Un presidente fuera de control

Watergate, del documentalista Charles Ferguson, es una crónica del mayor escándalo político de la historia estadounidense, la cual sostiene que, pese al encubrimiento ejecutado por Nixon, la acción de algunos funcionarios, de la prensa y la sociedad civil logró frenar a un presidente que manejaba el gobierno como un cartel mafioso. Es decir, que la democracia estadounidense funcionó. Pero la propaganda política funciona de modos misteriosos y no siempre genera el efecto deseado por sus autores.

por Pablo Riquelme I 15 Julio 2020

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El director Charles Ferguson ganó el Oscar en 2011 con Inside Job, un documental sobre la crisis económica de 2008 en el que responsabilizó a la Reserva Federal de la recesión. En su siguiente película, Time to Choose (2015), denunció a las corporaciones de energías fósiles que depredan los ecosistemas. Y en No End in Sight (2007), su primer documental, expuso la incompetencia del gobierno de Bush hijo durante la ocupación de Irak, que condenó a EE.UU. a pelear una guerra interminable, imposible de ganar. La indignación moral de su filmografía muestra un mundo donde se enfrentan dos bandos: a un lado, las élites corruptas que gobiernan; y al otro, una sociedad civil cada vez más empoderada y combativa.

Esa premisa se repite en Watergate, una crónica del mayor escándalo político de la historia estadounidense. Comenzó como un delito común, con la detención de cinco tipos que ingresaron a la sede del Partido Demócrata en Washington una noche de junio de 1972. El objetivo era instalar micrófonos para espiar a los demócratas, de cara a las presidenciales de ese año. Pero los cinco formaban un equipo que realizaba el trabajo sucio que el jefe –ni más ni menos que el presidente del país– no podía ejecutar. El escándalo terminó dos años después con la renuncia de Richard Nixon por haber orquestado el atraco y tratado de encubrirlo desde la oficina más poderosa del mundo: la Casa Blanca.

El documental presenta a Nixon como un sobreviviente político que ganó las presidenciales del 68 con la promesa de que sacaría las tropas de Vietnam. Asumió en medio del caos (el movimiento pacifista y la lucha por los derechos civiles no daban tregua) y de altísimos niveles de violencia (la sangre de Robert Kennedy y Martin Luther King, asesinados durante la campaña, todavía estaba fresca). El país había tocado fondo y Nixon era el hombre para levantarlo.

En los momentos finales, cuando el Nixon de carne y hueso abandona la Casa Blanca para siempre, la dignidad con que enfrenta la humillación y la derrota hace que uno se pregunte si tal vez en la derrota política absoluta, también existe espacio para la grandeza.

Tal cual hizo Ken Burns en su serie documental sobre la guerra de Vietnam, Watergate compendia montañas de documentos desclasificados, archivos televisivos, artículos periodísticos y testimonios para retratar el shock de los estadounidenses al enterarse de que el equipo de Nixon estaba detrás del asalto a la sede demócrata. El presidente había usado el aparato presidencial para sacar ventaja política en las elecciones. Que los presidentes mientan hoy podrá no sorprender a nadie, pero en aquellos años esa constatación marcó un antes y un después en la cultura estadounidense y alimentó esa estética de la conspiración que Francis Wheen llamó “la edad de oro de la paranoia” y que cristaliza en esta frase: “No importa cuán paranoico seas: lo que el gobierno está haciendo realmente es peor de lo que eres capaz de imaginar”.

El documental sostiene que a pesar de que Nixon ejecutó un encubrimiento masivo, hubo funcionarios –burócratas, congresistas, fiscales, agentes del FBI– que se mantuvieron fieles a la Constitución. Junto a la prensa y la sociedad civil lograron frenar a un presidente que manejaba el gobierno como un cartel mafioso. Es decir: la democracia estadounidense funcionó.

La tesis cojea si consideramos que el sucesor de Nixon, Gerald Ford, le otorgó al ex presidente inmunidad total para evitar que fuera procesado por sus delitos. En la práctica, generó el precedente de que los presidentes no son responsables por los crímenes que cometen. Aunque el documental no lo dice de manera explícita, es imposible no pensar en Donald Trump. El subtítulo de la serie (“Cómo aprendimos a frenar a un presidente fuera de control”) y la manida frase de George Santayana con que Ferguson cierra el último capítulo (“Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”), sugieren que Watergate funciona como un artefacto propagandístico para desalojar a Trump de la Casa Blanca.

Pero la propaganda política funciona de modos misteriosos y no siempre genera el efecto deseado por sus autores. Porque, al final, quien se roba este documental es el propio Nixon, el personaje juzgado. Para agregarle espesor dramático a la serie, el director decidió recrear con actores algunas conversaciones que Nixon mantuvo con sus colaboradores en el Salón Oval. Los parlamentos están sacados textualmente de las cintas que grabaron las reuniones de Nixon. Esto, que en principio parece un paso en falso, termina siendo lo mejor gracias a la excepcional interpretación de Douglas Hodge, que encarna a un Nixon enjaulado, resentido, antisemita, alcohólico y vulgar, pero siempre brillante y tremendamente humano. Ese Nixon no produce el desprecio que debería despertar en el espectador, sino todo lo contrario. En los momentos finales, cuando el Nixon de carne y hueso abandona la Casa Blanca para siempre, la dignidad con que enfrenta la humillación y la derrota hace que uno se pregunte si tal vez en la derrota política absoluta, también existe espacio para la grandeza.

 

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