El huayno es una forma musical precolombina que, por el nada despreciable mérito de contar con más de 500 años de inagotable mutación, ha querido ser vista por muchos como la principal forma de expresión de la cultura andina. Lo cierto es que en tiempos incaicos el huayno no tuvo la importancia de la que hoy goza, y que en nuestro país tiene una vitalidad insospechada que, como revela esta crónica, es ajena a la circulación en los medios de prensa y las políticas culturales de Perú o Chile. La presentación de Elmer de la Cruz en diciembre del año pasado en La Fama, enclave vital para la comunidad peruana que funciona en el Teatro Chile, en las cercanías del Cementerio General, es un gran ejemplo.
por Rodrigo Olavarría I 13 Febrero 2025
Hace 20 años vivía en calle Rosas, a exactas tres cuadras de la Plaza Brasil. El 2005 llegaba a su fin y se palpaba el fracaso del plan de convertir el barrio en una nueva Ñuñoa. En un paisaje dominado por cibercafés destinados a los videojuegos en línea y fuentes de soda de segunda y tercera fila, sobrevivía un puñado de bares y restoranes que a fines de los 90 elevaron la oferta gastronómica del sector. Fueron meses agitados en que vi a mis vecinos organizar más de una pollada para ayudarse y formar una brigada para responder a los ataques de un grupo racista. El negocio donde a diario compraba pan también era peruano y fue ahí donde por primera vez un huayno se robó mi atención. El Picaflor de los Andes cantaba “Yo soy huancaíno” y yo me rendí ante el primer atronar de los bronces. Ya en casa me volqué a Soulseek y descargué discos de Flor Pucarina, el Jilguero del Huascarán, Pastorita Huaracina, Flor Sinqueña y Los Campesinos.
Una mañana, los muros de la calle Rosas amanecieron empapelados con un afiche de colores flúor rosado, amarillo y azul que anunciaba un concierto de “la diosa hermosa del amor”, Dina Páucar, en el Teatro Teletón, a tres cuadras de mi casa, cruzando la autopista central. Las señoras del negocio dijeron que no podía perdérmela, aunque también dijeron que Dina Páucar venía a Chile varias veces al año, revelando una circulación entre los dos países ajena a la prensa y a las políticas culturales. El día del evento no tardé en notar que mi novia y yo éramos los únicos chilenos en el público, los únicos que compraban una cerveza a la vez.
La instrumentación de los huaynos de Dina Páucar estaba a años luz de los que yo había escuchado: piezas folclóricas donde predominaban la guitarra, el violín o los bronces. Indiscutiblemente, el núcleo de esta música era el arpa andina y en torno a ella orbitaban la batería electrónica, el bajo y el sintetizador. El sonido y lo inolvidable de cada melodía, me hicieron ver que los huaynos que conocía eran folclore y que la música de Dina Páucar era pop. Ese día percibí en su música algo que no sería nada audaz llamar psicodélico, algo que quizás se debía al tratamiento del arpa como un instrumento tan rítmico como melódico y a cómo el bajo eléctrico reforzaba los bajos del arpa destacando, por contraste, las notas más altas, generando un efecto hipnótico cuya insistencia me hizo pensar que volaba en una nave espacial. Esa sensación psicodélica chocaba con el plano en extremo concreto en que el animador rellenaba cada silencio de la cantante, en que se agitaban las polleras de las bailarinas y se acumulaban las cajas de cerveza frente al público. Salí del recital en trance, para siempre en deuda con Dina Páucar.
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El huayno es una forma musical precolombina que, por el nada despreciable mérito de contar con más de 500 años de inagotable mutación, ha querido ser vista por muchos como la principal forma de expresión de la cultura andina. Lo cierto es que en tiempos incaicos el huayno no tuvo la importancia de la que hoy goza y que coexistía con formas musicales de mayor prestigio, como el harawi, el haylli y la cachua, géneros que por ser inseparables de celebraciones comunitarias y por su conexión a la espiritualidad andina, fueron reprimidas, fusionadas con festividades cristianas o extinguidas. Por su parte, el huayno no estaba conectado a ninguna fiesta en especial, era cultivado en el ámbito íntimo y en cualquier fecha, lo que lo puso a resguardo de dictámenes eclesiásticos y determinó su supervivencia.
Las primeras menciones del huayno revelan que se trataba de un género menor, un baile de carácter profano definido en el diccionario de González Holguín en 1608 como “Baylar de dos en dos pareados de las manos”. Es frustrante constatar que poco y nada se sabe del huayno antiguo y que los estudios comparados casi no arrojan luz sobre cuánto de este pervive en las formas actuales. Pero este vacío, paradójicamente, se debe al rasgo principal del huayno, su enorme capacidad de metabolizar influencias foráneas y adaptarse a las condiciones musicales y no musicales que se le imponen.
La evolución del huayno, hasta fines del siglo XX, puede resumirse así. Hay una primera etapa, colonial, en que absorbe los instrumentos traídos a América, como el arpa, el violín, la guitarra y otros de cuerda pulsada. Es en este mismo período que el huayno abandona su carácter monódico e incorpora elementos polifónicos de la música modal religiosa, sumando la armonía europea a su estructura musical. Luego, el huayno adopta la lengua española como material del canto, sumándolo al quechua, creando una nueva métrica. José María Arguedas señala otro hito: la aparición a fines del siglo XIX de la figura del poeta y el músico popular, querido y famoso. Tiempo después, con la aparición de los estudios de grabación y los discos, el huayno modifica su estructura y estandariza su duración a un máximo de tres minutos para el disco de 78 rpm y la radio.
En los años 40 el huayno se abre a la influencia del jazz, algo visible en el uso privilegiado de bronces en las orquestas de Huancayo, influencia que según José María Arguedas se daba en ambas direcciones: “El jazz, el vals, la marinera… tienden, cada vez más, en la sierra, a tomar el ritmo y el tono del wayno”. Es también la época de mayor actividad de Jacinto Palacios, “el trovador ancashino”, prolífico compositor y primera estrella de la música vernácula, predecesor de los cantautores de la década del 60 que se volverían héroes del pueblo migrante y campesino gracias a la radio y la industria discográfica.
En paralelo, en la sierra de Lima, en localidades como Oyón, Cochamarca, y Huaral, arpistas como Rubén Cavello, Pelayo Vallejo y Ángel Damazo cultivaban una corriente del huayno con voz y arpa que transmitía una especial vulnerabilidad y cercanía, estilo que cristalizaría a fines de los 70 en las grabaciones de Rubén Cavello y Alicia Delgado, “la princesa del folclore”. Poco después, a comienzos de los 80, el éxito de la cumbia andina ahuaynada, llamada “chicha”, y la fundación de los sellos Discos del Puerto y Prodisar, crearon las condiciones para la aparición de un nuevo intérprete de huayno, una figura adolescente hecha a la medida de figuras como Leo Dan y Emmanuel.
El primero de estos ídolos fue Sósimo Sacramento, “el rey de la jarana”, un artista sensible y único, que debutó en 1982 con el álbum No me amenaces, junto a Los Diamantes de Cochamarca, conjunto que abre sutilmente la puerta a la innovación al sumar el cajón y el huiro al paisaje sonoro del huayno. Luego, el arpista y cantautor Rómulo León Palomino, con su grupo Los Diamantes De Maní, empieza a grabar “parranditas” de tres o más temas para recrear el efecto de una presentación en vivo. En esa época aparecen también Los ídolos Chancayanos, formado por los hermanos Robert, Rosmel y Ronald Pacheco, pioneros en el uso del sintetizador desde su disco homónimo de 1986. Pero solo sería con el debut de Elmer de la Cruz, un muchacho de 17 años de la provincia de Huaral, que Sósimo Sacramento hallaría un par.
Elmer de la Cruz nació en Huaycho el 9 de junio de 1965. Era el mayor de nueve hermanos, un niño que escribía poemas y veía los aviones sobre su pueblo diciéndose que un día vería el valle desde el cielo. Tras un par de años cantando en festivales y radios de provincia, decidió entregar cuerpo y alma a la música, y se trasladó a la capital, arrastrando en su aventura al arpista adolescente Duglas Buitrón. Junto a él formó el dúo Los Dinámicos de Huaral y en 1983 grabó su álbum debut, El consagrado y aclamado Elmer de la Cruz, disco donde combina balada latinoamericana y huayno, fusión que pareciera existir desde siempre y que brilla en “Tú y yo perdimos”, y su muy personal adaptación de “Vivir así es morir de amor”, de Camilo Sesto. Fieles a la idea expresada por el “amauta” Mariátegui en 1927 de que “la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil” y siendo poco más que adolescentes, Elmer de la Cruz y Sósimo Sacramento integraron sin esfuerzo aparente los ámbitos del folclore y la música popular. En efecto, al incorporar percusiones e instrumentos eléctricos, llevaron el huayno al mundo de la chicha y más allá, haciéndolo universal, cubriéndolo de una pátina de dulzura, candidez y atrevimiento juvenil.
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Durante el encierro pandémico escuché sin parar el disco Puro corazón, una avalancha de hits lanzada en 1989 donde Los Dinámicos de Huaral exhiben todo su poderío, y redescubrí el sonido que me hipnotizó en aquel concierto de Dina Páucar. Por eso no perdí la oportunidad de conocer a Elmer de la Cruz antes de su presentación del sábado 7 de diciembre del año pasado en La Fama, enclave vital para la comunidad peruana que funciona en el Teatro Chile, cerca del límite norte del Cementerio General.
Elmer de la Cruz me recibió con calidez, incluso con cierta timidez, y me presentó a Duglas Buitrón, su compañero hace más de 40 años, un hombre silencioso y gentil. Entramos a La Fama mientras Marisol Cavero probaba sonido y nos sentamos a un costado del teatro. De la Cruz no pudo ocultar su emoción cuando me vio sacar sus dos primeros álbumes de mi bolso, dijo que llevaba décadas sin ver copias de ellos y me abrazó. Llamó al casi imperturbable Duglas y le mostró los discos, instante que aproveché para pedir sus autógrafos y tomar algunas fotos. Después de eso la entrevista fluyó sin esfuerzo. Hablamos de arpistas y el sonido de Oyón, de estudios de grabación de la época, de Samuel Dolores, fundador del sello Discos Prodisar, responsable de poner en el mapa a decenas de artistas.
De la Cruz subió al escenario a las 10 de la noche, justo cuando tomaba el primer sorbo de una botella de Pilsen Callao y volví a notar que era el único chileno en medio de un público reducido pero fiel. La batería electrónica, el bajo y el sintetizador sonaban al mismo volumen del arpa, ocultando a veces la voz de Elmer de la Cruz, y las bailarinas iniciaban una jornada que las tendría agitando las polleras hasta las dos de la mañana. De pronto, terminada la tercera canción, el cantante dijo: “Hoy vivimos una sorpresa, se nos acercó un investigador chileno, un amigo conocedor de nuestra música. ¡Rodrigo! ¿Dónde estás? ¡Por favor! ¡Acompáñanos en el escenario!”. El público buscaba con la mirada al chileno en cuestión mientras yo avanzaba decidido. Elmer me presentó y me entregó el micrófono, pidiéndome unas palabras. Mi recuerdo es borroso, pero sé que dije, con el corazón en la mano, que peruanos y chilenos debemos luchar para unirnos mucho más y que el huayno es la música más hermosa del mundo.
Fotografías: Rodrigo Olavarría.