Osho: sexo, capital y espiritualidad

El documental Wild Wild Country trajo al gurú de vuelta a las polémicas: que le gustaba el lujo, que su sexualidad era voraz, que solo decía lugares comunes… Pero su legado sigue vivo y aquí en Santiago, en el Centro Experiencial de La Reina, hay fieles que siguen su legado de “vida, amor y risas”.

por Roka Valbuena I 18 Abril 2019

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La fotografía de Osho está en una mesa y un grupo de seis adultos exóticos se ha puesto a saltar. “Salten”, pide Françoise, la instructora. “Mírense”, exige, “abran la boca, respiren, suelten”. Aquí en el Centro Experiencial de La Reina, la comuna más sensorial de la capital, se está ejecutando la llamada Meditación Activa, el legado del maestro, que consiste en desprenderse de la cordura para alcanzar la paz. “Ahora gruñan con rabia, por favor, aquellos que desean emitir un garabato, háganlo. Bailen como locos”, ordena. “¡No piensen!”, se agita la profesora. Resulta que aquí todos se están dando un baño de Osho, el líder de la plenitud. Osho, tildado el sabio de los ricos, el de la mirada cannábica, el que predica el orgasmo como el bastión de la gloria. En esta sala todos ya saben que ese documental de seis capítulos, Wild Wild Country, perjudicó la vida póstuma del gurú. Manchó con argumentos la vida esotérica de la secta. Pero el gurú inventó la fórmula de que enloquecer por una hora nos hace vivir equilibrados. Y eso es lo relevante.

-Usted, el del fondo –apuntaron al redactor de este artículo.

-¿Qué?

-¡Muévase! ¡Está pensando!

Y usted, el ajeno, anula su cerebro a toda prisa y se deja llevar. Si bien no brinca, dado que su ánimo tiene límites, sí bate palmas con simpatía. Por momentos baila con sobriedad, muy elegante. Ve a su lado, en cambio, a una señora de cierta madurez imitar el andar salvaje de un gorila. Otra respetada señora, de profesión bióloga, mueve la cabeza con maniobras distorsionadas. Otro señor –muy serio segundos atrás– parece electrocutado. Todos gruñen, incluso la prensa.

-¡GRRRRRAAAAAAA! –es la bióloga.

-¡Grrrrrrr! –es la señora de edad.

-Grr –es la tímida prensa.

Es el acto de liberación llevado a cabo con una banda de rock de fondo. Osho murió en 1990 por una insuficiencia cardíaca, aunque hay quienes especulan perturbadoramente que murió de sida. Su vida sexual, según relatan algunos testigos, era indomable. Osho perdía el tino ante un vestido ajustado. Así como una estrella de cine, Osho elegía a sus amantes y, tal cual han exagerado algunos estudiosos, tenía sexo cada cuatro horas. Pero, aún con vida, en 1981, Osho, el innovador, persuadió a Occidente de que trastornarse es útil, y dejó ese concepto como una de sus mejores herencias.

-¿Está garantizado que así alcanzaremos el equilibrio? –pregunta usted a un bailarín, seriamente intrigado.

-Más menos –responde Manuel, otro instructor.

Y el instructor grita:

-¡A bailar!

-¡¡Sííí!! –gritan los presentes con los ojos enloquecidos.

Minutos después se apagan todas las luces.

La oscuridad es total.

En ese momento usted siente una mano sobre su cara.

Y ahí, en el delirio, parece la mano de Osho.

El universo del amor

En efecto dijeron, en ese polémico documental, que Osho, el gurú profesional de la India, ingería drogas y fornicaba sin control. Dijeron que Osho, el iluminado, el dios de los locos, viajó desde la India hasta Estados Unidos predicando las bondades del placer y ahí, en mitad del Estado de Oregon, construyó su verdadero país natal: Rajnishpuram. Allí obró el milagro: dio orden a hombres blancos de Occidente para que sacaran agua a un desierto e instalaran la electricidad. Abrieron un banco únicamente para sicodélicos. Exigió una casa en lo alto de la colina, rodeada de 400 metros de pasto en el que jamás floreció una espina. Compró 93 Rolls Royce, negros, en los cuales se embarcaba por las mañanas para revisar su nación, las tierras que le donó un millonario repentinamente equilibrado. De pronto, todo estaba lleno de casas, agua, árboles y liberales. Osho había creado el universo del amor.

Osho, dice, tenía una jornada laboral sintética: hacía un discurso al día. Pero su retórica era sensacional, admite inspirado el señor Celis. Asociaba ideas, detallaba paradojas, enmarcaba todo en un chiste. Luego se retiraba entre guardias.

Dijeron, eso sí, que esta comunidad para evitar obstáculos intoxicó a sus vecinos cristianos, gringos callados que amaban al Dios con mayúscula, que la secta portaba armas, que entrenaban disparos y, ya sabemos, que el gurú vivía en torno a su erección. Ya en aquellos días, desde su brazo derecho le colgaba una secretaria: Sheela Birnstiel, la bruja con coraje, el cerebro y la neurosis del movimiento. Y desde el brazo izquierdo le colgaba un matón: Hugh Milne, el forzudo místico nacido en Escocia, que impedía que las masas tocaran a dios.

-A Osho no le gusta que lo toquen –dijo una vez el guardaespaldas, Hugh, en la prensa.

-¿Y si lo tocan? –preguntó un atrevido.

-No lo harán –respondió Hugh, imperturbable.

A veces, Osho, con gesto medio prepo, aceleraba un Rolls Royce en las calles de la comarca, frente a sus fanáticos, riendo al volante, dejando una estela de arena en el trayecto y sacando un saludo por la ventana. Parecía un enajenado, un pensador con lenguaje alucinado. Un gurú disfrazado de gurú, dicen los detractores, un librepensador que pasaba el día husmeando escotes.

-Le hizo el amor a mi novia –confesó el propio Hugh, el guardaespaldas escocés.

-¿Y usted qué hizo? –le preguntaron.

-Aprendí de ello.

Nadie lo podía tocar. Nadie le podía hablar. Pero, en fin, dígase lo que se diga, y tal cual lo refirió el documental, había una verdad irrefutable: todos los locos lo amaban. Osho tenía el poder.

Oh, mi dios

-¿Usted lo quería, señor Celis? -preguntamos a Alejandro Celis, chileno, aficionado a la meditación, propietario de una barba larga, dado que casi no hay civiles afeitados que adoren a Osho. Hoy lidera un centro de exploración mental y en 1981 vivió casi un semestre en la extravagante comunidad.

-Para mí era un genio.

El señor Celis, en su juventud, tomó un avión en dirección a la mística. Se radicó por 90 días en Antelope, Oregon, el cosmos de la fantasía. Se cubrió el cuerpo con túnicas rojas, su uniforme de empleado esotérico, y trabajó 10 horas diarias fabricando una ciudad.

-¿Cómo se comprime la visión de vida de Osho?

-Tres palabras –confiesa el señor Celis.

-¿Cuáles?

-Vida, amor y risas.

-¿En igualdad de importancia?

-Sí, aunque la risa era su sello.

-¿Era un buen tipo?

-Uf. Un tremendo tipo.

-¿En qué sentido?

-Te enseñaba a disfrutar, a no quedarte en la comodidad. A despertar. A pasarlo bien. A sacarle el jugo a la vida.

-¿Se drogaba mucho?

-Lo ignoro. Nunca lo vi recomendar las drogas.

-¿Tenía éxito con las mujeres?

-¡Muchísimo! ¡Puta, si era como Mick Jagger! ¡Osho era una estrella de rock!

-¿Usted lo tocó?

-¡Estás loco!

-¿Lo vio?

-A distancia.

Osho, dice, tenía una jornada laboral sintética: hacía un discurso al día. Pero su retórica era sensacional, admite inspirado el señor Celis. Asociaba ideas, detallaba paradojas, enmarcaba todo en un chiste. Luego se retiraba entre guardias. En una ocasión, el señor Celis lo vio pasar por una calle montado en uno de los Rolls Royce y el gurú le levantó una ceja. Ese gesto al aire fue su mayor cercanía con el astro. Acto seguido, tras un encuentro de ese tipo, la unión motorizada entre el gurú y la gente, todos debían volver al trabajo. O bien, en el caso del señor Celis, a esa habitación compartida con otros siete feligreses. La mayoría eran estadounidenses, alemanes y japoneses.

-Yo trabajaba tanto, que ni siquiera tenía tiempo para las orgías.

De pronto, el señor Celis decide definir con exactitud al maestro y, tras una veloz meditación, logra las palabras más humanas que se pueden destinar a una eminencia.

-Osho era seco para el hueveo.

Los cristianos recitan que los pobres entrarán al reino de los cielos. Osho predicaba que los ricos ojalá entren al reino de Osho. Los millonarios también tienen vida espiritual. Por eso, entre los súbditos, abundaban los gerentes generales que plasmaban su gratitud con donativos.

Solía aparecer con una talla en la boca, contaba chistes cochinos, reía todo el tiempo e invitaba a ser vital. Aconsejaba evitar la represión. “Si te gustaba alguien, Osho pedía que te acercaras a esa persona y le dijeras: Tú me atraes”, recuerda el discípulo. Era, más allá de sus falencias, una celebridad simpatiquísima. Por momentos, da la impresión que el señor Celis se estuviera refiriendo a Peter Sellers.

-¿Y su apego al materialismo? –consultamos.

-¿Ah?

-¿Los 93 Rolls Royce eran reales?

-Eran reales. Pero yo tengo una teoría: Osho los compraba para puro huevear a los que lo criticaban. Eso era como ají en el poto para mucha gente. Le gustaba provocar. Yo me cagaba de la risa, los Rolls Royce me daban lo mismo.

Los cristianos recitan que los pobres entrarán al reino de los cielos. Osho predicaba que los ricos ojalá entren al reino de Osho. Los millonarios también tienen vida espiritual. Por eso, entre los súbditos, abundaban los gerentes generales que plasmaban su gratitud con donativos. Pero todos juntos, ricos y normales, todos uniformados de rojo, se ponían al servicio del hindú y transpiraban arreglando la comarca. Y los vecinos, esos furiosos norteamericanos con look de cowboy, parecían insoportables. La guerra de la vecindad, sabemos, culminó con dramatismo. Osho volvió a la India y el señor Celis siguió su búsqueda interior en otra ciudad.

Meditación final

-Solo respiren, solo respiren –instruye Françoise, aquí en el Centro Experiencial de La Reina, un reducto acreditadamente Osho. Todo sigue a oscuras y la foto del gurú flamea en la mesa.

Una mano misteriosa sigue tocando la cara del tenso redactor. Él, por supuesto, y a raíz de los datos recopilados, sospecha con un poco de preocupación que podría venir una orgía. Imagina un toqueteo grupal. Es el prejuicio que genera este mundo y su disposición al goce.

-Relaje –le susurra una voz de hombre.

-Sí, sí –dice él, con el doble de tensión.

Le manosean la mandíbula y luego la mano se retira. Todos siguen respirando en silencio. Se escucha un ruido gástrico, una tripa humana que reclama comida. Y nada más.

Todos meditan. La mente se posa en el vacío. Después vuelve la luz.

Y todo ha sido normal. Esta noche los presentes se vuelven a poner los abrigos. Uno dice que el documental en torno a Osho lo vio en una sola tarde. Otro dice que hay que quedarse con lo bueno del maestro. Y se despiden entre sí, sin ninguna extrañeza. Mirando de reojo la foto del gurú.

El gurú era ni más ni menos que un ser humano. Medía cerca de un metro sesenta y cinco de estatura y devoraba ensaladas. Adoraba a las mujeres y la libertad. Publicó más de 700 libros que son, en verdad, sus discursos compilados. Tenía un fabuloso talento para el lugar común. Dijo que el amor da alas. Dijo que uno debe ser lo que es. Dijo que tú eres tú y yo soy yo. Siempre confesó que no se parecía a Jesús. Dijo que nunca mató a nadie, que nunca abogó por el mal, únicamente glorificó el orgasmo.

Así era el gurú.

Y así vivió por 58 años.

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