por Miguel Saralegui
por Miguel Saralegui I 2 Enero 2018
-“¿Por qué el arroz recalentado siempre está más rico que el recién hecho?”.
-“Lo viejo es mejor que lo nuevo”.
Este es uno de los diálogos más memorables de La gran belleza, la cinta con la que Paolo Sorrentino ganó el Oscar a la mejor película extranjera. Si en aquella obra la nostalgia era un sentimiento, en la serie The Young Pope (El joven Papa) el pasado se transforma en un examen conceptual. Lo que en La gran belleza era un lamento por la Roma perdida, en El joven Papa se convierte en una reflexión sobre la pérdida de Roma y el esfuerzo, delirante y fracasado, por recuperarla. El pasado ya no se percibe como anhelo, sino como reivindicación. Sorrentino ha dado un paso enorme: de la atracción por la nostalgia a la obsesión reaccionaria. Frente al deseo de actualización y modernización de la Iglesia, esta historia nos recuerda que, cuando se renueva, la tradición se disuelve.
Ninguna obra, ni teórica ni artística, ha sido capaz de explicar y explotar la reacción como la serie The Young Pope. “No soy profundo, sino pretencioso”, admite un personaje, como si guiñara el ojo al espectador harto de barroquismo y sentencias fulminantes. Sin embargo, la sospecha no está justificada: el texto que recoge el guion de la serie, editado por Einaudi con el poco expresivo Il peso di Dio. Il Vangelo di Lenny Belardo, es intelectualmente tan sólido como cualquier clásico del pensamiento conservador, desde de Maistre hasta Donoso Cortés. Si a veces se ha descrito a Sorrentino como un Fellini de mal gusto, creo que sería más acertado considerarlo un Fellini conceptual.
¿Qué cuenta esta serie? El cónclave ha elegido a un nuevo Papa. Su decisión ha sido extraordinaria. Se trata de un Papa joven, tan bello como Jesús (Jude Law en el papel de su vida), el cual deberá ser tutelado por el secretario de Estado, Angelo Voiello (Silvio Orlando), político vencedor de mil batallas, muy pocas justas, ninguna limpia. A través de este atractivo Papa, la Iglesia podrá asegurar cómodamente su status quo. Lenny Belardo, el nuevo pontífice, que adoptará el nombre de Pío XIII, se rebelará contra su destino de “marioneta telegénica”. Tras un primer discurso extraordinario y duro, la curia se da cuenta del error cometido: Pío XIII será incontrolable. La historia cuenta el caos, las miserias y milagros, las debilidades y grandezas que, al interior de la Iglesia, causa un Papa más preocupado por la pureza de la religión que por convertirse en un ícono publicitario. Todas sus acciones tendrán una guía: evitar lo políticamente correcto y exaltar el misterio y la sofisticación del Dios católico. Un papá norteamericano, que desayuna Diet Cherry Coke, se convierte en el último apologeta de lo sagrado, por la convicción de que la única justificación de la Iglesia consiste en estar desactualizada.
Esta apología bastante evidente de la reacción responde a una inquietud. El fundamento de esta historia consiste en mostrar la actualidad de la reacción, en un mundo a la vez cansado de modernidad, pero incapaz de sustituirla. Esta unión entre posmoderno y reaccionario la encarna el protagonista Lenny Belardo. Su trauma familiar, un niño que pierde la infancia en el momento en que sus padres lo abandonan, es el trauma de la tradición reaccionaria, que, como el huérfano, busca un pasado que no existe y que quizá nunca existió.
Si el pilar de esta serie es el quiebre de la tradición y de la familia, la pregunta que al espectador sugiere tiene que ver con la misma institución de la Iglesia. ¿Qué sentido tiene una Iglesia a la que ya no le gusta ser anticuada? ¿Posee algún valor una Iglesia obsesionada por el futuro y la Modernidad, cuando su virtud consiste en resguardar el pasado? En momentos en que Francisco I entusiasma a la opinión pública, El joven Papa nos recuerda que esta alegría puede depender más de una sonrisa publicitaria que del mensaje, verdadero o falso, del catolicismo.
The Young Pope es una indagación sobre la imposibilidad de regresar al pasado. Si quizá todavía es posible ser moderno sin convicción, Sorrentino nos recuerda que la reacción nació muerta. Ninguna obra antes de ella se había inspirado de modo tan directo en la objeción que convierte a la reacción en una cosmovisión imposible: ¿qué sentido posee una doctrina de la tradición, cuando esta ha dejado de existir? Una vez rota, la tradición se convierte en una opción cualquiera en el hiperpoblado mercado de las ideologías políticas. Ningún personaje ficticio como el Papa León XIII ha sabido nutrirse de esta tensión: la apología y reivindicación de lo tradicional en el mundo contemporáneo es, a la fuerza, un acto no tradicional. Hasta Lenny Belardo, los reaccionarios podían pensar que el juego de volver al pasado era posible. Con sus extravagantes gustos, su combinación entre retrógrado y posmoderno, El joven Papa nos recuerda que el reaccionario es un moderno más, otro utópico desesperado por la irrealidad de sus ambiciones.
A pesar de que a lo largo de esta serie de 10 horas no faltan sentencias sin pudor ni sobriedad, el relato se construye sobre una única metáfora: la tradición rota que traumatiza al conservador es la familia fracturada y ausente. Tanto Lenny Belardo como el cardenal Voiello han padecido un trauma familiar, todos han vivido las consecuencias de que la familia, como vínculo carnal con el pasado, se haya fracturado. Bastaría recordar que el Papa, símbolo máximo de la paternidad, es un huérfano. No hace falta ser Freud para aceptar que sus exageraciones nacen del deseo de rehacer a la familia rota, de recuperar a los padres perdidos. Si la serie es hiperintelectual y barroca, este retrato de la familia posmoderna ha der ser cercano a cualquier espectador. El éxito de El joven Papa depende de haber tratado una experiencia casi universal. La posmodernidad no mató a la familia; sí la obligó a adoptar las formas más inesperadas. La que Pío XIII propone es, sin duda, una de las más peculiares.
Sorrentino nos ha recordado lo obvio: el Vaticano es esencialmente una institución antifamiliar y revolucionaria. Pío XIII no renunciará al amor de Ester por el voto de castidad, sino por egoísmo. “Amo a Dios porque no me deja nunca o me deja siempre. Dios o la ausencia de Dios es siempre tranquilizadora y definitiva. (…) He renunciado a los hombres, a las mujeres, porque no quiero sufrir”. La orfandad, a pesar de su indeseabilidad, es la situación normal: ¿acaso Jesús no fue el primer huérfano? Ser huérfano equivale a ser reaccionario: se sabe que se carece de familia, sin que se pueda dejar de desearla. Si no fuéramos huérfanos, si pudiéramos reconocer a nuestros padres, no nos costaría rezar. Contra el mito moderno de la autoconstrucción del hombre, todos dependemos de cosas dadas: ¿acaso no es la inteligencia y el talento un regalo tan injusto como el patrimonio heredado?
El dolor que la tradición deshecha causa al reaccionario es el mismo que padece el niño abandonado por sus padres. Para reconciliarse, el reaccionario y el huérfano necesitan de aquello que jamás podrán recuperar: una tradición o una infancia feliz. No es azaroso que el primer regalo que el Papa reciba sea un canguro, el vínculo metafórico con la tradición, la unión con los padres perdidos. Pero el canguro es un sueño, es un falso consuelo. Una vez descosida, la tradición no se hilará de nuevo: no existen canguros que sustituyan a la madre, ni golpes de Estado con los que se devuelve a la política el (ficticio) orden pretérito. Previsiblemente, el canguro muere.
¿Por qué a los medios e intelectuales católicos no les ha interesado esta historia? Parece que están más preocupados de promocionar superproducciones dudosas como El código Da Vinci (esto es lo que hacen cuando las critican) que de reivindicar obras maestras espirituales, como The Young Pope o Silence de Scorsese.
¿Qué dice esta historia, rodada por un antiguo estudiante de los salesianos de Nápoles, sobre el catolicismo? Acostumbrada a una producción bobamente anticatólica, a la crítica laica le ha llamado la atención la simpatía que exhibe por el catolicismo. Es cierto. Se trata de uno de los pocos documentos artísticos en que las posturas católicas, incluso cuando no se identifican con mensajes humanitarios abstractos, son retratadas de manera amplia y hasta positiva. El argumento antimoderno, aunque nunca es definitivo, siempre es atractivo. Lo reaccionario es aquí, quizá por primera vez en la historia cultural, cool. En el diálogo entre el mentor Michael y el Papa Pío XIII sobre el aborto, aparecen todos los pros y contras. Michael le reprocha al joven Papa sostener posturas rígidas y pasadas de moda: “Déjame que te recuerde lo que decía San Alfonso sobre el aborto. En el aborto son todos culpables, todos menos la mujer”. Pío XIII le responderá: “¿Y si esto no fuese válido solo para el aborto? ¿Y si en las cosas de la vida todos fuesen culpables menos la mujer?”.
Sin embargo, da la sensación de que la falta de una lectura más conscientemente católica ha oscurecido la crítica dirigida al Vaticano posterior a Juan Pablo II, el cual, con la excepción de Benedicto XVI, ha entendido el papado como un espectáculo de masas. El joven Papa es un bofetón infalible al proyecto de aggiornamento. Una institución esencialmente anticuada comete un lento suicidio cuando decide ponerse al día. La serie repite al espectador la siguiente duda: ¿qué sentido tiene una Iglesia que no sea reaccionaria? “Harvard es un lugar de decadencia donde enseñan a decaer. Nosotros, en cambio, en el Vaticano, intentamos elevarnos”, dice uno de los personajes. Si el cónclave eligió a un Papa joven por su belleza y su impacto audiovisual, este decidirá no aparecer en público durante los primeros meses de papado y prohibir que su rostro sea utilizado por la publicidad vaticana. En el capítulo más maquiavélico, Pío XIII le recuerda al primer ministro italiano que “Dios no protesta en twitter”. No es una exageración. No ha sido un respetable teólogo ni un cardenal poderoso, ni siquiera un reaccionario prototípico quien ha puesto el dedo en la llaga. Solo Lenny Belardo ha pronunciado la pregunta decisiva a la conciencia católica: ¿por qué el Papa debe convertirse en un híbrido entre Bono y el Dalai Lama? ¿Es necesario que el Vaticano, como Disneylandia o el Museo del Louvre, sobreviva gracias al merchandising? La respuesta es inequívoca. Aceptar este papel sería una equivocación: “Este Papa no perderá su tiempo vagando por el mundo”. Lenny Belardo realiza sin miedo “un suicidio mediático”, porque sabe que la verdadera muerte se esconde en el éxito. ¿Cuándo la Iglesia católica se empezó a tomar en serio los “me gusta” de Facebook? Desde un punto de vista exclusivamente político, me inclino a aceptar la opinión de Sorrentino: la absoluta peculiaridad de la Iglesia solo podrá ser legitimada por un discurso fundamentalmente opuesto al que validan el resto de asociaciones políticas, económicas y hasta religiosas. Como reconoce un personaje: “El Vaticano sobrevive gracias a las hipérboles”.
En El adversario, Emmanuele Carrère se sorprendía de la imagen que los franceses tenían de Jesucristo: si regresase a la Tierra, trabajaría en África para Médicos sin Fronteras. The Young Pope vive de la misma sorpresa. Tanto la Iglesia como el catolicismo solo tienen sentido al asumir su carácter reaccionario, siempre complejo y contradictorio. Sorrentino subraya que el católico no debe convertirse en un totalitario o un integrista, pero que se disuelve en el momento en que olvida que su vínculo con el pasado es privilegiado y hasta autoritario. Ni una agencia de relaciones públicas, ni un grupo de sesudos teólogos, solo el arte sabrá configurar una institución que se adapte a estas exigencias.