Un segundo de ceguera

La poesía de Damsi Figueroa, ahora recogida en Signos vitales, destaca por su espesor, delicadeza e intensidad. En ella lo real comparece antes como visiones que como simples vistas o referencias, como la Isla Quiriquina, móvil en estos versos, viva, histórica, fantasmal, hipnótica. Maravilla del arte de la comprensión y la compresión —no reducida al verso corto y lo minúsculo.

por Vicente Undurraga I 16 Marzo 2023

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En el segundo de sus tres libros, Damsi Figueroa (Talcahuano, 1976) escribe: “Rondo al hombre y lo desconozco / porque toda transformación impone un segundo de ceguera”.

Se podría decir que su poesía supone —o realiza, más bien— una transformación así, porque impone u obsequia una especie de ceguera, una total descolocación del entendimiento y del corazón que dura un segundo. Pero un segundo de efecto infinito. Ceguera que nunca se quita del todo; es lo que tiene de alumbramiento todo deslumbre. No se trata de una transformación parafernálica, vistosa, sino de una sutil costura de frases, modos e imágenes entre cuyos hilos los sentidos, los sentimientos y los pensamientos se intensifican y se vuelven novedosos, se dan en libre vuelo e hipnótico canto. Es una poesía que pareciera tener un “ojo de pájaro en su centro”.

Terry Eagleton escribió que mientras “el lenguaje científico y legal pretende restringir el significado”, esto es, precisar conceptos, acotarlos, “el lenguaje poético busca su proliferación”. Y lo que hace Figueroa lleva ese afán tan lejos como es posible. Hay temas o asuntos en sus poemas, pero no son ajenos al “apocalipsis del motivo” y la multiplicación de los alcances.

***

Damsi Figueroa publicó Judith y Eleofonte en 1995, Cartografía del éter en 2003 y Muerte natural en 2021, reunidos —revisados— ahora en Signos vitales. Investigadora de poesía mapuche y de didácticas poéticas infantiles, con los años uno de sus poemas, “Autorreconocimiento”, se volvió un hito, un hit:

Yo no soy la que se pierde tan pronto como se la encuentra

El amor en mí no se toca

Se escribe

Yo no soy piadosa con los hombres de poca fe
No intercambio los calzones con nadie
En cambio asumo la desvergüenza de una desnudez colectiva
en una casa de playa o en una playa a secas
Yo no me complico la vida omitiendo adverbios y conjunciones

Patino por la hoja

Y tapo los surcos amargos con la sangre de mis amigos

(…)

No es una poesía que comparta los hallazgos de su honda indagación por medio del acopio o la insistencia. Es, más bien, una poética de la resistencia, la concentración. Leyendo Signos vitales se tiene la impresión de acceder al decantado —lo que resistió en pie— de una escritura que antes abrazó mucho más, dejando como huella versos donde hasta “el aire, la noche y el agua se contemplan / y se abrazan”. Maravilla del arte de la comprensión y la compresión —no reducida al verso corto y lo minúsculo.

En casi 30 años, descontada su poesía infantil, ha publicado tan solo 40 poemas. Especialmente los 30 del segundo y tercer libro le sacan modulaciones y cadencias joviales a la lengua y la abren a lo real y lo incierto al mismo tiempo. Son el canto de una búsqueda misteriosa. El asombro es por eso emoción irrecusable en su lectura.

Para tan acotada cantidad de poemas —por lo general breves, además; pocos superan la página— el espesor que portan, la delicadeza y la intensidad con que se abren paso, constituyen una forma de decir inaudita. En su forma de parecerse a varios, no se parece a nadie, porque hay algo en su escritura que se ‘alarga tuerce recoge y oscurece / finalmente en el eco del canto que desflora’.

Para tan acotada cantidad de poemas —por lo general breves, además; pocos superan la página— el espesor que portan, la delicadeza y la intensidad con que se abren paso, constituyen una forma de decir inaudita. En su forma de parecerse a varios, no se parece a nadie, porque hay algo en su escritura que se “alarga tuerce recoge y oscurece / finalmente en el eco del canto que desflora”. En ella lo real comparece antes como visiones que como simples vistas o referencias, como la Isla Quiriquina, móvil en estos versos, viva, histórica, fantasmal, hipnótica.

Decía que esta poesía abre sentidos y sentimientos; diría aún más: inaugura, si no realidades, comprensiones. Leer el poema “Muerte natural” es volverse un naciente. Muestra el “trabajo de entender” que se dan “solo las niñas”. Si hubiera una cifra o especificidad del saber femenino que nace en la niñez y dura para siempre, este texto la deja ver con generosidad: “Ellas descubren / que el mundo no está hecho de palabras (…) / enseguida, se vuelven silenciosas / y construyen escondites donde no penetran los adultos / sus leyes, ni las leyes de la física / ni las leyes del dolor, / ni las leyes del sometimiento”. Y así logran comprender “el torbellino de la existencia / sus golpes, sus latidos, olas de vida vibrante”.

Y ese poema, que cito a tropezones pero que leído entero no tiene tropiezo alguno, viene significativamente a continuación del que quizás sea el poema mayor de Figueroa: “La distancia relativa de una isla”. En 57 versos se transita ahí de la epifanía a la crónica con la soltura del viento y por no sé qué asociaciones —por lo pronto, el paso de danza con que lo vocativo y lo narrativo recalan en el aforismo o la anunciación misteriosa—, recuerda la experiencia de leer alguno de esos poemas perfectos que escribieron Eduardo Anguita o Ximena Rivera.

Son cercanías posibles para un “canto terrestre” muy propio, por no decir muy único. Propio y único por cómo “deletrea con sencillez máxima cosas profundísimas”, al decir de Verónica Zondek, por cómo escancia ritmos y humanidad en cada letra, por cómo abre espacios y los habita sin copar. De ahí las palabras con que Gonzalo Rojas saludara temprano esta poesía: “No hay página que no toque el fundamento. Ni la Pizarnik me trae tanto: contención, desapego, imaginación, videncia”. En ecos, guiños y préstamos de otras poéticas no se queda corta. Es una poesía dialogante en más de un sentido, que piensa al poema mismo siempre, pero eso es un rasgo de su hacer, no su techo. Revive todo lo que toma.

Si como decía una vieja canción, algo quita quien nada deja, de la poesía de Figueroa podría decirse justo lo contrario, que algo deja una poesía que nada quita. Nos devuelve al que es su espacio o unidad vital más explícita: el segundo, no el instante ni el momento sino el segundo, ese brevísimo lapso de tiempo donde puede ocurrir la eternidad. Se ve con fuerza en el hermoso “Sobre los bellos durmientes”, poema “para ser escrito sobre los durmientes de la línea férrea”. Poner solo una palabra por verso y desplegarla en el largor veloz de una ferrovía (y de la página) resulta una precisa estrategia para aligerar a velocidad de segundos la carga de un poema intenso y toda su “motora / prefiguración / del / desastre”. Lo mismo cuando, en sentido contrario, su único poema en prosa parece ser la mejor forma, “un baile oceánico”, de concentrar recuerdos y olvidos.

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Una abuela trabaja incasablemente pedaleando en su máquina de tejer frente a una gran ventana y ese retrato convive en estas páginas con “el susurro esquizofrénico de la naturaleza del hombre”, y hay “semen sobre las plumas del cisne”. Entre medio el silencio “es una puerta entrecerrada / … no tiene trampas, sino abismos”, es “un abrigo con los bolsillos rotos”. En ese cruce entre énfasis y discreción, esta poesía deviene pensamiento, agudo escolio a todo lo humano: “Los orgasmos son / puro silencio derrochado”.

En Muerte natural, de 2021, conviven lo mapuche, lo angélico, los pájaros y una brevísima “Historia del hombre de Occidente”, donde la Historia es interceptada por la contingencia bajo la forma de un boleto de micro. Ese boleto hace al poema. Y en la última página hay una adivinanza o tal vez la formulación de un misterio; es probable que desde Los detectives salvajes la literatura chilena no ofreciera unas líneas finales que nos dejaran tan colgados en una pregunta.

Hay que esperar por los fuegos silvestres / con el corazón encendido y en silencio… Hay que saber esperar / y agradecer al sendero / a su mano oscura / que nos regresa siempre”. Eso pide esta poesía, y regala a cambio, para habitar esa espera, esa inminencia, un segundo de ceguera, algo anterior al deslumbramiento y posterior a la intuición, el segundo en que algo se alumbra, como en la aurora, cuando algo nace y algo muere y somos por un segundo ciegos no por no ver, sino por volver a ver como por primera vez, como quien tiene un cuerpo nuevo.

 


Signos vitales, Damsi Figueroa, Aparte, 2022, 62 páginas, $13.000.

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