Una breve historia de la igualdad, de Thomas Piketty, constituye su más decidida incursión en la pedagogía política. Pedagógico, pero en las antípodas de lo panfletario, el libro se trata, en sus palabras, de “un llamamiento para continuar con la lucha a partir de una base histórica sólida”, para lo cual “la reapropiación del conocimiento por parte de los ciudadanos es un paso esencial”.
por Daniel Hopenhayn I 8 Marzo 2023
Nunca pretendió disimularlo, pero cada vez lo deja más claro: la motivación de Thomas Piketty, con sus siderales análisis estadísticos, no es simplemente acreditar los excesos del neoliberalismo, sino reconstruir un proyecto transformador al que se pueda llamar socialismo.
Así cabe entender que Una breve historia de la igualdad, su último libro, sugiera desde el título un ejercicio de erudición más diletante, no obstante constituya su más decidida incursión en la pedagogía política. Se trata, en sus palabras, de “un llamamiento para continuar con la lucha a partir de una base histórica sólida”, para lo cual “la reapropiación del conocimiento por parte de los ciudadanos es un paso esencial”.
Pedagógico, pero en las antípodas de lo panfletario, el libro examina la progresiva tendencia hacia la igualdad (económica, política y cultural) que experimentó el mundo desde finales del siglo XVIII, con miras a darle un nuevo impulso tras el frenazo que supuso el ciclo neoliberal iniciado en 1980, al menos en lo económico. Piketty sintetiza aquí buena parte de la abrumadora información que desplegó en El capital en el siglo XXI y Capital e ideología, pero esta vez acentúa la perspectiva histórica con el fin de extraer lecciones, principalmente dos. La primera, que las transformaciones igualitarias suelen implicar “enfrentamientos sociales y crisis políticas a gran escala”, pues las élites se resisten apelando a los marcos normativos vigentes. Mover la aguja, entonces, supone la audacia de cuestionar y transgredir dichos marcos, bajo esta divisa: “El derecho debe ser una herramienta de emancipación y no de conservación de las posiciones de poder”.
La segunda lección, que modera la primera, es que la igualdad solo avanzó cuando la lucha social decantó en soluciones políticas en torno a mecanismos institucionales. Como salta a la vista, la intención del autor es mediar entre las dos almas de la izquierda: la que dejó de creer en los conflictos y la que ha llegado a creer solo en ellos.
Piketty integra a su revisión histórica las desigualdades de género y raza, en aras de reconciliar las causas económicas con las identitarias, la otra grieta que divide al progresismo. Algo consigue en este propósito, pero nada comparable a lo que ofrece en su especialidad: retrotraer los fenómenos sociales y políticos a sus factores económicos. Así, por ejemplo, es capaz de mostrar cómo Europa, durante el siglo XVII, rebasó las capacidades institucionales de China y del Imperio otomano al cuadruplicar sus cargas tributarias, lo que permitió a sus Estados movilizar muchos más recursos para fines militares y administrativos. En el principio no fue la ortodoxia.
Como ser didáctico no exige ser reiterativo, Piketty avanza a paso firme por los siglos XVIII y XIX, documentando una lenta desconcentración del poder y de la propiedad que halló su fase de aceleración en el siglo XX. Aquí entran en escena los dos héroes de esta historia: los impuestos progresivos y el Estado social, responsables de la “gran redistribución” que marca al período 1914-1980. Los tributos “cuasiconfiscatorios” sobre las rentas y herencias más elevadas, convergentes con “un proceso de desacralización de la propiedad privada”, dieron lugar a lo que el autor describe como una “doble revolución antropológica”: por primera vez el Estado escapó al control exclusivo de las clases dominantes y, al mismo tiempo, vastos sectores de la economía (salud y educación, parcialmente energía y transporte) se organizaron al margen de la lógica de mercado.
Los beneficios de este régimen fueron también políticos, toda vez que los contribuyentes percibieron que un criterio de justicia regía el sistema. De ahí que la víctima más sensible del prurito desregulador que irrumpió en 1980, a merced del cual “la progresividad real ha desaparecido”, sea a estas alturas la legitimidad misma del orden social.
Esta amenaza, además de la ecológica, sirve de respaldo a Piketty para postular “una profunda transformación del sistema económico mundial”, palabras que no se lleva el viento, pues nuestro autor trae el proyecto diseñado. Las medidas propuestas, eso sí, son de una radicalidad mayúscula, que en ningún caso se conforma con remedar el Estado de bienestar de posguerra. Su eje central son unos impuestos a la renta, a la herencia y al patrimonio que, de materializarse, simplemente impedirían la existencia de lo que hoy llamamos superricos (si es que no de los ricos a secas). Con esos ingresos, el Estado financiaría un esquema de empleo garantizado, una “herencia universal” que cada ciudadano recibiría a los 25 años y los demás compromisos del “Estado social y ecológico”.
Desde luego, un programa de este tipo obliga a Piketty a imaginar un nuevo modelo de globalización, que obstaculice las fugas de capitales y la competencia tributaria entre países. Sin temor a las resonancias utópicas, el economista bosqueja futuros parlamentos transnacionales que darían forma a un “federalismo social y democrático”, capaz de consensuar políticas distributivas a escalas continentales o incluso más allá. “La naturaleza aborrece el vacío: si no se formula un proyecto democrático supranacional, construcciones autoritarias ocuparán su lugar”, advierte a los incrédulos, si bien omite sopesar que su proyecto presupone electorados de preferencias estables en el tiempo y, por si fuera poco, la generosa disposición de los países ricos a ver caer drásticamente su riqueza y poder relativos.
Sin embargo, a medida que profundiza en sus propuestas, Piketty deja entender cuál es aquí el valor normativo en disputa: el concepto de propiedad. Ese ha sido, en rigor, el horizonte ideológico de toda su obra: relativizar —y en este caso, historizar— una noción de la propiedad que hoy nos parece natural, pero que tuvo su origen en arreglos institucionales específicos, suscitados a su vez por relaciones de poder específicas. El autor prescinde de comprometerse con una definición ideal, pero a trazos perfila una concepción de la propiedad más “social y temporal” que “estrictamente privada”, en un marco jurídico “basado en el reparto de poder”. Circulación de la propiedad y gestión participativa de la misma: en eso consiste, y en poco más, el “socialismo democrático, descentralizado, ecológico y socialmente mestizo” del que este libro intenta sentar las bases.
Dado que el análisis comparado se enfoca en Europa y EE.UU., seguidos de China y las excolonias africanas, sus argumentos son de difícil asimilación para países que no vivieron la bonanza de la posguerra, pero sí la del Consenso de Washington, como Chile. El propio autor constata que América Latina y otras regiones no pueden añorar un ciclo igualitario que no conocieron, y que la desigualdad entre países ricos y pobres llegó a su peak en 1960, para experimentar un fuerte descenso desde 1980. Este último dato es, sin duda, el punto ciego de toda crítica igualitaria a la globalización neoliberal, lo cual explica que Piketty se conforme con mencionarlo. Lo que más se echa de menos, sin embargo, es que el autor calibre, siquiera a la pasada, el impacto que tendrían sus propuestas sobre el crecimiento económico. Aquí su radicalidad se entrampa en la timidez, pues todo indica que prefiere dejar para otro momento la defensa de un modelo de sociedad menos orientado a la expansión del consumo.
Pero someter este ensayo a las contradicciones del presente inmediato sería malentenderlo. La apuesta de Piketty es ampliar las fronteras de lo pensable para involucrar al mundo en un trance de largo aliento: una nueva disputa entre proyectos políticos realmente divergentes. “Lo más importante en este estadio es tratar de reconstruir esa narrativa”, aclara. En ese sentido, su aporte resulta superior al de otras tentativas similares: dota de contenidos plausibles —más aún, ¡cuantificables!— a una izquierda que, sobrepasada por la complejidad de la economía global, ha buscado alivio en estéticas de la impotencia o en una radicalidad apenas gestual, no siempre distinguible del narcisismo. A Piketty, ya se sabe, la aparente inconmensurabilidad de los datos no lo intimida en absoluto. Moderno hasta el final, siempre está dispuesto a descubrir en ellos un orden, y en ese orden, un escape a la melancolía: “El progreso humano existe, el camino hacia la igualdad es una lucha que se puede ganar”.
Una breve historia de la igualdad, Thomas Piketty, Paidós, 2022, 294 páginas, $17.900.