. Lo hace justo en un momento en que el horizonte académico estadounidense se comenzaba a complicar para tipos como él. Más de algo de ese personaje habla de la caída del macho americano, al menos en los términos en que la representaba Philip Roth. Como profesor, ya había recibido cartas de alumnas que cuestionaban sus avances eróticos y conductas desubicadas. La protagonista, si bien no oculta los rasgos menos empáticos del sujeto –el hecho de ser un narcisista, un neurótico, un machista sin vuelta–, está lejos de adoptar una mirada crítica. Al contrario, lo ve con ojos entre compasivos y condescendientes. No cabe duda de que un enfoque más severo haría ver que el sujeto era detestable. El relato sin embargo lo salva y es lícito preguntar si es la amistad u otra cosa lo que explica tanta indulgencia. Aunque sin eso, es verdad, quizás no habría historia y tampoco libro.

Pero la novela tiene otras dos partes muy importantes. La más sesuda es la que tiene que ver con la creación literaria, con la literatura, con el taller de escritura de la protagonista y con una avalancha de citas ilustres que elevan estas páginas a un nicho de inspiración entre ilustrado y libresco. A lo mejor la novela se sobregira un poco en este plano, pero hay que reconocer que la autoconciencia literaria también tiene su erótica. Básicamente, porque la literatura, aparte de ser una hijuela formidable dentro del sistema de las bellas artes, es asimismo una forma de vida, una manera de afrontar el tema del tiempo, un atajo tanto para eludir como para recuperar la experiencia. Del mismo modo, la literatura es una ventana para mirar las cosas con esa distancia o ironía que casi nunca podemos tener en la inmediatez de la vida cotidiana. Apelando a todo esto es que Sigrid Nunez despliega eso que ahora se llama autoficción. En su apuesta por una literatura del yo, la autora reflexiona –con dudas, con convicciones, con sentimientos atravesados– sobre los alcances de su relato, que a todo esto es una crónica aunque también una ficción, una novela aunque también un ensayo, unas memorias aunque también una catarsis, una artesanía aunque también confesión. Si se quiere, el destilado perfecto de la moral del ensamblaje.

El tipo de conexión que puede generar una mascota es una experiencia muy intensa y de la cual algo sabemos. Pero dado que los animales no pueden hablar, es también mucho lo que ignoramos. ¿Cómo nos ven? ¿Qué tan buenas son las mascotas para detectar nuestros estados anímicos? ¿Qué alcance tiene para ellas la compañía nuestra y para nosotros la suya? Son misteriosas estas variables, no obstante lo mucho que se ha escrito. La novela se da tiempo para repasar sin afanes enciclopédicos el estado del arte al respecto.

Queda finalmente la otra parte, la más tierna y hermosa. Porque la protagonista asume el duelo haciéndose cargo finalmente de un perro enorme, un gran danés, Apollo se llama, que era la mascota de su amigo suicida. Nadie quiere clavarse con el animal y la Esposa Tres, la última que lo acompañó, se lo endosa. Menudo problema para ella, claro, porque, aparte de vivir en un departamento chico donde no se admiten mascotas, ella siempre se llevó mejor con los gatos que con los perros. Si el retrato del amigo no estaba mal, el del mejor amigo del amigo es superior. La novela está muy cerca de ser una historia de amor. La protagonista está solo un poco menos golpeada que el perro por el suicidio. Para ella su mentor era parte fundamental del mundo afectivo. Para el perro, que está viejo y artrítico, que está ensimismado por la pérdida, la desaparición del amo es simplemente catastrófica. Ambos han quedado a la intemperie y esa sensación compartida de pérdida los unirá en un lazo irreductible. Esto es lo mejor del relato. El tipo de conexión que puede generar una mascota es una experiencia muy intensa y de la cual algo sabemos. Pero dado que los animales no pueden hablar, es también mucho lo que ignoramos. ¿Cómo nos ven? ¿Qué tan buenas son las mascotas para detectar nuestros estados anímicos? ¿Qué alcance tiene para ellas la compañía nuestra y para nosotros la suya? ¿Cuánto nos entienden y cuánto las confundimos a veces con nuestras señales y conductas? Son misteriosas estas variables, no obstante lo mucho que se ha escrito. La novela se da tiempo para repasar sin afanes enciclopédicos el estado del arte al respecto. Se han escrito libros buenísimos sobre lealtades perrunas y gatunas. Siempre, sin embargo, quedan dimensiones que se nos escapan. Los animales, que para san Francisco eran nuestros hermanos menores, podrán ser parte de nuestra conciencia moral –deben serlo, por supuesto–, pero no sabemos mucho de qué somos parte nosotros en el mundo de ellos. Sin duda que desarrollan conductas que parecieran expresar sentimiento. Tienen otro tipo de astucia o inteligencia. Viven básicamente en el presente. Nadie discutiría que saben lo que es la alegría y el bienestar, lo que es la ansiedad y el dolor. Pero no siembran ni cosechan. Y, que se sepa, tampoco fueron expulsados del paraíso.

Es bonita e inspiradora la historia de amor de la protagonista con Apollo y de él con ella. Por muy viejo que el perro esté, cada vez que Apollo vuelve al eje del relato, la novela se levanta y discurre como discurre siempre la relación con los animales, por códigos un tanto indescifrables. Hay toda una épica sobre el particular, aunque Sigrid Nunez quiere ir un paso más allá, recuperando la relación con el perro desde la perspectiva de la literatura de la sanación. El esfuerzo calza, no es forzado, porque vaya que están heridos ambos. Ninguno de los dos viene de historias muy gozosas.

Siendo una perspectiva legítima, por cierto, no está de más observar que este giro terapéutico de la obra es muy de estos tiempos. Andamos buscando machacona y desesperadamente curaciones más o menos milagrosas y es mucha la gente que al leer o escribir lo hace desde la perspectiva del abuso, el trauma o la postergación. Esta búsqueda ha contaminado ámbitos tan sensibles como la educación y la política, e incluso en los Estados Unidos está coloreando a la propia religión. Ahora ha entrado a la literatura. Bienvenida sea, siempre y cuando tengamos claro que los buenos libros son aquellos que mejor nos conectan con las preguntas de la vida o con las intensidades y trampas de la experiencia, no los que más nos alivian de nuestras angustias o culpas. Borges es Borges no necesariamente porque haga bien para el alma o para la circulación. Es un grande por su poética, por su inspiración y por su portentoso manejo de las palabras. Si conviene insistir en este punto, entre otras cosas, es porque –quiéralo o no– el modelo terapéutico ha venido devaluando el canon literario con muchos autores o títulos secundones que, sin embargo, están al servicio de causas especialmente edificantes. El problema es que de las buenas causas no siempre sale buena literatura.

Autora de otras novelas que no se han traducido, Sigrid Nunez también escribió un hermoso ensayo sobre su relación con Susan Sontag (Siempre Susan. Recuerdos sobre Susan Sontag, Errata Naturae, 2013). Es un retrato entrañable, a veces muy divertido, de la gran ensayista norteamericana. Tenía 25 años cuando entró a trabajar como asistente suya e incluso vivió en su misma casa cuando fue pareja del hijo de la escritora, David Rieff. En ese libro, tal como en esta novela, Sigrid Nunez, que es hija de madre alemana y de un ciudadano chino radicado en Panamá, manejó muy bien el tono evocativo y mezcló con mucho pudor los sentimientos con las ideas. Es justo reconocer que de ahí provienen sus mejores páginas.

 

El amigo, Sigrid Nunez, Anagrama, 2019, 203 páginas, $15.000.

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