José Bengoa en la Araucanía, cazador de falacias

En los 23 textos que componen Crónicas de la Araucanía, el historiador y antropólogo abarca tiempos y espacios más o menos insondables para comprender la historia del pueblo mapuche. El conjunto es azaroso, no así sus intenciones. “Este libro es un mentís a quienes han afirmado el primitivismo de las sociedades indígenas prehispánicas”, proclama el autor.

por Daniel Hopenhayn I 18 Febrero 2020

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Sin decir casi nada acerca de sí mismo, José Bengoa ha publicado el más personal de sus libros. Sus Crónicas de la Araucanía, impetuosas, perspicaces, condensan décadas de expediciones entre las tierras del sur y el polvo de los archivos, pero también una particular manera de auscultar la realidad. La de un historiador y antropólogo que, para comprender la historia del pueblo mapuche (un campo de estudio que él y otros, promediando los años 80, prácticamente fundaron), primero ha necesitado desordenarla, desbarrancar prejuicios, acostumbrar la mirada a lo improbable para ver por el revés de las falacias. Así se entiende la anomalía epistemológica en que descansa la belleza de este libro: escasea el orden; abunda el rigor.

El temario de las 23 crónicas (en su mayoría inéditas) abarca tiempos y espacios más o menos insondables. Podemos sobrevolar Groenlandia, cazar mastodontes en Tagua–Tagua o imaginar a Alonso de Ercilla leyendo a Tomás Moro mientras escribe La Araucana. Entretanto, habremos padecido las destrezas de la industria maderera para encerrar “como islas en un mar forestal” a las comunidades mapuches (y no mapuche, explica Bengoa, dado que escribe la palabra “en castellano”), o visitando en Paicaví a la machi Juanita Trango, cuyo testimonio da pie a formidables disquisiciones en torno a la religiosidad y los roles de género en la sociedad mapuche actual.

El conjunto es azaroso, no así sus intenciones. “Este libro es un mentís a quienes han afirmado el primitivismo de las sociedades indígenas prehispánicas”, proclama Bengoa. Para ello incurre a veces, asumiendo el riesgo, en hipótesis difíciles de probar, pero que prueban la arbitrariedad del cliché opuesto, del imaginario que limita nuestra imaginación acerca del pasado. Una “idea absolutamente absurda”, por ejemplo, es la que se figura a los antiguos cazadores como personas “desgreñadas, sin abrigo, metidas en una cueva muertas de susto”. La evidencia disponible sugiere imágenes de pulcro señorío, pero no podemos verlas. Anclados en “el evolucionismo metafísico (y no científico, como se dice) del siglo XIX”, definimos a culturas que prevalecieron por siglos o milenios según lo que aún no eran, como si solo hubieran sido para dejar de ser.

Con esto, desde luego, se prepara el terreno para la arremetida central, que barre con el mito de una Araucanía habitada por nómades belicosos y disipados. Crónicas de muy distintas épocas, escogidas por su valor documental y, a todas luces, estético (las de Isidoro Errázuriz, fechadas en 1892, son un rescate notable), testimonian una vida sencilla pero de abundancia, organizada económica y territorialmente. Una vez arrasada esa forma de vida, descubrimos que los colonos europeos no temieron a sus vecinos mapuches como a los chilenos, mucho más proclives a la rapacidad, la xenofobia y el crimen.

Otra motivación de estos relatos es plasmar la enorme influencia recíproca entre la sociedad chilena y la mapuche a lo largo de la historia. De manera convincente, Bengoa argumenta que la Guerra de Arauco vertebró no solo el mapa político de Chile del Biobío hacia el norte, sino el relato mismo de la nacionalidad y, lo más importante, la estructura del latifundio, verdadero soporte de “la estabilidad tan manoseada del Estado chileno”. Siguiendo a Mario Góngora, sostiene que la vocación centralista y autoritaria de la República le debe mucho menos al ingenio de Portales que a la incesante guerra en el sur fronterizo. Y extendiendo esa herencia hasta hoy, asegura que la derecha chilena, en las elecciones de 2017, movilizó a la población con “ideas premodernas” o “conceptos propios de una era hacendal”. Primitivizar al prójimo es siempre un atajo arriesgado.

El género de la etnografía, algo extraviado últimamente en estrategias textuales de exagerada reputación, tiene en este libro más de un feliz reencuentro con su vigor clásico. Particularmente en ‘Viajes por el silencio de Nahuelbuta’, crónica en la que Bengoa vincula sus dos especialidades: la sociedad mapuche y el campo chileno.

A la inversa, la transformación de una multitud de comunidades en el pueblo mapuche, con ese nombre y ese espíritu, no se explica sin los sostenidos esfuerzos del Estado chileno por conseguir exactamente lo contrario (“el silencio del indio ha sido el sueño de las sociedades criollas latinoamericanas”). Que nadie se queje ahora de la “intifada mapuche”, repite Bengoa mientras documenta, entre escenas de una crueldad desoladora, los sucesivos desatinos estatales en “ese territorio malamente conquistado y pésimamente colonizado”. Destacan situaciones poco conocidas, como la devolución de tierras postergada por Aguirre Cerda para cuidar la agenda industrial, o el garrafal error estratégico que el autor, en un original artículo, le imputa a la dictadura: destruir la trama de vías férreas que integraba socialmente a la Araucanía. Del aislamiento resultante se habrían alimentado “las ideas de autonomía, que tanto escozor les dan hoy día a los representantes del Estado”.

Un agresor silencioso se suma a todos los ya mencionados: la cultura escrita. Bengoa aquí cava profundo para advertir que los mapuches se vieron expropiados no solo de su lengua, sino de la manera de narrarse a sí mismos. Esto en la medida de que la tradición letrada, al fijar la historia en una secuencia lineal de hechos, niega a la oral, que sedimenta su relato en la reiteración y la sonoridad, y reelabora así “una suerte de Pedro Páramo enterrado en diversas capas geológicas”. No sorprende que Bengoa sea sensible a esta grieta: su propia escritura está atravesada por ella. De ahí su puntuación licenciosa, o mejor, obediente al pulso del habla, a la pulsión física de narrar. Es saludable que la revisión editorial haya respetado esos rasgos de estilo, aunque ello no obligaba a pasar por alto las numerosas erratas que contiene esta edición.

El género de la etnografía, algo extraviado últimamente en estrategias textuales de exagerada reputación, tiene en este libro más de un feliz reencuentro con su vigor clásico. Particularmente en “Viajes por el silencio de Nahuelbuta”, crónica en la que Bengoa vincula sus dos especialidades: la sociedad mapuche y el campo chileno. Allí da cuenta de los campesinos que habitan en los altos de la Cordillera de Nahuelbuta, indiferentes a las políticas que presagiaron su extinción (“yo no me voy de aquí”) y a fría distancia de sus vecinos mapuches, que ocupan tierras más bajas y cuya notoriedad los “invisibiliza” ante el resto del país.

El relato es de vivos contrastes. Mientras el Nguillatún mapuche refunda los lazos de amistad dañados por la convivencia cotidiana, las comunidades campesinas, carentes de esa ritualidad, deben reafirmar a diario “las reglas de la cortesía”. Esto incluye desde la manera de saludar hasta el “cuidado en hablar mal de los vecinos (asunto radicalmente diferente al de los mapuches)”. Entre estos últimos, transgredir el “código de decencia” no está tan vinculado a la falta de gentileza como a la capitulación que supone “ahuincarse”.

Aunque lamenta sus resabios de racismo, Bengoa reconoce en estos campesinos un saber vivir, una “cultura de la equidad hecha vida cotidiana” que no ha sabido apreciar “cierta sociología igualitarista romántica”, empeñada en ver conflictos de clase allí donde hay “telarañas de relaciones” con siglos de arraigo. De un modo análogo, la “reciente idealización” del indígena ha impedido comprender que las familias mapuches trabajan en forma individual, tal como las chilenas. Entregar tierras en propiedad comunitaria, para provecho de una cultura colectiva inexistente, habría sido en muchos casos “un grave error de los fondos indígenas” que ha puesto sendos obstáculos al uso de esas tierras.

Son muchas las ideas preconcebidas que combaten estas Crónicas de la Araucanía, y muchas las constataciones de que la contienda es desigual. En una animada reseña del Cautiverio feliz (“uno de los libros más hermosos que se han escrito en la historia de Chile”), Bengoa despliega evidencia concluyente de que los guerreros mapuches del siglo XVII no peleaban con el torso descubierto, ni usaban el pelo largo, ni montaban a pelo. En torno al año 1600, de hecho, el padre Ocaña dibujó a Lautaro con armadura y casco españoles, más parecido a un gladiador romano que al caudillo salvaje fabulado siglos después. Interesante, pero esa no es la historia que nos gusta. El propio Bengoa ha asesorado a cineastas y realizadores de televisión, que así han podido salvarse de estos equívocos. No hay caso: “Finalmente Lautaro aparece desnudo, arriba de un caballo ‘al pelo’, etc. El estereotipo gana siempre”.

 

Crónicas de la Araucanía. Relatos, memorias y viajes, José Bengoa, Catalonia, 2019, 310 páginas, $16.500.

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