Una desaparición en la familia

por Pablo Riquelme I 23 Julio 2025

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La última ganadora del Oscar en la categoría de mejor película extranjera, Aún estoy aquí, tocó heridas muy profundas de la sociedad brasileña. Movilizó a los cines a cinco millones de espectadores en su país y provocó, tal como ocurrió en Argentina hace unos años con Argentina, 1985, un debate nacional sobre la herencia de la dictadura militar. ¿Qué ha visto ese país en el espejo de este filme basado en hechos reales? Aunque la imaginación está en declive, hay que estar alerta cuando se transfiere al cine el poder de hacer terapia o de alumbrar la Historia; el cine no vende hechos históricos, vende imágenes y emociones.

Es bueno aclararlo, porque donde menos funciona el filme de Walter Salles es precisamente en su dimensión política. La tesis de que recordar a alguien que ya no está puede tener tintes heroicos no convence en absoluto, por más que el recordado sea el diputado Rubens Paiva, desaparecido por agentes del Estado brasileño a comienzos de los 70, y que quien lo recuerde, varias décadas después, sea su viuda, Eunice Paiva, que además padece alzhéimer. La resistencia final de Eunice ante la amnesia funciona como metáfora explícita del Brasil actual: un país que no juzgó a sus militares ni tramitó sus deudas con el pasado, y que, en cambio, “olvidó” y terminó eligiendo a Bolsonaro algunas décadas después; el gesto de asociar el recuerdo con la insurrección quiere hacernos creer que el olvido y la memoria pueden tener categorías morales. Y no: la memoria podrá ser una victoria personal, si se quiere, pero no se le puede ubicar de manera tan tajante en el lado correcto de la Historia. Al igual que la mirada, la memoria no es neutral, siempre sirve a intereses particulares; a cada uno de nosotros, sin ir más lejos, nos ayuda a configurar nuestra historia. No sirve como advertencia; sí como consuelo.

Cuando deja de insistir en su discurso histórico y se entrega al retrato íntimo, la película toma otro vuelo. En varios momentos Aún estoy aquí funciona gracias a su tierna disección de las relaciones humanas. La veta exploradora y afectiva con que Selles captura el nacimiento de una maternidad adoptiva en el Brasil profundo en Estación Central, y la forja de una conciencia política entre dos amigos que comparten los caminos sudamericanos en Diarios de motocicleta, aquí encuentra su complemento, contemplativo y también nostálgico, en los exquisitos vínculos que hay entre las hijas y el hijo y sus padres, el matrimonio Paiva. Con qué cariño y detalle Salles pule las personalidades individuales y las relaciones del sistema familiar, incluidos el perro, las amistades y la empleada puertas adentro.

La veta exploradora y afectiva con que Selles captura el nacimiento de una maternidad adoptiva en el Brasil profundo en Estación Central, y la forja de una conciencia política entre dos amigos que comparten los caminos sudamericanos en Diarios de motocicleta, aquí encuentra su complemento, contemplativo y también nostálgico, en los exquisitos vínculos que hay entre las hijas y el hijo y sus padres, el matrimonio Paiva. Con qué cariño y detalle Salles pule las personalidades individuales y las relaciones del sistema familiar.

Cuánto de biografía real (Salles fue asiduo a los Paiva en su adolescencia y el filme está basado en la autobiografía del hijo menor de la familia) y cuánto de idealización tiene el tejido de esa familia feliz, da lo mismo. Lo disfrutamos y transmite de manera excepcional, al ritmo de Caetano Veloso, Erasmo Carlos y Serge Gainsbourg, el espíritu carioca de esos años. No es memoria, sino cine y reconstrucción. Son los últimos momentos felices de los Paiva antes de que los agentes de seguridad lleguen a detener al padre, que nunca más volverá. Es el instante en que la tragedia nacional brasileña se convierte en tragedia personal.

Es en este terreno, en la descripción de un mundo privado que queda en ruinas, en las reflexiones sobre el modo que tiene la familia Paiva para asimilar la pérdida, donde la película alcanza verdades genuinas. La extraordinaria actuación de Fernanda Torres sostiene con estoicismo la parte más dura de la historia, y aporta calma y silencios en momentos en que hubiese sido fácil caer en el llanto desaforado. Sin un cuerpo para enterrar y ni siquiera un relato para darle un final, cada detalle se vuelve significativo para la familia: el brazo roto de una muñeca, el cadáver atropellado del perro, una chaqueta olvidada en el extranjero y el diente caído de una hija son hitos que ayudan a procesar la pérdida de manera vicaria. Salles opta por la contención y la mesura, en vez de la estridencia y el revanchismo.

Los dos saltos en el tiempo que tiene el largometraje son discutibles. En el segundo, ambientado en 2014, con una Eunice consumida por la demencia, la película sugiere que aquel año Bolsonaro fue elegido presidente porque el país olvidó su pasado. La realidad es bastante más complicada. ¿No habría tenido, la película, un final redondo en las escenas que acontecen en 1996, cuando el cadáver de Paiva aparece y el Estado emite su certificado de muerte? Si la idea era establecer ejes morales, aquel sí fue un acto de justicia —o al menos el reconocimiento del crimen, lo más cercano a una reparación— con las víctimas y una derrota para quienes lo asesinaron.


Aún estoy aquí (2024), dirigida por Walter Salles, guion de Murilo Hauser y Heitor Lorega, 137 minutos.

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