Conjugar feminismo y lucha de clases, actualizar el enfoque marxista en lugar de contribuir a su obsolescencia, se ha convertido en la orden del día para la izquierda comprometida con las reivindicaciones de género. En Feminismo para el 99%. Un manifiesto, tres reconocidas intelectuales y activistas −Nancy Fraser, Cinzia Arruzza y Tithi Bhattacharya− procuran darle sustento teórico y político a esa aspiración. Aunque el objetivo final es superar el capitalismo, aquí se concentran en una tarea más inmediata y, por cierto, menos fraternal: situar al feminismo liberal en el campo enemigo.
por Daniel Hopenhayn I 22 Mayo 2019
Fue Nancy Fraser, precursora de la crítica al neoliberalismo en clave feminista, quien acuñó la expresión “feminismo para el 99%”. Una cifra de espíritu inclusivo, pero imposible de alcanzar, ha dicho la filósofa, sin un arduo trabajo destinado a romper filas. Por lo pronto, las del “populismo reaccionario”, al que es preciso escindir de la clase trabajadora. Pero más urgente aún, las del feminismo liberal, que confunde emancipación con individualismo y no puede ser entonces un aliado incómodo, sino un enemigo a vencer.
Tanto Fraser como Arruzza y Bhattacharya, las tres firmantes de este manifiesto, se definen como “feministas marxistas y socialistas”, y son activas militantes del Paro Internacional de Mujeres (International Women’s Strike). Las tres, además, reflexionan desde la academia estadounidense, rasgo tan notorio en este escrito como su declarada intención de situarse “en la estela de Marx y Engels”, a quienes relevan con una desafiante relectura de los efectos del capitalismo –concepto mucho más recurrido aquí que patriarcado− y con una retórica prometeica que, hay que decirlo, no compite en estilo con el modelo original.
¿De qué se acusa a las feministas liberales? De convertir al feminismo en “la mucama del capitalismo”, en una “herramienta de autopromoción” para mujeres ganadoras cuyo arribo a posiciones de élite no modifica un ápice la explotación cotidiana que sufre el resto de la sociedad. De hecho, la legitima, perpetuando con ello las desigualdades que incubarían la violencia de género. Para el feminismo de izquierda resultó “muy doloroso” que esta corriente hegemonizara el movimiento, pero la derrota en 2016 de Hillary Clinton –su rostro símbolo− expuso su “bancarrota” y, a partir del año siguiente, las huelgas feministas del 8 de marzo marcaron el nuevo rumbo: “Atacar desde sus raíces a este cáncer galopante que es la barbarie capitalista”.
La propuesta central de esta ofensiva –y la mejor argumentada en este libro− es volver a juntar lo que el capitalismo separó: las actividades productivas con fines de lucro y las de reproducción social, aquellas que el capitalismo necesita –pues le proveen la fuerza de trabajo− pero no remunera, y que suelen recaer sobre las mujeres. De allí que el gran acierto de las huelgas del 8 de marzo sea no limitarse a ser paros laborales, abarcando también “el trabajo doméstico, el sexo, las sonrisas”. Así han logrado establecer que el trabajador asalariado es solo una parte de la clase trabajadora y que la onda expansiva del neoliberalismo, al subordinar todo vínculo a las ganancias de capital, excede por mucho el ámbito laboral: lo que está socavando son “nuestras capacidades −tanto colectivas como individuales− para regenerar a los seres humanos”.
Las autoras evitan hablar de “economía del cuidado”, pues no promueven tanto la retribución en dinero del trabajo doméstico sino “una forma enteramente nueva de organización social”. Sobre el diseño de esa sociedad no capitalista, por ahora solo se adelanta que “debe surgir en el transcurso de las luchas”. Tampoco hay apuro por dilucidar cómo, si no con un espectacular crecimiento económico, se podría solventar la infinita variedad de prestaciones que le son exigidas al Estado a lo largo de este manifiesto. Esto es consistente con el momento que atraviesa la izquierda en casi todo el mundo: no es la hora de definir qué, sino de redefinir con quiénes.
Y es aquí que la nueva ola feminista, tras romper el muro que disociaba lo laboral de lo doméstico, habría creado las condiciones para “superar las rancias y consabidas oposiciones entre ‘políticas identitarias’ y ‘políticas de clase’”. A la izquierda tradicional, que imputa a las políticas de género y raza haber desahuciado el universalismo del enfoque de clases, las autoras responden que la historia fue al revés: es el imaginario “del obrero blanco y varón” lo que ha impedido convocar a mujeres, inmigrantes y “personas de color”. De modo que el nuevo universalismo, el único posible, debe ser concebido “a partir de la multiplicidad de las luchas que surgen desde abajo”, en una alianza que junte pero no revuelva a los movimientos feministas, antirracistas, ambientalistas y sindicales. Para empezar.
La experiencia, ya sabemos, ha probado que concretar esa alianza es más difícil que enunciarla. Y este manifiesto confirma el potencial de las políticas de identidad para salvar de la abstracción a la crítica marxista, pero al mismo tiempo se expone con frecuencia al riesgo inverso: dar a entender que la explotación empieza a ser inaceptable cuando la sufre cierto grupo en particular. El peligro de este giro no es tanto desairar al obrero blanco, sino derivar en un salto analítico que deje en ascuas el marco conceptual: el capitalismo, según se deduce de este texto, no castiga a mujeres, negros e inmigrantes porque son pobres, más bien elige empobrecerlos a ellos por el hecho de ser mujeres, negros e inmigrantes. Y esto se parece demasiado a decir que el capitalismo, en realidad, no es el capitalismo.
Así ocurre, por ejemplo, cuando se afirma que el poder financiero global endeuda a los Estados para promover “la opresión racial a través del planeta” (¿griegos y argentinos fueron víctimas del racismo crediticio?). O que las mujeres “de color”, por habitar zonas con mayor riesgo de inundaciones, viven “expuestas al racismo medioambiental”, en tanto que las mujeres en general “representan el 80% de lxs refugiadxs climáticxs” (no se aporta la procedencia de esa estadística, aunque es fácil hallarla en la web y rastrear su mañosa confección). En la misma línea, el afanoso Jordan Peterson tendrá fácil su tarea cuando lea que “a escala mundial son las mujeres las primeras víctimas de la ocupación colonial y la guerra”, entre otras razones porque “soportan la matanza y mutilación de sus seres queridos”.
Estos trazos gruesos, en todo caso, no le quitan al manifiesto una cierta frescura, sustentada en un atrevimiento intelectual y político que no esquiva las arenas movedizas. Mal podría buscar un aplauso unánime quien se opone a que los derechos de las mujeres sean invocados para encarcelar a hombres negros, dada la extrema vulnerabilidad en que quedarían sus madres y esposas: “Ninguna feminista que tenga al menos una pizca de sensibilidad racial o de clase será capaz de apoyar una respuesta carcelaria a la violencia de género”. Igualmente disruptiva es la crítica a los derechos sexuales conquistados por la agenda liberal, concebidos de tal modo que alentarían “el individualismo, la domesticidad y el consumo de mercancías”, dejando “intactas las condiciones estructurales que alimentan la homofobia y la transfobia, incluido el rol de la familia en la reproducción social”.
Como se ve, al feminismo marxista le aguardan sendos obstáculos en su camino hacia el 99%. También en Chile las marchas del 8 marzo han sido convocadas por agrupaciones anticapitalistas, pero no son esas demandas las que han copado la agenda. Y además, ¿cómo separar aguas en un movimiento cruzado por relatos de hermandad y llamados a “no dividirnos entre nosotras”? Arruzza, Bhattacharya y Fraser no resuelven ese problema, pero sí alimentan la tentación de enfrentarlo. La recompensa, anticipan, sería expandir un movimiento que “está redescubriendo la idea de lo imposible, por cuanto exige tanto el pan como las rosas”.
Feminismo para el 99%. Un manifiesto, Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser, Rara Avis, 2019, 128 páginas, $12.800.