por Rodrigo Rey Rosa
por Rodrigo Rey Rosa I 8 Noviembre 2017
Martes 3 de mayo, vuelo Beirut-Erbil
En el avión de Middle Eastern Airways, entre una cuarentena de pasajeros, viajan solo tres mujeres entradas en carnes, envueltas en caftanes negros, que se mantienen juntas pero que no hablan entre ellas. Los demás viajeros tienen apariencia de negociantes de línea dura, o de militares —pelados casi al rape, cuellos gruesos, cuerpos fornidos hechos para la violencia. El que va delante de mí, de piel y ojos claros, podría ser anglosajón, con grandes tatuajes de dragones en los abultados bíceps de fisicoculturista.
Durante la primera mitad del vuelo de dos horas no se ven ni la tierra ni el cielo, solo un espacio gris de una luminiscencia enceguecedora. Una hora antes de llegar a Erbil el cielo comienza a despejarse, y aparecen las cadenas de montes grises y agrietados de la región conocida como Kurdistán. En las llanuras ondulantes de Nínive, la moderna provincia de Mósul, la tierra labrada parece un mosaico cubista de formas geométricas irregulares —un rompecabezas de distintos tonos de verde, amarillo y terracota difuminados por una neblina muy ligera. El pasajero del asiento delante del mío pega la frente a la ventana para mirar hacia el norte, donde está la frontera movediza entre ISIS y el Kurdistán iraquí. El interés con que observa es tan intenso que el hombre parece transformarse, como si ya formara parte de alguna operación militar que se lleva a cabo en tierra —como en un relato de Norman Lewis. Yo solo alcanzo a distinguir, aquí y allá, apiñados por entre los peñascos desnudos, posibles rebaños de cabras o corderos.
Los kurdos, que han poblado desde lo que suele llamarse el principio de los tiempos esta zona entre montañas en la que convergen las grandes potencias de Asia Menor, Persia y Mesopotamia (los actuales estados de Irak, Irán, Siria y Turquía —donde suman hoy en día unos 26 millones de almas), son un grupo étnico heterogéneo “tan formidable como marginado”, escribe David McDowall en su detallado y valioso libro, La historia moderna de los kurdos. Según uno de sus mitos originarios, el pueblo kurdo (palabra que ha sido sinónimo de “nómada” y de “bandido” en la literatura árabe y europea desde la Edad Media) son descendientes de una bandada de niños fugitivos que se ocultaron en las montañas para evitar convertirse en víctimas de Zahhak (“el que tiene 10.000 caballos”), gigante devorador de niños, un maligno personaje de la mitología persa.
Alrededor del 75% de los kurdos son musulmanes suníes, y un 15% son chiitas. Hay también cristianos (asirios o cristianos siriacos, nestorianos) originarios del Kurdistán, y judíos que, aun después de haber migrado a Israel, siguen considerándose kurdos. Y hay otras comunidades muy minoritarias, como los alevi y los yazidi, en serio peligro de extinción.
Los yazidi, un grupo religioso monoteísta y heterodoxo que sobresale dentro de esta compleja minoría, son una tribu de origen indoeuropeo que habita los montes y valles de Djebel Sinjar y Shekhan, al este y al oeste de Mósul. Su religión —aseguran ellos mismos— precede a los mitos bíblicos y zoroástricos, y es una de las más antiguas, tenaces y misteriosas (“Sus prácticas religiosas son desconocidas en la actualidad”, dice simplemente un artículo de Wikipedia con fecha de abril, 2016). Sus vecinos musulmanes los llaman “adoradores del diablo” y los fundamentalistas predican aun hoy en día, como lo hacían hace ya más de mil años, su destrucción.
Erbil, por la tarde
Capital del Kurdistán iraquí, Erbil, que ha estado habitada de manera continua en los últimos siete mil años, es uno de los asentamientos humanos más antiguos. La moderna Erbil, desarrollada principalmente por inversionistas árabes como Emaar Properties en la última década, está sembrada de edificios altos y resplandecientes con fachadas de ventanales polarizados. En los bajos, carteles y fotografías comerciales pelean por el espacio visual: salones de belleza; gimnasios de bodybuilding; clínicas de botox fillers; clínicas dentales… El tráfico, bastante ordenado, es de automóviles de modelos recientes, muchos 4×4, algunos de súper lujo; los taxis, en uniforme color café con leche, parecen también nuevos.
Después de visitar la antigua Ciudadela, una fortificación de forma oval con calles concéntricas en lo alto de una pequeña colina de laderas escarpadas que domina Erbil (hace dos años la Unesco declaró el sitio Patrimonio de la Humanidad), doy un paseo por el gran bazar, que se extiende en forma de arco hacia el sureste de la colina. De construcción otomana, sus laberínticos pasajes techados recuerdan el de Estambul, pero en una versión muy modesta. Se repiten unas tras otras, por los pasajes que ahondan hacia otros pasajes, las ventas de especias, de productos lácteos, de herramientas, de artefactos electrónicos. Decido comprar una camarita digital para llevar a Lalish, el santuario principal de los supuestos adoradores del diablo, en la provincia de Duhok, a unos 100 kilómetros al noroeste de Erbil.
Ankawa —el barrio cristiano de Erbil. Siete de la noche
El botones de mi hotel, un jovencito de pelo lacio muy negro y ojos despiertos, obligado a trabajar con disfraz europeo y amabilidad oriental, resulta ser un yazidi, lo que me parece buen presagio. Estos días no hay buses para Duhok ni para Shekhan, menos para Lalish —me asegura. Tiene un amigo taxista que podría llevarme mañana a Lalish, que está a unas dos horas de Erbil, donde la semana pasada celebraron el “miércoles rojo”, el Año Nuevo yazidi.
“La fe yazidi puede ser una de las más antiguas y su calendario inicia 6.756 años atrás”, leo un poco más tarde en Internet, conectado al wifi en mi habitación.
Decido llamar a Ángela Rodicio, la corresponsal de guerra para TVE y experta en Oriente Medio, que estuvo hace poco en Erbil. Si yo quería entrar en contacto con los yazidi debía viajar a Duhok, donde ella tenía amigos —me había asegurado una semana antes, estando en Bilbao, adonde fuimos invitados a participar en un festival de “Crimen y literatura”. Hablamos de los genocidios recientes —como el ixil, a manos del Estado guatemalteco, y el yazidi, a manos del estado islámico. Este último acaba de ser reconocido como tal por el parlamento de Gran Bretaña, y es de esperar que pronto la Corte Criminal Internacional obtenga la jurisdicción necesaria para llevar a juicio a los perpetradores.
Por Skype, me pongo en contacto con una pareja de profesores kurdos de la Universidad de Duhok, los “contactos” de Ángela. Me facilitan el número de un profesor de matemáticas de la universidad, donde se enseña en inglés —me explican. El profesor es uno de los contadísimos yazidi que han ingresado en la academia, y lo conocen bien en Lalish. Él podría acompañarme.
Antes de acostarme recibo un correo electrónico con este enlace noticioso:
ISIS mató hoy por la tarde a un soldado estadounidense en la línea de defensa kurda cerca de Mósul y tomó el pueblo de Telskuf…
Murieron también 34 kurdos durante los ataques, y un centenar de yihadistas, según BasNews, un noticiero local; pero esto no se menciona en la prensa extranjera.
Miércoles por la mañana
Ni Aymán, el botones yazidi, ni su amigo taxista, un joven suní, parecen alarmados por las noticias de anoche. Iremos a Duhok por un camino alternativo que pasa lejos de Mósul y bastante al este de Telskuf, por Bardarash —me explican mientras consulto un mapa.
Los campos de trigo casi maduro, circundados metódicamente por triples rollos de alambradas de cuchillas, se extienden a lo largo del camino. A lo lejos, hacia el oeste, aquí y allá se ven columnas de humo que parecen provenir de refinerías petroleras. En las afueras de los poblados dispersos por la llanura ondulada la gente quema basura. Cruzamos un puesto de control donde debo mostrar mi pasaporte.
Al otro lado del río Zab, que divide las provincias de Erbil y Duhok, terminan las alambradas y el camino transcurre entre alamedas de olivos y encinas. Bajo toldos hechos de alfombras kurdas desteñidas hay ventas de melones y sandías, de huevos y una churrería aceitosa que recuerda la shibakía magrebí. En las afueras de los poblados, a ambos lados de las calles se ven montañitas de cebollas y naranjas, jaulas de tela metálica atestadas de pollos. En las colinas doradas pacen rebaños de ovejas, y entre las ovejas hay algún perro pastor, algún burro. Un halcón solitario se cierne bajo el cielo plomizo. Más allá de Bardarash, en cuclillas a la orilla del camino entre el trigo amarillo, kaláshnikov en ristre, hay un soldado en camuflaje desértico. Telskuf no está muy lejos —me dice el taxista, mientras mira por el retrovisor.
Seguimos carretera arriba, hacia los montes sin árboles que comienzan a perfilarse en la distancia entre una bruma dorada. Sobre las llanuras entre parches de tierra parduzca o rojiza se alzan caseríos de bloque color hormigón.
Es día de mercado en Mahad; hay soldados de compras, kaláshnikovs colgados al hombro, que llevan espuertas llenas de fruta y verdura. La estatua de un soldado en traje de batalla se alza a mitad del pueblo. Calle abajo, un cartel fantasmagórico: dos figuras en marcha, en uniforme yihadista: pero a ambas les falta la cabeza. La leyenda al pie, sobre un número de teléfono, está en árabe y en kurdo: Say no to terrorism —traduce el taxista.
Después de cruzar una cañada rocosa, las llanuras amarillas y semidesérticas se convierten en un mar color verde esmeralda. Unos kilómetros más adelante una ruidosa caravana de autos y picups en doble fila que se aproximan a toda velocidad nos sacan del camino. De pie en las palanganas de los picups, mujeres vestidas de negro agitan en el aire grandes pañuelos negros. Es un cortejo fúnebre por los caídos en los ataques de ayer —me dice el taxista, y mueve la cabeza de manera negativa mientras la caravana pasa.
El cielo se ha despejado por completo. Estamos al pie de los montes Zagros, que atraviesan las llanuras de Nínive. Paralelas al camino se alzan laderas moteadas de higueras y flores rojas que crecen entre las piedras y brillan bajo el cielo azul. Pasamos la encrucijada de Shekhan, donde hay otro control militar, y subimos por un camino entre montes rocosos hacia el pequeño valle donde se encuentra la ciudad de Duhok (300.000 almas), la capital provinciana, y seguimos hasta el campus de la universidad, donde nos espera el profesor.
El pelo y los bigotes bien poblados, ya casi completamente blancos, el profesor viste un sobrio conjunto de saco y corbata de colores oscuros, camisa blanca y anteojos de sol. Su parecido con Ugo Tognazzi, el actor italiano, es notable —ya se lo han dicho.
Amigo mío —me pregunta en inglés con una voz calmosa y bien modulada—, ¿qué te trae a un país peligroso como el mío?
La curiosidad —le digo.
Hacia 1985 leí el extraordinario libro de Giovanni Papini, El diablo (1953), cuyo recuerdo había ayudado sin duda a excitar mi curiosidad.
“Todavía hay sobre la tierra unos 60.000[1] adoradores del diablo —escribía a mitad del siglo pasado el italiano—… Pero el diablo al que ellos adoran no es, como imaginan algunos, el que Occidente conoce y teme. El diablo musulmán, Iblís, fue condenado —según los teólogos musulmanes— por el amor exclusivo que sentía por la idea pura de la Divinidad. Según los yazidi el diablo es un arcángel caído, pero fue perdonado por Dios para que gobernara el mundo y transfigurara las almas. Este ángel, que los yazidi llaman Malak Taus, el ángel pavo real, es un ministro de la divinidad suprema, un rebelde arrepentido, digno de respeto y de culto… A primera vista este diablo se parece al Satán de judíos y cristianos, pero la diferencia entre ambos, en verdad esencial, es que Dios lo perdonó. Es importante agregar que los yazidi veneran también al famoso Hallaj, crucificado en Bagdad en el año 922 de nuestra era por su doctrina de la deificación de los hombres por medio del amor de Dios, teoría que se encuentra, aunque teológicamente purificada, en la filosofía cristiana… Pero solo en la religión yazidi, en exceso calumniada, se encuentran reunidas estas cumbres paradoxales de la fe: que el diablo volverá a convertirse en ángel, y que el hombre se hará semejante a Dios. Estos supuestos adoradores del diablo, que más bien adoran el perdón divino y la divinidad humana, representan uno de los más altos testimonios de la conciencia religiosa”.
El profesor tiene su propio auto y sugiere que vayamos él y yo solos a Lalish. El taxista irá a recogerme a la vuelta, en la encrucijada de Shekhan, para evitar rehacer el camino hasta Duhok.
Así podremos hablar con más libertad —me explica en voz baja cuando subo a su auto—. Yo soy yazidi y él (el taxista, que sigue de pie junto a su taxi) es musulmán, ¿no? No hay, no puede haber, confianza.
¿Tú eres cristiano? —me pregunta después.
Le digo que mis padres eran católicos. Después de dudarlo un momento agrego que yo soy ateo.
Insiste en saber qué me trae al Kurdistán y, en particular, a Lalish.
Le digo que soy escritor.
¿Periodista?
No. Escribo ficción. Me gustaría entender qué significa ser yazidi —le digo.
Eso está muy bien. Yo soy profesor de matemáticas. Las matemáticas son una clase de ficción.
Especializado en álgebra y matemáticas aplicadas, en gráficas y astronomía en universidades iraquíes y europeas, sus publicaciones tienen títulos como On Wiener polynomials of Trees; On the degree of the singularity of a graph; On the distance spectra of complete n-partite and bipartite graphs…
Los yazidi —me explica un poco más adelante, camino de Lalish— no tienen libro sagrado ni profetas, y buscan la inspiración espiritual directamente en la naturaleza. Yazda es el creador del universo y es la raíz de la palabra yazidi (o yazdani). Malak Taus, el ángel pavo real, símbolo del sol, es el hacedor de la Tierra y tiene a sus órdenes seis ángeles menores que le asisten. Al bajar de los cielos paró en Lalish. Aquí comenzó su obra, en estos montes. Lalish es la contraparte de un sitio ideal, que está… en otra parte —dice, y hace un gesto circular con una mano—. El miércoles es el día santo, como lo es el sábado para los judíos y el domingo para los cristianos. Para celebrar el Año Nuevo, que suele caer el tercer miércoles del mes de abril, colorean huevos hervidos, porque el huevo, para ellos, es como un modelo del mundo (un modelo gráfico: el huevo cósmico, supongo). Los musulmanes, maliciosamente, los llaman adoradores del diablo —se queja—. Pero en su vocabulario no hay palabra que designe al maligno (el nombre musulmán de Iblís, señor de la guerra, no lo deben pronunciar). Hay un dios, Yazda, que lo creó todo, y su ángel, Malak Taus, se encargó de ordenar el mundo. Los yazidi son pacifistas —sigue diciéndome—, no usan los metales para fabricar armas, sino instrumentos de labranza. Rezan a Yazda. Antes de rezar por sí mismos piden por los demás. Pueden vivir en buena armonía con gente de otras religiones, pero no pueden abjurar, ni tampoco hacer prosélitos. Al orar, piden sobre todo que caiga la lluvia, que es lo que necesitan para obtener alimento. En sus tierras abunda el agua y, por desgracia —el profesor asegura, abarcando con la mirada las colinas de piedra moteadas con sembradíos de trigo y centeno—, también el petróleo. No creen que Lalish fuera el lugar donde, después del diluvio, Noé tocó tierra con su arca, como afirman algunos. ¿Cuándo llegó Noé? —pregunta retóricamente, y se encoge de hombros—. Nosotros creemos que Lalish es el sitio donde el magma que flotaba en el espacio y que formaría la Tierra comenzó a convertirse en sólido.
En las afueras de Lalish hay unas 100 casas prefabricadas de cartón piedra gris y láminas de hierro para los refugiados yazidi que han huido de ISIS en los últimos meses.
El profesor explica: en agosto del 2014 ISIS atacó la región de Djebel Sinjar, y secuestró a unos cinco mil yazidi. Fueron ejecutados más de 1.500 (algunos dicen que hasta tres mil), acusados de herejía, y el resto han sido convertidos en esclavos. Matan a los hombres, violan a las mujeres y adoctrinan y esclavizan a los niños —me dice—. Un pequeño grupo de activistas yazidi, con apoyo del Gobierno Regional Kurdo, se dedican a rescatar a sus correligionarios capturados por ISIS en Sinjar. Es una tarea peligrosa, y los niños son los más difíciles de recuperar. Varios de los activistas han sido detectados y ejecutados. De los que logran escapar, muchos vienen a Lalish.
Menciona las campañas de exterminio emprendidas contra los yazidi en el último milenio por los árabes y kurdos musulmanes que los rodean, antes de la aparición de ISIS. Suman alrededor de 70 —me asegura—. Pero seguimos aquí.
Nos detenemos en un área de estacionamiento a la entrada del santuario, y me entrega un par de calcetines nuevos, todavía en su envoltorio, mientras me explica que los compró para mí porque está prohibido entrar con zapatos en Lalish. Le doy las gracias, le digo que prefiero ir descalzo.
Cerca de la entrada hay una terraza con vistas del valle que rodea el santuario con sus torres de distintos tamaños hechas de piedra arenisca, cónicas y angulosas como puntas de lanza y coronadas con una pequeña esfera dorada. En una colina más allá de las torres se alza de pronto una columna de fuego. Pero no es fuego sagrado, como uno podría imaginar, sino producto de la combustión de gases de una refinería petrolera, recién instalada. Bajo la sombra de una higuera en un extremo de la terraza están dos mujeres en traje tradicional: faldas largas color vino tinto, blusas negras, las cabezas envueltas en pañuelos blancos. Vienen de Telskuf, el poblado donde se produjeron los ataques de ayer, a unos 30 kilómetros de Lalish. Nos sentamos en esteras a beber con ellas el primer té. La mayor habla con el profesor. Tobó, tobó, tobó, hace, moviendo una mano cerrada en puño para dar una idea de las explosiones.
Usaron coches bomba dirigidos por control remoto —comenta el profesor.
Con el calzado, el visitante occidental debería deshacerse también, al entrar en Lalish, de sus ideas preconcebidas acerca de las maneras de rendir culto. Su guía lo llevará por un sistema de cavernas domesticadas entre colinas que se comunican por estrechos graderíos de piedra flanqueados por paredes bajas pintadas de blanco. En pequeños nichos renegridos por el humo hay ofrendas de velas, huevos y flores rojas que cuelgan cabeza abajo, pegadas a la piedra con una pasta grumosa. Un huevo pintado de colores vivos ha sido brutalmente aplastado contra cada una de las piedras sobre los pequeños altares, cada uno en memoria de un muerto. Lo que pasa aquí, pasa también en otra parte. En el interior de estas cuevas se rinde culto al azar: Lalish parece una especie de casino metafísico.
Se entra en una cueva por un portal de piedra, cuyo umbral no debe tocarse con los pies. Se besa el marco de piedra y se deposita en el suelo un billete de mil dinares. Dentro hay poca luz y cuesta distinguir, en el centro de la cueva, un sarcófago oculto por colgaduras de colores rojo, verde y púrpura donde yace uno de los asistentes o sucesores de Sheikh Adi. Más allá hay una columna gruesa y baja alrededor de la cual hay que girar, tocándola con una mano, mientras se pide un deseo.
Colina arriba está la Cueva de la Columna de los Deseos, donde debes rodear con los brazos una alta columna cilíndrica, lisa y fría. Si los dedos de tus manos se tocan del otro lado, tu deseo será cumplido.
En un patio amplio y soleado hay dos hermosas moreras centenarias. Ofrendas en forma de pequeños montoncitos de moras todavía verdes adornan el suelo color arena frente al templo principal, donde yacen los restos de Sheikh Adi, jefe espiritual de los yazidi —un jefe, no un profeta, puntualiza tu guía— que fundó el santuario de Lalish en el siglo XII. Una serpiente de piedra, periódica y secularmente ennegrecida con aceite quemado (una imagen de la regeneración espiritual) se alza a la estatura de un hombre a la derecha del portal, un arco de granito con inscripciones antiguas que hacen pensar en la India, reconstruido hace más o menos un siglo.
Besamos otro marco de piedra, cruzamos otro umbral, sin pisarlo, y depositamos otro billete en el suelo antes de pasar a un amplio salón semisubterráneo. Aquí hay gruesas columnas cuadradas rodeadas con trozos de tela de varios colores, donde hombres y mujeres hacen y deshacen nudos para atraer la buena suerte. Bajamos hacia una caverna con un nacimiento de agua cristalina; hay que inclinarse a chapotear con las manos, mojarse la cabeza y beber para atraer más buena suerte. Iluminados por pequeñas lámparas devotas, atravesamos un pasaje descendente hacia una oscura caverna en forma de túnel. A lo largo de las paredes se alinean antiguas ánforas de barro negro que contienen el aceite de oliva destinado a las lámparas. El agua corre y el fuego chisporrotea por todas partes. Un altar en forma de columna trunca de más de dos metros de altura se alza contra una pared ennegrecida en un extremo de la cueva. El profesor explica: desde detrás de una marca en el suelo a unos cinco pasos de la pared, con los ojos cerrados, debes lanzar un trapo rojo, que alguien acaba de poner en tu mano y que parece una bufanda, hacia el altar contra la pared de roca. Si el trapo queda en lo alto, la suerte te favorecerá durante determinado tiempo. Tanteando el peso del trapo y la distancia, balanceas el brazo de atrás adelante, de adelante atrás. Cierras los ojos, respiras. Lanzas el trapo y abres los ojos. Suerte de principiante, piensas: el trapo es un turbante rojo que corona el altar.
Tu guía entabla conversación con un grupo de amigos. Mientras ellos platican, das un corto paseo, entras en un cuarto adyacente. Un niño que ronda por ahí y que habla algunas palabras de inglés te indica un rincón donde hay dos agujeros en el suelo. Te dice que debes lanzar un guijarro —que te extiende en la manita abierta— para probar suerte. Si entra en el agujero más grande, tu entrarás en el cielo; si entra en el otro… —señala el suelo a sus pies.
Optas por no jugar.
En la colina más alta de Lalish hay otra terraza de piedra; esta parece no haber sufrido ninguna renovación. Más allá de la terraza se abre una cueva de boca amplia por donde entra la luz del sol. Sentadas en semicírculo en el suelo en el centro de la cueva están seis mujeres, dos niñas y un bebé con su biberón. Son las hijas y nietas del príncipe de los yazidi que vive en Shekhan y también han venido a celebrar el miércoles. Nada, aparte de una actitud reservada, aunque sonriente, las distingue de las otras mujeres yazidi que visitan Lalish. Una de ellas me invita, mediante señas, a que les tome fotografías. No hay problema —me asegura el profesor—. No somos musulmanes. Me pongo de rodillas frente a las princesas en busca de un ángulo aceptable.
Hay un pequeño grupo de hombres sentados en la terraza desde donde se domina parte del valle. Nos invitan a detenernos a tomar el té. Son pastores de ovejas que han venido a celebrar el día santo. Nos sentamos entre ellos en el suelo, la espalda contra el fresco de las paredes. Uno de los pastores se levanta y pronto vuelve seguido de tres mujeres jóvenes que traen platos de fruta cortada en pequeños trozos—melón, sandía, naranjas, manzanas— y pequeños cuencos con frutos secos que colocan frente a nosotros. Por medio de gestos me invitan a comer. Quieren saber de dónde soy, cuál es mi religión —me dice el profesor.
Comienzan a hablar entre ellos en kurmenji, la lengua predominante en la provincia de Duhok, mientras me pongo a escribir en una libreta.
Uno de los hombres, rubicundo y con grandes bigotes de morsa, me mira de vez en cuando mientras conversa con el profesor. Intercambiamos sonrisas. Pastor y sacrificador de ovejas, ahora se pasa un dedo significativamente por el cuello. El gesto no deja de alarmarme. El profesor me tranquiliza: la próxima vez que los visitemos, matarán un cordero para poder ofrecernos un almuerzo de verdad.
La serie de pequeños malentendidos y disimulaciones que constituyen la comunicación entre seres humanos, pienso.
Después de lavarnos los pies en un arroyo de agua helada a la salida del santuario y recuperar nuestro calzado, el profesor me dice que puedo usar las fotos que tomé en Lalish (subirlas a Facebook, por ejemplo), menos las de las descendientes del príncipe. Estamos en guerra —me recuerda— y ellas son vulnerables.
Es paradójico que “a los ojos del mundo moderno” las fuerzas del Mal parezcan encarnadas en un grupo que se autoproclama “gente de Alá” y que llaman a sus víctimas adoradores del diablo —le digo al profesor mientras conduce para deshacer el camino valle abajo hacia Shekhan.
¿Paradójico? —objeta—. Yo creo que se trata de un persistente quid pro quo. Es decir, ese Alá es en realidad el otro, ¿no?
¿El diablo? Seguramente —le digo, y nos reímos con alegría, como si no hubiera motivo de preocupación.
[1] La cifra correcta podría estar cerca de los 500,000.