La conjura contra América, la adaptación de David Simon de la novela de Philip Roth, donde el candidato fascista, Charles Lindbergh, gana las elecciones presidenciales de 1940 a Franklin Delano Roosevelt, apunta a una posible crisis terminal: la muerte de la democracia estadounidense. La emoción que transmite el triunfo de Lindbergh se nutre de aquellos días de aturdimiento cuando Trump ganó las presidenciales. La serie resulta, por esto, incómodamente cercana. Mejor, se tiene la sensación de que esto ya lo vivimos.
por Pablo Riquelme I 6 Julio 2021
La idea de adaptar la novela La conjura contra América, de Philip Roth, estuvo una década rondando entre los ejecutivos de HBO. Pero la historia alternativa es un género complejo, pues obliga al espectador a tragarse demasiados sapos, y el riesgo en televisión siempre puede terminar con la cabeza de algún ejecutivo clavada en la pared. El entusiasmo de HBO se fue a pique cuando iniciaron su rodaje dos series de género similar: El hombre en el castillo, la versión que hizo Amazon de la ucronía de Philip K. Dick, y El cuento de la criada, la adaptación de Hulu de la distopía de Margaret Atwood. La primera fue un fracaso y la segunda partió bien, pero se desinfló en el camino. Por lo demás, David Simon, el guionista al que querían encargarle el proyecto, había rechazado la oferta: pensaba que los indulgentes y cosmopolitas años de Obama no eran la caja de resonancia adecuada para esta historia.
La novela trata sobre un candidato fascista, el aviador Charles Lindbergh (considerado un héroe por haber sido el primer piloto en cruzar el Atlántico en un solo vuelo), que gana las elecciones presidenciales de 1940 a Franklin Delano Roosevelt, el padre del New Deal. De este modo, la historia del país toma un curso alternativo. Desde la Casa Blanca, Lindbergh cumple su promesa aislacionista, pacta con Hitler un tratado de no agresión y aplica una política de hostigamiento y segregación contra los judíos estadounidenses. Todo está contado al modo de unas memorias apócrifas, en las que Roth recuerda su infancia y qué fue de su familia en esos años donde el antisemitismo también rondaba en Estados Unidos.
HBO combate el escepticismo que uno podría tener respecto de este tipo de premisas con una puesta en escena realista, que usa ingeniosamente un cine al que asisten los protagonistas para mostrar material de archivo e ilustrar que el destino del país y el mundo vivían días decisivos. La emoción que transmite el triunfo de Lindbergh se nutre de aquellos días de aturdimiento cuando Trump ganó las presidenciales. Por esto, la serie resulta incómodamente cercana. Mejor, se tiene la sensación de que esto ya lo vivimos.
El guion, por su parte, toma buenas decisiones. De partida, abandona al narrador que recuerda en primera persona y, por el contrario, adopta el punto de vista de todo el núcleo familiar. Esto permite mirar más allá del barrio donde vive la familia Levin (Roth pidió que la serie no usara su apellido) y entrar en mundos que al narrador del libro le eran inaccesibles. Personajes que en la novela son apenas una sombra, acá cobran vida propia. El primo Alvin, por ejemplo, que parte a Europa a luchar contra Hitler y vuelve sin una pierna, con sus ideales destrozados. O la solterona tía Evelyn (una extraordinaria Winona Ryder), que se enamora del conservador rabino sureño Lionel Bengelsdorf (un excepcional John Turturro), 25 años mayor que ella y colaboracionista del régimen de Lindbergh. Simon les inventa a estos personajes un camino hacia la tragedia. El caso del primo Alvin sirve, también, para hacer algunas preguntas incómodas. ¿Es el magnicidio lícito cuando un presidente no está capacitado para ejercer el cargo? ¿Es permisible la violencia como acto de rebelión? En algún lugar Simon dijo que ese es un tema complicado, pues Estados Unidos fue fundado con el levantamiento en armas contra una autoridad establecida. Es imposible soslayar un nefasto rito del país: sea por la razón que sea, cada cierto número de décadas un presidente es asesinado. No es que Simon esté a favor del asunto. Es más bien una alerta: la violencia en las calles puede descontrolarse hasta niveles insospechados. La manera en que escala la violencia en la serie y se llega a la noche de los cristales rotos de Estados Unidos se parece demasiado a la sensación que rondó el asalto al Capitolio de los fanáticos de Trump. Solo falta una chispa para incendiar la pradera.
Se entiende por qué HBO se empecinó en que David Simon aceptara escribir esta serie. Compartía un mundo con Roth. Ambos crecieron, con 30 años de diferencia, en familias judías de clase media que intentaban asimilarse en los suburbios de la costa este (Roth en New Jersey, Simon en Washington, D.C.). De hecho, Simon se basó en su propio padre para escribir el personaje de Herman Levin, el pater familias de la serie.
Mientras Roth murió sin ganar el Nobel, Simon se convirtió en el gran sobreviviente de la edad de oro de la televisión seriada, una industria que traga y escupe escritores como una moledora de carne. ¿Quién se acuerda del creador de Los Soprano? ¿Quién conoce el apellido del escritor de Mad Men? ¿Cómo se llaman los autores y autoras de Deadwood o Boardwalk Empire y otras series extraordinarias? Como decía Edgard Lee Masters: “Todos, todos, están durmiendo en la colina”, lo que significa que están muertos o desangrados, al menos desde el punto de vista creativo.
El único que sigue en pie es él.
Simon ha hecho toda su carrera en HBO. Trabajó 20 años como periodista en un diario de Baltimore. Allí escribió un par de libros sobre la vida que rodea los homicidios y el tráfico de drogas en el puerto. Esos trabajos y los contactos que hizo en esos años fueron la base para sus primeras series en la cadena: The Corner (2002) y The Wire (2002-2008) ya retratan ese Estados Unidos posindustrial, desigual, empobrecido, desempleado, frustrado, enrabiado y atemorizado, el EE.UU. que terminó eligiendo a Donald Trump. The Wire partió como una atípica serie ambientada en Baltimore, sobre un grupo de policías que desbarataban bandas narcos en el contexto de la guerra contra las drogas, donde los narcos eran igual de simpáticos que los policías que los perseguían. Pero la serie devino otra cosa: una radiografía de la ciudad capitalista moderna y sus instituciones disfuncionales (la policía corrupta, la justicia desigual, la industria del narcotráfico, la complicidad con el crimen de los sindicatos, la cada vez más barata fuerza laboral, la política cortoplacista, la estafa educacional, la falaz cultura mediática). Cuando terminó de emitirse, Simon estaba considerado una especie de entomólogo de esa antigua zona industrial del país que alguna vez había sido grande y que ahora era un cementerio de fierros, a la manera de El astillero de Onetti.
Durante los años de Obama, Simon escribió tres series. La más importante fue Treme (2010-2013), un hermoso retrato de un puñado de músicos y chefs de Nueva Orleans que reconstruyen sus vidas y la vida de la ciudad, al ritmo de clarinetes y trompetas, durante los meses posteriores a la devastación física y moral que dejó el huracán Katrina. Era un canto de amor y esperanza a toda esa diversidad nacional que navegaba la promesa del primer presidente negro. A pesar de su crudeza, rebosaba un idealismo que Simon nunca más se permitió.
Las otras dos series, Show Me a Hero (2014) y The Deuce (2017- 2019), son una zambullida en el desencanto. En la primera (que debe su título a una frase de F. Scott Fitzgerald: “Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia”) cuenta la historia de Nick Wasicsko, un entusiasta ciudadano de ascendencia eslovaca que en 1987 ganó la alcaldía de Yonkers, al norte de Nueva York, donde un juez había decidido que las nuevas viviendas sociales para negros e hispanos serían edificadas en medio de un acomodado barrio de blancos. Está basada en un caso real y el final es para llorar a mares. The Deuce, por su parte, muestra el rudo mundo de la prostitución neoyorquina entre mediados de los 70 y los 80, cuando el plan reformista que los gobiernos demócratas le aplicaron al New Deal fue descarrilado por el neoconservadurismo de Reagan. Es el fresco de una pirámide hecha de cocaína y neones, en cuya punta brotan rascacielos llenos de yuppies, mientras el tráfico de la fantasía y el deseo callejero se cambia a vivir a la industria del porno legal. Estas dos series asumen el hundimiento moral de la nación tras la crisis provocada por los especuladores en 2008 y son un anuncio de la derrota de Hillary Clinton.
En La conjura contra América, Simon apunta a una posible crisis terminal: la muerte de la democracia estadounidense. El gran cambio que Simon negoció con Roth fue sobre el final de la novela. Allí, Roosevelt derrota a los aislacionistas y vuelve triunfante a la Casa Blanca. La historia retoma su curso. Sin embargo, en el año de la elección presidencial más importante en siglos, donde el país debía decidir entre Biden o cuatro años más de Trump, Simon terminó su serie con unos resultados inciertos, nerviosos, que no garantizan la recuperación de la democracia. Significan un urgente llamado a ir a votar.