En La fuerza de la no violencia, su último libro, Judith Butler intenta persuadir a sus lectores de que las violencias estructurales no deberían ser combatidas con violencia física. Sabe que su invitación, con epígrafe de Gandhi, será recibida con reservas. La filósofa más disruptiva de nuestros tiempos parece ubicarse entre Cristo y Lao-Tse, cuando interpela: “Si la no violencia parece una posición ‘débil’, deberíamos preguntarnos: ¿qué se considera fuerza?”.
por Daniel Hopenhayn I 21 Enero 2021
No ha sucedido solo en Chile. La violencia política, relegada por algunas décadas a la condición de tabú en las democracias occidentales, vuelve a ser lo que casi siempre fue: una cuestión de interpretaciones. Disputa que, cuando recupera la palabra, desquicia todo marco normativo, pues no discute la regla sino la excepción: quién ejerce la verdadera violencia, quién ha pegado más veces, quién empezó.
En La fuerza de la no violencia, su último libro, Judith Butler intenta persuadir a sus lectores de que las violencias estructurales no deberían ser combatidas con violencia física. Sabe que su invitación, con epígrafe de Gandhi, será recibida con reservas. ¿Un panfleto pacifista? ¿Justo ahora, cuando el statu quo por fin resiente el golpe y la Historia cuenta los días para volver a parir?
Mal podría acusarse a Butler, en todo caso, de licuar la distinción entre víctimas y victimarios. Todas las formas de violencia que consigna este ensayo son causadas por el Estado, las élites blancas, el nacionalismo, el neofascismo, la misoginia, la transfobia o la xenofobia. Sin recurrir a la historia en busca de evidencia comparada, la autora es persistente en retratar “un mundo donde la violencia se justifica cada vez más”, donde al migrante se le niega “el estatus de ser vivo” sobre la base de “una epistemología genocida” y el régimen legal “encarcela a sus críticos”.
El activismo insurreccional, sin embargo, erraría al asumir que su propia violencia puede ser un medio sin transformarse en un fin. La violencia, advierte Butler, no respeta otro plan que el de reproducirse, y esto significa que no se derrota a los opresores sin subvertir la lógica que les permite inocular la violencia en el vínculo social. He aquí, entonces, el verdadero adversario: la lógica del individualismo. Más concretamente, el relato hobbesiano que fundó la sociedad a partir de un hombre autosuficiente por arte de magia, que no ha dependido de otros para ser quien es: “Saltó, dichoso, desde las imaginaciones de los teóricos liberales como un adulto pleno, sin relaciones, pero provisto de ira y de deseo”. Y allí se encontró con los otros, pura fuente de conflicto, de los cuales el Estado debió protegerlo por medios punitivos o, mejor aún, preventivos.
La pregunta es por qué esa violencia legítima cuida con esmero algunas vidas y prejuzga a otras como potenciales amenazas. Butler responde con el neologismo que ha orientado su reflexión en los últimos años, y que le ha permitido traducir la consigna Black Lives Matter en una doctrina igualitaria de amplios alcances: la duelidad. Vale decir, el grado en que cada vida se considera digna de ser llorada en caso de perderse. Denunciar la desigual distribución de la duelidad −análoga a la de bienes y recursos− no solo pondría en evidencia la promesa incumplida del liberalismo, sino la falacia sociológica que lo sostiene.
Porque si entendiéramos que “nadie nace como individuo”, pues todo cuerpo está constituido por su “dependencia de otros cuerpos” para sobrevivir, el yo que demanda seguridad se vuelve una entidad relacional: su cuerpo físico, de límite, deviene en umbral, y el principio fundante del vínculo social ya no es el conflicto, sino la interdependencia. “Cuando no hay nada de qué depender”, constata Butler, “la vida misma se debilita o se pierde”. La violencia, entonces, es siempre dañina porque lastima el vínculo del que dependemos todos, aunque la sufran primero algunos. Pero, a la vez, si nos tomamos esto en serio, conceder trato de duelable a todo lo viviente obligaría a expandir las libertades negativas (la prohibición de matar) hacia el cuidado activo de las vidas ajenas, “minimizando su precariedad en el presente”. Butler se figura instituciones políticas que, a la manera de un coro griego, anticipen el lamento de una futura pérdida y procuren evitarla, operando según el principio de la “radical igualdad de lo protegible”.
La propuesta es estimulante y políticamente astuta: quien sueña con la igualdad camina en círculos si no renuncia a la violencia; quien se opone a la violencia dibuja en el agua si no se compromete con la igualdad.
El desarrollo del argumento, sin embargo, discurre entre altibajos. Las especulaciones biopolíticas que emprende Butler para diseccionar el racismo a partir de Foucault (a quien lo une la costumbre de deleitarse en voz alta con sus estrategias analíticas), así como sus incursiones en Benjamin para iluminar la violencia soterrada del imperio de la ley, son ricas en inversiones dialécticas, pero apenas hacen girar la rueda de este ensayo.
La mejor Butler reaparece cuando se ocupa de mostrar, con Freud (y, a través suyo, con Einstein), que el mundo psíquico y el mundo social no pueden pensarse por separado para afirmar una política de la no violencia. Y es que superar el individualismo no supone dejar atrás nuestra condición de individuos, y mucho menos nuestras pulsiones de odio y agresión. Depender de otros es convivir con Eros y Tánatos, confundir el cuidado y la explotación, la gratitud y la ira. Un feminismo fundado solo en una ética del cuidado, ejemplifica Butler, presumiría “una realidad bifurcada en la que nuestra propia agresión ha sido editada y queda fuera de cuadro, proyectada a los otros”. De ahí que prevenga a las políticas identitarias –sin dejar de valorarlas− sobre el riesgo de reproducir una lógica guerrera basada en la autoprotección, “cuando un grupo establece lazos de identificación que dependen de la externalización de su propio potencial destructivo”. Un cierto grado de “desidentificación”, propone en cambio, nos induce a practicar la ética desde una ambigüedad “moral y sensualmente fecunda”.
Lo que Butler no resuelve –tampoco lo pretende− es el modo en que esa ética de la dependencia mutua permitiría configurar un régimen de solidaridad a escala global, mucho más allá de los derechos humanos y políticos exigibles al liberalismo. La autora ya se ha mostrado capaz de trastocar los marcos de lo posible con las elusivas armas de la imaginación, y en esta obra se anticipa a sus críticos: “Mucha gente dice que no es realista plantearse la no violencia, pero tal vez estén demasiado fascinados con la realidad”.
Pero la dicotomía entre el individualismo liberal y el igualitarismo relacional resulta a veces demasiado cómoda. O demasiado lógica. Cuando Butler concluye, a puro silogismo, que “una vida no es, finalmente, separable de otra”, cabe preguntarse cómo hicieron las clases dominantes para ignorar esta máxima durante miles de años y salirse con la suya. Tampoco es claro que demandar el resguardo igualitario de todo ser viviente, sin desmedro de su especie, suponga una crítica al antropocentrismo pero no al aborto (Butler sortea este escollo con una finta poco satisfactoria), y entiéndase esto como un cuestionamiento al principio y no a su aplicación. O bien, cuando la violencia del sistema legal y judicial es ilustrada con injusticias flagrantes que se producen en Occidente y atrocidades de mucho mayor calado que suceden en otras regiones, ¿vale eso como crítica del liberalismo occidental o como defensa del mismo?
Aun así, puede decirse que Butler da en el clavo. Mediante el principio empático de la duelidad, sintoniza en clave política los valores del siglo XXI con el antiguo ideal universalista. Le devuelve los colores, si se quiere, al desteñido concepto de fraternidad, por más que deje casi intacto su dilema operativo: si todas las vidas importan lo mismo, ¿cuánto puede importar cada una?
Butler entiende que, incapaces de amar a ocho mil millones de desconocidos, debemos mediar la solidaridad por vías abstractas e impersonales. Pero se resiste, a la vez, a que la duelidad pueda ser objeto de cálculo. “Estar sujeto a cálculo es haber entrado ya en la zona gris de lo no duelable”. Esto la aleja de cualquier economía igualitaria, tanto como la acerca a las primeras tradiciones críticas del orden civilizado, que impugnaron su racionalidad opresiva y su voluntad de dominio. En efecto, la filósofa más disruptiva de nuestros tiempos parece ubicarse entre Cristo y Lao-Tse, cuando interpela: “Si la no violencia parece una posición ‘débil’, deberíamos preguntarnos: ¿qué se considera fuerza?”.
La fuerza de la no violencia, Judith Butler, Paidós, 2020, 254 páginas, $12.700.