Es ciertamente admirable que un libro con la diversidad de lecturas que ofrece Clara y confusa presente un estilo llano y una intriga lineal. El mayor riesgo asumido es, quizás, la forma en que se divide la trama. Hay tres partes o capítulos en los que el tiempo va contrayéndose: “Cinco años”, “Cinco días”, “Cinco horas”. En todos ellos hay un deambular constante del narrador, un desplazamiento que tiene, a ratos, un aire onírico, como en los textos de César Aira o Joao Gilberto Noll; dos excéntricos —sobre todo el primero— con los que la obra de Rimsky dialoga especialmente desde que se radicó en Argentina, hace más de 10 años, alcanzando una libertad que la ha beneficiado.
por Pedro Pablo Guerrero I 20 Diciembre 2024
No es necesario abundar en la preeminencia que, desde su primera novela, Poste restante (2001), ha demostrado Cynthia Rimsky en la narrativa chilena de su tiempo, avanzando con cada nuevo libro un paso más en su camino hacia la visibilidad internacional que el Premio Herralde 2024 —otorgado ex aequo a Clara y confusa y a Los hechos de Key Biscayne, de Xita Rubert— ha dado un impulso decisivo.
“Rara” (Diego Gándara, La Razón); “ejercicio de extrañamiento” (Andrés Seoane, El Mundo); “una historia singular que busca la admiración del lector tras haberle hecho transitar por la perplejidad” (Ascensión Rivas, El Cultural). En estos términos se ha referido la crítica española a la novela de la autora chilena radicada en Argentina, haciéndose cargo de una escritura que escapa a etiquetas en boga durante los últimos años, tales como “narrativa de los hijos”, “autoficción” o “gótico latinoamericano”.
Más difícil es explicar en qué reside la singularidad de la novela. Contar el argumento de Clara y confusa no ayuda mucho, pero hay que partir por algún lugar. El narrador es un plomero —o, como decimos en Chile, gásfiter— que se ha especializado en detectar filtraciones de agua. Vive en Parera, un pueblo de la pampa argentina como hay tantos. Más o menos ficcionalizados, muchos de ellos se han convertido en escenarios habituales de Hernán Ronsino, Federico Falco o la propia Cynthia Rimsky, en La vuelta al perro (2023).
El protagonista conoce en Vallesta, la ciudad vecina, a Clara, una artista visual que lucha infructuosamente por alcanzar el reconocimiento. Inician una relación a la que ella no tarda en poner “restricciones” de toda índole, como las llama el narrador con involuntario humorismo. En paralelo, descubre que la Asociación Gremial de Plomeros, a la que pertenece junto a otros 20 socios (“contando jubilados y fallecidos”), está en manos de dirigentes corruptos. Hay un Porsche en el estacionamiento de la ruinosa sede del sindicato. Hay una casa en una urbanización desolada. Hay una crítica de arte malévola. Hay un juez. Hay una fiesta local del pastelito que da pie a una caótica apoteosis costumbrista.
Lo que menos importa de Clara y confusa es el tema. El lector sospecha que detrás de la historia aparente hay otra, o varias, y se deja llevar por la cadencia de la narración y la enigmática promesa de la primera frase: “No es casual que esta historia llegue a sus vidas. Significa que están preparados para entender que ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado”. Cita de un proverbio oriental, tal vez zen, para significar que nada sucede porque sí.
Con un estilo contenido, sin efusiones, Cynthia Rimsky emplea un tono ligero en apariencia para escenificar el debate de ciertas ideas. Clave es, por ejemplo, el pasaje en el que el narrador dice: “Con Clara aprendí a mirar el arte contemporáneo. No a entender. Desde el primer día me prohibió comprender sus obras. Si llegaba a interpretar alguna, en mi siguiente visita a su taller esa parte de la obra había desaparecido”. Es una de las tantas restricciones a las que se debe resignar. Sin embargo, al escucharla quejarse de galeristas, críticos y curadores que la marginan “por el único motivo de tener una obra confusa”, el narrador se pregunta si el trabajo de la artista no necesita acaso una explicación, mostrar el proceso, armar un relato. “Todo lo que Clara odia”, en resumen.
De pronto, el papel del crítico como mediador o relator se revela, justamente, crítico, en el sentido de imprescindible. ¿Qué pasa si la obra no se entiende? “Generalmente se trata de proyectos demasiado íntimos, que no dialogan con sus pares, con las instituciones, con la historia del arte; obras clausuradas”, como le dice al protagonista la malvada Renata Walas, una crítica que odia a Clara, convirtiéndose en su némesis, siempre rodeada de una corte de artistas jóvenes que la adulan para hacer carrera.
Quienes hayan leído la novela El futuro es un lugar extraño (2016), escrita por Cynthia Rimsky cuando aún vivía en Chile, recordarán la escena en que ni siquiera el funeral de una artista da tregua a las guerras de poder y figuración que libran los asistentes. Todo es cancha. Hasta un cementerio. Las escenificaciones literarias de estas luchas por hegemonizar el campo cultural no son privativas de la narrativa de la autora. Marcelo Mellado lo hace, de manera brillante, en El objetor, pero asumiendo miméticamente las jergas conceptuales de los beligerantes, camino que Rimsky desecha en Clara y confusa, optando por un lenguaje al alcance de cualquier lector.
Es ciertamente admirable que un libro con la diversidad de lecturas que ofrece Clara y confusa presente un estilo llano y una intriga lineal. El mayor riesgo asumido es, quizás, la forma en que se divide la trama. Hay tres partes o capítulos en los que el tiempo va contrayéndose: “Cinco años”, “Cinco días”, “Cinco horas”. En todos ellos hay un deambular constante del narrador, un desplazamiento que tiene, a ratos, un aire onírico, como en los textos de César Aira o Joao Gilberto Noll; dos excéntricos —sobre todo el primero— con los que la obra de Rimsky dialoga especialmente desde que se radicó en Argentina, hace más de 10 años, alcanzando una libertad que la ha beneficiado.
La novela se caracteriza por el hacer, encadenando una acción tras otra, lo que no es obstáculo para que la investigación en torno a las corruptelas que envuelven al sindicato de plomeros vaya adquiriendo cierto aspecto alegórico: los pisos superiores de la enorme sede gremial están clausurados. Albergaron, alguna vez, oficinas que velaban integralmente por el trabajador, lo que se refleja en sus nombres: Educación Continua, Orientación Familiar, Beneficencia y Compromiso Social, Enfermería, Historia del Movimiento Obrero, Literatura Latinoamericana… Hoy todas están vacías tras el desmantelamiento del Estado.
No es menos significativo que el protagonista de la novela, el personaje que asume la voz del relato (solo pasada la mitad del libro se revela su nombre), ejerza un trabajo manual, un oficio, aprendido de otro plomero que se lo transmitió por vía del ejemplo y la experiencia (praxis). Clara, la artista, también hace cosas, pero en su caso tienen un fin en sí mismas y suponen un mayor uso de la reflexión y el intelecto (poiesis). Ambas categorías se relacionan con la idea del hacer, es decir, de la producción, pero es sabido que, desde Aristóteles, el trabajo intelectual ocupa un lugar de mayor jerarquía que el físico.
Cynthia Rimsky problematiza en Clara y confusa esta preeminencia a través de la relación dialéctica entre los dos personajes principales de la novela y muestra un camino de redención que tal vez permita “devolverle su dimensión original a la condición poética del ser humano”, como quería Giorgio Agamben. Incluso, como sugiere la novela, a costa de un sacrificio.
Clara y confusa, Cynthia Rimsky, Anagrama, 2024, 168 páginas, $22.000.