por Andrea Kottow
por Andrea Kottow I 16 Agosto 2017
El detective Bayard debe investigar el atropello de una de las grandes figuras de la intelectualidad francesa a comienzos de la década del 80. Roland Barthes venía distraídamente caminando, tras haber participado en un almuerzo con el futuro Presidente François Mitterrand, lo que abre sospechas sobre el supuesto accidente. Para poder comprender quién era Roland Barthes y a qué se dedicaba, el detective (un hombre más bien sencillo, de orientación práctica) debe asociarse con un profesor de semiología (Simon Herzog), cuya tarea, además de explicarle los fundamentos del pensamiento estructuralista a Bayard, consiste en ubicarlo en la fauna de los pensadores franceses de la época: desde un encantador, pero narciso y hedonista Foucault, que se pasea del brazo de algún gigoló árabe por saunas gays y fiestas colmadas de cocaína y LSD; pasando por una fina y elegante Julia Kristeva, presa de sus propios fantasmas que, además de la nata de una leche caliente que flote encima de la superficie de su café, incluye a su marido, un frustrado y ególatra Philippe Sollers, que intenta a toda costa reclamar su lugar entre las filas de la intelligentsia de la época; a Louis Althusser, quien en un exabrupto de ira, pero consciente de sus actos, estrangula a su impertinente y mundana mujer.
La séptima función del lenguaje de Laurent Binet puede ser leída en clave policial. Bayard y Herzog, desconfiados en un principio frente a los talentos del otro, van acercándose en la medida en que la novela avanza y, como en cualquier historia donde el protagonismo es compartido por dos socios (desde El Quijote hasta las series policiales actuales, como The Killing, True Detective o The Fall), estos dos, que aparentan ser opuestos, se irán asemejando. Así pasan de la antipatía, el menosprecio, la rivalidad o el franco odio, a la simpatía, al reconocimiento, a la colaboración y, ¿por qué no?, a una forma de amor. Tanto el detective como el semiólogo son, finalmente, lectores de huellas.
Ahora bien, la novela de Binet en tanto novela policial se enreda y confunde al lector. Entre los celos intelectuales que enfrentan a Sollers con Eco, y las luchas por el poder político, donde están involucrados los búlgaros y los socialistas franceses, se pierde el interés por saber quién mató a Barthes. Y eso es imperdonable en un policial.
También podemos leer La séptima función del lenguaje como una gran humorada: una comedia que mezcla a destajo hechos históricos, figuras reales con fantasía e imaginación. Destrona a quienes para muchos de nosotros han sido nuestro objeto del deseo: los estructuralistas y posestructuralistas franceses. En este sentido, algo de novela de iniciados tiene: el texto está lleno de referencias, citas, intertextos y guiños. En un principio, el libro captura a sus lectores por esa vía. Todos queremos formar parte de ese club que sabe y reconoce, que ríe cuando debe. Pero también vista desde esta perspectiva, la lectura se vuelve menos entusiasta con el transcurrir de las páginas. Resulta excesivo y agobiante ese intento por incluirlos a todos y todas, desde Lacan a Butler, desde Jakobson a Paul de Man. Cansa la demostración de erudición. Agota la risa forzada de la caricatura y la ridiculización.
Esta séptima función del lenguaje, plasmada en un documento perdido que se convierte en la “carta robada” de esta novela, y que deposita en el lenguaje el poder performativo de hacer cosas con las palabras, habría sido más con menos.