Los ensayos de Marina Tsvietáieva recogidos en El poeta y el tiempo muestran cómo abre zanjas y claros en zonas habitualmente espesas o azumagadas. Sus herramientas son una prosa afilada y vivaz, la luz cálida de su entendimiento, un humor que lo airea todo y la bravura ocasional, como cuando aboga en la poesía por un estado de posesión, en detrimento del “contenido de posesión”, algo así como la pura pose: “En un número infinitamente mayor al del poeta, existe el falso-poeta, el esteta que se atraganta de arte y no de los elementos, un ser muerto para Dios y para los hombres —pero muerto en vano”.
por Vicente Undurraga I 27 Agosto 2024
En 1989, la mexicana Selma Ancira, a quien los años dejarían ver como una de las mejores y más persistentes traductoras al castellano de la gran literatura rusa —desde Tolstói hasta Bulgákov—, se acercó, mediada por Sergio Pitol, a la oficina del editor Jorge Herralde en Barcelona. Hablaron de libros, de los rusos. “¿Qué te gustaría traducir para Anagrama?”, le preguntó Herralde. Y aunque no iba preparada, Ancira no vaciló en proponer una antología de ensayos de una poeta inigualable, Marina Tsvietáieva (1892-1941), cuya obra en castellano por entonces era casi inexistente, no así hoy en que contamos con múltiples traducciones de su prosa y su poesía (desde Severo Sarduy hasta Olvido García Valdés lo han hecho; en Chile, Carlos Henrickson tradujo y prologó sus grandes textos en Siete poemas, por Das Kapital, el 2016).
Ese libro señero, que surgió del diálogo de traductora y editor se llamó El poeta y el tiempo, y al cabo de 35 años acaba de ser reeditado, reabriendo la fiesta de estilo, entendimiento, audacia y asombro que agencia su lectura. Reúne cuatro ensayos largos, antecedidos de un breve texto autobiográfico titulado “Respuesta a un cuestionario”, donde Tsvietáieva deja ver sus gustos, decisiones, influencias y posiciones básicas (“Con la derecha no publico nada, debido a su profunda falta de cultura”).
Tsvietáieva tuvo una vida marcada por la ferocidad. Hostigada por la Revolución, vivió entre el exilio y el retorno, la pobreza, la amistad con Rilke y Pasternak, la lectura y la escritura como vida, la crianza, la prisión de su hijo, la ejecución de su marido, culminando todo en su suicidio en la localidad rusa de Elábuga. Su obra no es menos feroz ni voltaica. En sus ensayos salta a la vista: no son complementos a su poesía sino, como dijo Joseph Brodsky, parafraseando a Clausewitz, su continuación por otros medios, pues los escribe aplicando “una tecnología específicamente poética”, omitiendo lo evidente, generando encabalgamientos de sentido, nudos y desates visuales, llevando al extremo “el grado de expresividad lingüística de su prosa”, añade Brodsky, que luego despacha una notable lectura del singular uso del guion largo en la escritura, en verso y prosa, de Tsvietáieva, idea que en parte cabría quizás aplicar también al uso del mismo que antes hiciera Emily Dickinson: la rayita, aportando estilo telegráfico, “señala la proximidad de fenómenos y salta por sobre las evidencias”. Esa concisión, que sortea lo obvio mientras ase lo esencial, esa “colocación de palabras con la mayor gravedad específica en la sucesión más eficaz” opera en estos cuatro ensayos con potencia tan reveladora como guardiana de la dimensión misteriosa de cada fenómeno que aborda: el tiempo, la escritura, la amistad, la lectura, la muerte.
En “Un poeta a propósito de la crítica”, Tsvietáieva despliega de forma radical el lado desafiante y sarcástico de su pensar. Al perfilar al crítico, oficio al que indica de entrada como la posesión de un “oído absoluto para el futuro”, la autora lleva a cabo meditaciones en torno a su lugar y sus modos de desempeño, relacionándolo con otros saberes humanos, como la zapatería, y estableciendo distinciones afiladas entre crítica y opinión, movida esta última por una legítima “relación” directa, la cercanía: “A la relación todo le está permitido menos una cosa: proclamarse juicio”. Y al tiempo que piensa la forma de composición de la poesía, las malas prácticas de la mediocridad, la incidencia del dinero en la escritura, la vida privada más o menos escandalosa de todo autor y otros frentes del quehacer literario, despacha consideraciones así: “El crítico-prontuario, el que analiza la obra desde el punto de vista de la forma, que omite el qué y mira solo el cómo, el crítico que en un poema no ve ni al protagonista ni al autor (en vez de creado: ‘hecho’) y resuelve todo con la palabra ‘técnica’, es un fenómeno si no nocivo, sí inútil”. Y sigue: “Generar pequeños poetas es un pecado y un daño. Tras haber proclamado que la poesía es oficio, ustedes arrastran a sus círculos a personas que no han sido creadas para ella”.
Tsvietáieva es una ensayista que abre zanjas y claros en zonas habitualmente espesas o azumagadas. Sus herramientas son una prosa afilada y vivaz, la luz cálida de su entendimiento, un humor que lo airea todo y la bravura ocasional, como cuando aboga en la poesía por un estado de posesión, en detrimento del “contenido de posesión”, algo así como la pura pose: “En un número infinitamente mayor al del poeta, existe el falso-poeta, el esteta que se atraganta de arte y no de los elementos, un ser muerto para Dios y para los hombres —pero muerto en vano”. Fulminante, posee a la vez una alta delicadeza para abrazar aquello en lo que cree o que encuentra.
Una meditación especialmente honda se abre en “El poeta y el tiempo” y “El arte a la luz de la conciencia”, dos ensayos decisivos. Acerca del lugar de la poesía, de su relación con su época, dice: “Ser contemporáneo es crear el propio tiempo y no reflejarlo. Reflejarlo, sí, pero no como espejo sino como escudo”. Cierra el libro con “Algunas cartas de Rainer Maria Rilke”, otro texto de devoción literaria que le dedica a su gran amigo, a quien ya antes le ha dedicado uno de sus poemas más poderosos, “De año nuevo”, y de quien en páginas anteriores ha dicho: “Por Rilke nuestro tiempo le será perdonado a la tierra”.
El poeta y el tiempo, Marina Tsvietáieva, Anagrama, 2024, 168 páginas, $13.000.