La palabra pueblo

Un ladrón que opera en el centro de Santiago y un joven poblador vinculado al microtráfico son los protagonistas de Corte, novela ampliamente elogiada cuando apareció por primera vez, el año 2016, y que ahora vuelve a ponerse en circulación. Su historia no ha perdido un ápice de actualidad. Incluso más: revela a un autor especialmente sensible a la hora de detectar las señas de un mundo trizado, cuando no en abierta descomposición. Las subjetividades masculinas construidas por Reyes portan y sufren la violencia de la segregación social y de la violencia de género, y es precisamente esa doble condición la que genera la cercanía del lector con el Lalo y el Toño.

por Alejandra Ochoa I 11 Febrero 2022

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¿Por qué leer —o releer— Corte, la novela que Felipe Reyes publicó en 2016 con La Calabaza del Diablo? Esta nueva edición está a cargo del sello Provincianos Editores, que ha elaborado un catálogo que incluye un importante listado de jóvenes poetas y narradores chilenos, y que apuesta por la vigencia de este título de Reyes.

Una primera y obvia respuesta es que se trata de una muy buena novela, elogiada por la crítica en su momento (Marco Fajardo, Patricia Espinosa y Roberto Contreras, entre otros). También, porque su autor ya es una figura reconocida en el campo literario chileno, sobre todo por su labor de investigador y ensayista. Entre sus obras destacan Nascimento, el editor de los chilenos (Premio Escrituras de la Memoria, 2013); Rodolfo Walsh: reportero en Chile (2018) y Roberto Arlt. La química de los acontecimientos (2020).

Una tercera respuesta se relaciona con la mirada adelantada con la que Reyes lee la contingencia nacional. Si Migrante (2014), su primera novela, tematiza el tránsito al país de dos hermanos peruanos (y que en su segunda edición del 2015 incorpora la historia de un haitiano), años en los que ni siquiera podíamos imaginar la magnitud de la migrancia venezolana en Chile, en Corte emerge la historia del mundo poblacional, mostrando desde dentro una historia de segregación y violencia que está a la base de las posibles explicaciones para el origen del estallido de 2019.

Esta breve novela se inicia magistralmente con una pelea a cuchillo entre dos hombres: Lalo y Toño, dos generaciones enfrentadas en la cancha de una población, disputando el control del territorio. Como lectores, somos invitados a presenciar un enfrentamiento que se articula en dos planos: el presente en disputa y las evocaciones de ambos contendores, un complejo y preciso mecanismo narrativo que permite reconstruir la historia de la población y —en paralelo— conocer profundamente a los personajes masculinos.

Si la crítica de 2016 señalaba el desencanto como dominante en la visión del autor, hoy se valora la empatía con la que fueron construidos los personajes, aportando así a la comprensión renovada de los problemas sociales del país.

El tierral de la cancha

El crítico Mariano Aguirre afirmó en alguna ocasión que la llamada Generación del 38 centró su narrativa en barrios populares; el Parque Forestal lo fue para los escritores del 50; el Pedagógico de Macul, para los narradores de los 60 y, para la generación de escritores de la década del 80, la ciudad de Santiago fue el espacio emblemático. No es casual, entonces, la presencia del epígrafe de Alberto Romero al inicio de la novela, con lo cual Felipe Reyes declara su filiación a la novela social, relevando un lugar específico de la ciudad: es en la población —y específicamente en la cancha— en donde transcurre la acción de Corte, espacio indisolublemente ligado a la historia de Lalo y Toño, quienes representan dos momentos histórico-ideológicos en disputa. Lalo es un ladrón que opera en el centro de Santiago y Toño, un joven consumidor de drogas vinculado al microtráfico. Lalo remite al origen, su familia será una de las que inicie la toma, la política habitacional de los sin casa: “Sus abuelos y padres habían levantado la población, codo a codo, tabla a tabla, en el trabajo comunitario, en la toma y la olla común”, mientras que Toño representa una nueva generación, la que sin mayor soporte social o familiar aparece disociada de lo colectivo y sujeta a los avatares de la droga: “Las leyes aquí ahora se escriben con kilos y kilos de mierda blanca”. El tono heroico con que se relata la toma contrasta con la desesperanza del presente, apresado/tomado por el tráfico de drogas.

El duelo se coreografía en la cancha, centro neurálgico de la vida cotidiana: “El sol pegaba fuerte, se hacía sentir y el viento avanzaba en enanos huracanes levantando el polvo de la cancha —el de la población entera”. Se trata de un espacio signado por la desolación y el abandono. La cancha será además el único espacio de socialización de los jóvenes pobladores, “ahí tenían su punto de encuentro, su sala de reuniones, su club a la intemperie”; usada como lugar de consumo y evasión por la generación del Toño, perpetuando, de paso, el afuera de los hombres y lo doméstico femenino, pues las mujeres pasan a lo lejos, rodeadas de hijos a temprana edad. La cancha es un espacio que aglutina y excluye, living y a la vez espacio público de los hombres pobres.

Mandato masculino

Si Lalo ya tiene un lugar y un nombre en la población, Toño es el elegido por su tropa para disputar el control de territorio; hubiese evitado la pelea, pero recuerda la insistencia de su grupo para convencerlo de disputar el poder, “como una gotera verbal que erosionaba su razón”. A su vez, Lalo sabe que debe defender su poder: “No se achicaba frente a sus enemigos ni lo haría ahora frente a ese pendejo ni ante ese montón que ahora lo rodeaba”. Ambos personajes aparecen sometidos a lo que Rita Segato denomina el mandato de la masculinidad: deben probar a sus pares que son capaces de actos de dominación, de vandalismo o de arrojo. Su potencia, su valía, deben ser reconocidas por la cofradía masculina: es en ella en la que se reconocen como hombres. La novela exhibe y cuestiona este mandato: la pelea es asumida por ambos personajes, pero en su transcurso se interroga su sentido, pues ninguno de ellos entiende cómo y por qué se llegó al enfrentamiento. Las subjetividades masculinas construidas por Reyes portan y sufren la violencia de género y es esa condición la que genera la cercanía del lector con el Lalo y el Toño: son también víctimas del patriarcado.

Si la crítica de 2016 señalaba el desencanto como dominante en la visión del autor, hoy se valora la empatía con la que fueron construidos los personajes, aportando así a la comprensión renovada de los problemas sociales del país.  Corte revitaliza la función de denuncia social de la literatura nacional y lo hace con gran manejo de aspectos formales, confirmando la calidad narrativa de Felipe Reyes.

 

Corte, Felipe Reyes, Provincianos Editores, 83 páginas, $10.000.

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