por Matías Hinojosa
por Matías Hinojosa I 16 Agosto 2018
El destino ha marcado como ninguna otra cosa la carrera de David Lynch. Más allá de su talento, que lo ha situado en un lugar protagónico dentro del cine americano posterior a los 70, hay una fuerza sobrenatural que ha intervenido en su camino. ¿O acaso resulta del todo lógico que el realizador de Cabeza borradora, una película que demoró cinco años en hacer y cuyo resultado final difícilmente podía asegurar un futuro dentro de la industria, haya sido escogido para liderar esa mega producción que fue El hombre elefante?
En el libro de entrevistas Lynch por Lynch, editado por el cineasta Chris Rodley, el director cuenta cómo se gestó este milagro, que le permitió pasar de las precariedades del cine underground a trabajar con un presupuesto millonario y un elenco de actores consagrados. Un hito importante en ese tránsito fue la aparición del productor ejecutivo Stuart Cornfeld, quien, impresionado con Cabeza borradora, pese a la mala recepción que había tenido (de público y de crítica), consideró que Lynch era el indicado para asumir la dirección de El hombre elefante. Para el cineasta, que por entonces buscaba sin éxito un estudio que se interesara en su siguiente guion, este ofrecimiento por parte del productor llegó como un regalo del cielo y solo le bastó escuchar el título de la cinta para saber que era “la” película que estaba esperando dirigir. Sin embargo, pese a su entusiasmo inicial, su futuro dentro del proyecto se veía complicado: Mel Brooks, cuya productora financiaría la película, desconocía por completo quién era y pidió que le proyectaran Cabeza borradora. Consciente de lo perturbadora que resultaba para la mayoría de los espectadores, Lynch se preparó para lo peor. Pero, contra lo esperado, a Brooks le encantó: “Estás loco, te amo. Estás dentro de la película”, recuerda el director que le dijo Brooks apenas este salió de la proyección.
Aquella cinta fue clave en su camino profesional: aclamada por la crítica y con ocho nominaciones al Oscar, se ganó con ella la confianza de los grandes estudios. Pero sus privilegios tan pronto como llegaron, se disiparían: su siguiente película, Duna, sería un estrepitoso fracaso, y volvería a colocarlo bajo sospecha. En más de una ocasión, durante la entrevista con Rodley opina: “Si solo hubiera hecho Cabeza borradora y Duna, habría estado frito”.
Para quienes buscan resolver las eternas preguntas que rondan la filmografía de Lynch, descubrir los significados que encierran sus películas, este libro puede resultar decepcionante: aunque el entrevistador insiste en llevarlo hacia allá, el cineasta evita dar respuestas conclusivas y transparentes. No obstante, aquellos que se interesen en sus concepciones artísticas, debieran salir ampliamente recompensados: Lynch cuenta el germen y desarrollo de cada una de las ideas en que se inspiraron sus filmes (y pinturas), pero estos no son los planteamientos de un director de cine cualquiera, sino más bien los de un buscador místico: su experiencia como creador ha sido la de quien ha entrado en una zona indeterminada, entregándose a una voluntad suprema y al misterio de la metafísica. En sus palabras: “Hay que caer en profundidad para poder viajar a ese lugar donde se atrapan las ideas”.
Esta frase sintetiza perfectamente su poética. Y no por nada su libro sobre meditación trascendental se titula Atrapa el pez dorado, pues para él la creación y la pesca son actividades homólogas: como los peces, las ideas habitan en una suerte de océano y la labor del artista es salir a su captura. Mientras más profunda se vuelve esta exploración, tal como ocurre con la fauna marina, más singular será la naturaleza de estas ideas. Como se lee en las primeras páginas de ese libro: “Si quieres pescar pececitos, puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas”.
En el capítulo ocho de las conversaciones con Rodley, que remite a la realización de Corazón salvaje, hablan sobre trabajar con las ideas de otro. “Las ideas son extrañas porque, en cierto sentido, no nos pertenecen”, responde Lynch. “Estaban en algún lugar y aparecieron en nuestra mente y las volvimos nuestras, pero antes no lo eran”. La fuente de la que se sirve la creatividad, sugiere entonces el cineasta, se encuentra más allá del ser individual y para entrar en ella hay que sumergirse en un océano común donde el yo pierde sus formas diluyéndose con el todo (en esta concepción resuena ciertamente la noción de inconsciente colectivo de Jung).
Los misterios de la mente es quizás el gran tema de su filmografía. De hecho, buena parte de su obra cifra su valor en el inconsciente y la neurosis: la narración puede partir de uno u otra, o mezclarse.
Aunque Lynch no reconoce la influencia del psicoanálisis (se declara ignorante en la materia), sí asume sus filiaciones con el surrealismo, pues entiende las operaciones artísticas como una apertura hacia el hallazgo, hacia el descubrimiento, en el que poco tiene que ver el funcionamiento racional de la mente y sí mucho las casualidades del destino: el azar.
También Lynch suele repetir a lo largo del libro que ciertas ideas simplemente se le “aparecieron”. Cuenta, por ejemplo, que el personaje de Bob de Twin Peaks no estaba en los planes originales, sino que se le ocurrió durante las grabaciones, motivado por una serie de coincidencias con el decorador Frank Silva, quien luego se haría cargo de interpretar ese papel en el programa. También relata cómo la secuencia de títulos de Carretera perdida se le vino completa a la cabeza cuando escuchó por primera vez “I’m Deranged”, de David Bowie.
Pero más allá de estas ideas, su automatismo es solo parcial. A diferencia de André Bretón, quien postulaba que el artista debía mantenerse ajeno a cualquier preocupación estética, Lynch considera que no todo lo que trae el azar es digno de ser convertido en obra. Y aun cuando busca su material en las profundidades del inconsciente, el examen posterior de esos hallazgos constituye parte fundamental del proceso. En otras palabras: no es un cultor del cadáver exquisito. “Existen tantas opciones que, cuando se está armando algo, solo hay que seguir trabajando hasta que se sienta correcto. En cuanto coincida con las sensaciones, y todos los movimientos y el aspecto y el sonido refuercen eso, vamos por buen camino”, le responde a su entrevistador cuando abordan la elaboración de Carretera perdida. Y en otro momento dice: “No sé qué significan muchas cosas; solo tengo la sensación de que son correctas o incorrectas”.
Es importante analizar también esta aproximación sensorial de Lynch. Para él, la obra es la que decide sobre su propio futuro, la que “usa” al artista como medio para su realización, es ella la que transmite al creador la manera en que desea ser expresada. Por este motivo, frente a preguntas que intentan escarbar en los fundamentos de ciertas decisiones, el cineasta responde: “La historia me dijo cómo tenía que ser” o la escena “se escribió sola”.
Esta aproximación reconoce una energía vital al interior de las ideas y de las cosas, cuya voluntad, mediante un enigmático procedimiento, se va imponiendo sobre el artista. Sería erróneo, sin embargo, ver en esto una desvalorización del papel que cumple el creador, creer que su función se reduce a la de mero reproductor de órdenes externas. Muy por el contrario, su labor es comparable a la del místico, aquella persona que ha trabajado en su espiritualidad y que entra en relación con fuerzas misteriosas pero profundamente esenciales (esta concepción orgánica de la obra está presente en aquella máxima del creacionismo: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / Hacedla florecer en el poema”. Huidobro, como Lynch, también pensaba el arte como una expresión mística).
No deja de llamar la atención que un cineasta comprometido con estos puntos de vista haya querido ingresar en reiteradas ocasiones a la industria de la televisión. Twin Peaks ha sido a la fecha su único proyecto exitoso en este formato, aunque es conocida su postura ambivalente respecto de los resultados artísticos que tuvo la serie. Otros intentos posteriores, como On the Air y Hotel Room, tuvieron una vida breve. Con Mulholland Drive, que antes de convertirse en un largometraje fue el piloto para un programa, la experiencia con los ejecutivos fue casi traumática y lo sumió en una de sus peores angustias profesionales. Pero su insistencia por entrar al medio está relacionada justamente con esta fascinación por la naturaleza viva, palpitante y movediza de las ideas: “La idea de una historia que continúa es lo que ejerce esa estúpida atracción”, le confiesa a Rodley cuando tratan el asunto. “Cuando la historia es continua, es muy emocionante no saber adónde nos va a llevar. Ver y descubrir el camino es electrizante. Por eso me gusta el concepto de la televisión: embarcarse en una historia que nadie sabe adónde se dirige”.
Quizás no sea casualidad que algunas de sus películas hagan alusión a carreteras y avenidas, tampoco el haber incursionado más de una vez en el género de la road-movie. La creación es una experiencia similar al viaje, pero uno sin señales de ruta, donde todo está por descubrirse. Es decir, un viaje hacia lo desconocido, hacia aquello que trasciende al sujeto y que está dominado por el azar, donde tanto el creador, como el espectador que se expone a la obra, están a la deriva. Quizá por eso también sus películas resultan tan inquietantes y aterradoras. “El miedo –dice Lynch– se basa en no ver el todo; si pudiéramos llegar a ver el todo, el miedo desaparecería”.