¡Es la política, amigo!

En Desigualdad, el ex ministro Nicolás Eyzaguirre intenta probar que la desigualdad, lejos de ser un efecto colateral de la bonanza, es el más poderoso factor de estancamiento. Es justo destacar, en tiempos de cólera discursiva, los esfuerzos del autor por evitar los reduccionismos que inclinen la balanza a su favor. Pero el rasgo más sobresaliente es su amplitud de miras para conjugar los factores económicos con los sociales y políticos.

por Daniel Hopenhayn I 1 Julio 2020

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Durante el gobierno de Ricardo Lagos, el ministro de Hacienda Nicolás Eyzaguirre viajó “en busca de inspiración” a diversos países que habían alcanzado el desarrollo basados en sus recursos naturales. En una actividad propia de esas giras, un joven estudiante danés le preguntó por qué Chile, no obs­tante su progreso, seguía siendo tan desigual y tan dependiente de unas pocas exportaciones. La pre­gunta era sumamente básica. Tan­to, que el ministro, avergonzado, no supo responderla.

“Desde entonces no he podi­do dejar de pensar en eso”, cuenta ahora en Desigualdad, un ensayo a la altura de esa obsesión y, por lo mismo, de enorme interés. Guiado por la sospecha de que 200 años de políticas públicas deficientes debían ser el síntoma de una en­fermedad mayor, Eyzaguirre ha escrito un libro que desdibuja las fronteras de su disciplina –o más bien, que conoce el carácter ilusorio de esas fronteras− y que le debe tanto al vigor teórico del autor como a su experiencia en el ejercicio del poder.

La evidencia comparada, musa del economista, abarca en este estudio la historia universal casi completa: el cazador-recolector, el agricultor sedentario que produjo excedentes, los imperios que cen­tralizaron la gestión de esos exce­dentes y las sociedades más hori­zontales de la era industrial. Para cada una de esas etapas, Eyzaguirre contrasta experiencias de los cinco continentes, con el fin de detectar las variables geográficas, políticas y culturales que propiciaron eco­nomías virtuosas o decadentes. El hallazgo que arroja esa pesquisa es que el secreto del desarrollo –y de la innovación, su piedra angu­lar− no se esconde en los detalles del modelo económico, sino en el entramado institucional que una sociedad se da para sí.

Concretamente, lo que Ey­zaguirre intenta probar es que la desigualdad, lejos de ser un efecto colateral de la bonanza, es en el largo plazo –y muchas veces en el corto− el más poderoso factor de estancamiento. Y no se trata de un cumplido retórico: el minucio­so cruce de evidencias consigue develar cómo, a través de qué di­námicas específicas, la concen­tración del poder ha inhibido la prosperidad y su mejor distribu­ción, en cambio, la ha catapultado. Fue así, por ejemplo, como una Inglaterra más democrática y des­centralizada, con una mayor frag­mentación de la riqueza y a la vez respetuosa del derecho de propie­dad –alquimia esencial, para Ey­zaguirre, del ingenio productivo−, pasó de ser el potrero de Europa a contemplar desde la cima el hun­dimiento de imperios jerárquicos como el español o el chino, inca­paz este último de traducir su in­ventiva en industria. De allí la fra­se que, como un talismán, recorre este libro: “¡Es la política, amigo!”. O su epígrafe, que cita a Simon Johnson, ex economista jefe del FMI: “Las personas poderosas siempre procuran hacerse con el control del gobierno, menosca­bando el progreso social en favor de su propia codicia. Ejerza un fé­rreo control sobre estas personas mediante una democracia efectiva o verá cómo fracasa su país”.

Son muchos los caminos que ensaya esta investigación, pero todos conducen a nuestro valle central. El palo en la rueda de la sociedad chilena, sostiene Eyza­guirre, ha sido una oligarquía que tempranamente capturó el poder –la propiedad de la tierra, primero; la política y la banca después− y bregó porfiadamente por evitar su socialización. Los sucesivos alti­bajos de nuestro historial econó­mico, así como el curso declinante que ya acusa el modelo actual, son reinterpretados a la luz de la iner­cia institucional que resultó de ese dominio oligárquico, y mediante un revelador paralelo histórico con las trayectorias de Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Canadá: países, como el nuestro, de origen colonial, pero que repar­tieron a tiempo la tierra, el acceso al crédito y el saber.

Una diferencia crucial es que en Chile, hasta muy entrado el si­glo XX, la minoría terrateniente se las arregló para evitar los impues­tos directos (al ingreso y a la pro­piedad). Privar al Estado de esos recursos implicó que las brechas de escolaridad y alfabetización –entre Chile y aquellos países− se dispararan durante el siglo XIX. Lo propio ocurrió con las cifras de participación electoral. Lo intere­sante es constatar el correlato di­recto de estos números en los res­pectivos progresos de la industria agropecuaria: mientras Oceanía creaba desde abajo, Chile se estan­caba desde arriba.

Son muchos los caminos que ensaya esta investigación, pero todos conducen a nuestro valle central. El palo en la rueda de la sociedad chilena, sostiene Eyza­guirre, ha sido una oligarquía que tempranamente capturó el poder –la propiedad de la tierra, primero; la política y la banca después− y bregó porfiadamente por evitar su socialización.

Es justo destacar, en tiempos de cólera discursiva, los esfuerzos del autor por evitar los reduccionismos que inclinen la balanza a su favor, al punto de advertir al lector cuando sus afinidades ideo­lógicas pudieran predisponerlo. Aun así, las críticas a la izquierda, su tribu de origen, no son pocas. La ennoblecida política industrial de las décadas desarrollistas, se­gún se empeña en acreditar, era insustentable en el tiempo y jamás daría el salto de productividad. Y lo peor, no se atrevió a disputar el verdadero botín −la propiedad de la tierra y la renta minera− sino hasta el gobierno de Frei Montal­va, quizás demasiado tarde. A las políticas económicas de la UP les reprocha una candidez superlati­va. Y a las de la dictadura, haber puesto en marcha una “restau­ración oligárquica” mucho más irresponsable y populista de lo que sus artífices quieren recordar.

Sin abstenerse de introducir teoría económica –dialogando con premios Nobel del siglo XX antes que con los clásicos−, Eyzaguirre se asegura de mantener el libro al alcance de cualquier lector curio­so. Su pluma sobria, de conteni­da elegancia, se remite a la mejor tradición contemporánea de su disciplina; la majadera reiteración de las ideas centrales, en cambio, parece remitirse a la creciente des­confianza de los ensayistas respec­to de la capacidad de retención de sus lectores.

Pero el rasgo más sobresalien­te de Desigualdad es su amplitud de miras para conjugar los factores económicos con los sociales y po­líticos. La miopía del economista que ahoga la complejidad social en una planilla Excel es ya demasia­do fácil de criticar. Se dice menos sobre la ligereza con que las hu­manidades y las ciencias sociales se han servido de esa crítica para ahorrarse el problema económico, por la vía de reducirlo a un antago­nismo ideológico o simplemente ético (desdeñar a los economistas reporta credenciales de profunda sensibilidad). En este caso, el la­borioso despliegue de estadísticas es de primera necesidad para ilu­minar ciertas dinámicas sociales y, lo más importante, para plantearse en serio el desafío de modificarlas.

Y entonces, ¿qué hacer?

En la emblemática demanda de “cambiar nuestra matriz pro­ductiva”, Eyzaguirre distingue más voluntarismo que claridad. Para ponerle paños fríos, exa­mina los casos de Japón y Corea del Sur, concluyendo que no son aplicables a Chile ni a esta épo­ca. Prefiere el camino noruego o neozelandés: crear valor en torno a nuestras materias primas. Con ese horizonte, el Estado debería endeudarse y subir los impues­tos a las personas (“pausada pero significativamente”) para impulsar un decidido plan de innovación y educación. Pero cuidado: la em­presa fracasará si no impedimos que los grupos de presión –este punto desvela al ex ministro− ar­bitren el destino de esos recursos.

Antes de todo eso, sin em­bargo, está la actual Constitu­ción, “hecha desde la ilusión de la petrificación” y causa principal, para Eyzaguirre, de nuestro inmovilismo. La exage­rada jerarquía que concede a los intereses privados en desme­dro de los públicos, así como los quórums supramayoritarios y los vetos del Tribunal Constitucio­nal, no nos permiten, a su juicio, seguir avanzando. El viejo presi­dencialismo, pronostica además, inducirá una parálisis del sistema político, pues el Congreso, carente de incentivos para vertebrar una mayoría gobernante, “se asemeja cada vez más a una federación de caudillos y populistas”.

No deja de impresionar que este libro, tras madurar por casi dos décadas en la mente de su autor, haya entrado a la imprenta apenas días después del 18 de oc­tubre. Para advertir que nos pena un nuevo pacto social, quizás ha llegado tarde. Para ilustrar cuán difícil será enmendar el rumbo y cuánta la tentación de pretender que parezca fácil, el momento no puede ser más oportuno.

 

Desigualdad. Raíces históricas y perspectivas de una crisis, Nicolás Eyzaguirre, Debate, 2019, 454 páginas, $16.000.

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