Sutil, filoso, antiépico

En Rostros de una desaparecida, Javier García Bustos reconstruye la historia de su tía Sonia Bustos Reyes, detenida desaparecida cuyo nombre apareció en el listado de la Operación Colombo. Por medio de recuerdos, testimonios, archivos, fotografías, entrevistas y visitas a lugares en que Sonia estuvo, el escritor intenta recomponer una biografía que no es individual, sino también de quienes la orbitaron, en un relato cuyo núcleo es la poesía.

por Sebastián Duarte Rojas I 5 Octubre 2022

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Recuerdo lo que varios profesores me enseñaron sobre la Ilíada: el que nos hizo leer el canto XXIV en que Príamo besa las manos de Aquiles, el asesino de su hijo, rogando que le devuelva el cuerpo para darle sepultura; la que describió este poema como una rapsodia por su composición a varias manos —o voces, más bien— a través de la unión de fragmentos de diverso origen, y el que nos dijo que los abundantes listados de muertes, esos que a mucha gente le parecen tan lateros como el catálogo de las naves, están ahí porque Homero quiso honrar a cada difunto, explicándonos quién fue y el modo particular en que acabó su vida.

Esto recuerdo al leer Rostros de una desaparecida, el breve libro en que Javier García Bustos, periodista cultural y autor del poemario Último paseo (2008), reconstruye la historia de su tía. Sonia Bustos fue detenida en 1974, con solo 30 años, y formó parte de los 119 nombres utilizados en el montaje que fue la Operación Colombo. Antes de ser secuestrada, trabajaba como cajera en Investigaciones y formaba parte de una pequeña célula del MIR que creaba identificaciones falsas. Tenía una relación muy estrecha con su hermana Rosa —la madre del autor, detenida poco después y también torturada, pero puesta en libertad—, estaba a punto de casarse, era aficionada a la fotografía y “escribía poesía, [pero] los agentes de la DINA se llevaron sus cuadernos cuando la secuestraron. Los torturadores leyeron versos ajenos, pensaron en misteriosas claves secretas que nunca pudieron descifrar”.

Por medio de recuerdos, testimonios, archivos, fotografías, entrevistas y visitas a lugares en que Sonia estuvo, el escritor intenta recomponer “una biografía rota como la disposición de todos estos párrafos”, una biografía que no es individual, sino también de quienes la orbitaron: sus familiares, amistades, compañeros y pareja.

“No quería escribir este libro”, declaró García Bustos en un artículo publicado en The Clinic, y esta reticencia se deja ver cuando fantasea con “recibir una encomienda con una serie de cuadernos que contengan las memorias de mi tía. (…) Una especie de Mi lucha, del escritor noruego Karl Ove Knausgård (…). Páginas que, con su letra, me cuenten sus aventuras, caídas, anécdotas, viajes”. A partir de este anhelo, no solo de que su tía se haya salvado, sino también de que hubiese podido dejar un detallado torrente verbal autobiográfico como el de Knausgård, la escritura del libro busca compensar —entendiendo la falencia fundamental de la tarea— la ausencia de la palabra de Sonia y, sobre todo, de sus poemas desaparecidos, uno de los aspectos que más identifica a su sobrino con ella.

Hasta el día de hoy la familia conserva la cámara fotográfica de Sonia. Pero como si su desaparición hubiese quebrado también la lente de la máquina, el autor captura un retrato caleidoscópico de su tía y multiplica su rostro en esta rapsodia de narración personal, documentación y referencias literarias que se amplifican entre sí.

Es por eso que la poesía es el núcleo de este libro. “La relación ‘poesía chilena y desaparición de mi tía’ la hice una vez en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo (MAC), donde exhibieron el documental Señales de ruta, de Tevo Díaz, sobre el poeta Juan Luis Martínez”. Pero además de “La desaparición de una familia”, el poema de Martínez a partir del que se titula ese documental, en este libro también resuenan el Canto a su amor desaparecido de Raúl Zurita, el epígrafe de Nicanor Parra —“De aparecer apareció / pero en una lista de desaparecidos”— y dos poemas de García Bustos que evocan las voces de su madre y Osvaldo Romo, quien torturó a Sonia y a Rosa.

A propósito de su madre, el autor menciona que, a pesar de haber sobrevivido, ella jamás le contó sobre su detención, de modo que, al igual que con Sonia, tuvo que reconstruir esa parte del relato por medio de archivos. Pero lo que Rosa sí le contó es “que muchos años después de la desaparición seguía viendo el rostro de Sonia en otras personas. Los rasgos de un ser querido moldeados en la multitud. La veía y desaparecía. La veía y desaparecía”.

Hasta el día de hoy la familia conserva la cámara fotográfica de Sonia. Pero como si su desaparición hubiese quebrado también la lente de la máquina, el autor captura un retrato caleidoscópico de su tía y multiplica su rostro en esta rapsodia de narración personal, documentación y referencias literarias que se amplifican entre sí, en un poema antiépico y libre de morbo, tan sutil como filoso, que intenta recobrar una vida, una voz, un cuerpo que acabó —probablemente— en el fondo del mar.

 

Fotografía de portada: retrato de Sonia Bustos Reyes en la Casa Memoria José Domingo Cañas. Cortesía de Javier García Bustos.

 


Rostros de una desaparecida, Javier García Bustos, Overol, 2022, 120 páginas, $12.500.

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