Un torrente verbal: las dramaturgias de Benjamín Galemiri

por Juan Andrés Piña

por Juan Andrés Piña I 19 Enero 2017

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Las nueve piezas contenidas en el segundo volumen de las Obras completas del dramaturgo nacional, recién aparecido, confirman su maciza y vasta presencia en el teatro chileno de las dos últimas décadas.

por juan andrés piña

El estreno de El coordinador de Benjamín Galemiri (Traiguén, 1956) en 1993 marcó el comienzo de la reintegración de una dramaturgia de autor a los escenarios nacionales, la recuperación de una voz autónoma y dueña de una mirada estética diversa respecto del oficio, y el rescate de la palabra como elemento estructurador del espectáculo. Hasta ese momento, y por largos años, había sido mayoritaria la presencia de un teatro donde se imponía la visualidad y los caprichos más o menos erráticos del director.

Obras de Galemiri como Un dulce aire canalla (1995), El seductor (1996), El cielo falso (1997), Jethro o la guía de los perplejos (1998), Edipo asesor (2001) y Los principios de la fe (2002) sirvieron para legitimar nuevamente al autor como protagonista del montaje, aunque en este caso alejado del formato realista más convencional.

La reciente aparición de sus Obras completas, Volumen II confirman este aserto a través de los nueve títulos publicados aquí, algunos de ellos inéditos, como Karl Marx, año zero, Otro maldito amor underground, Comedia trotskista y Corazón cascado. De pasada, el libro viene a mostrar la abrumadora producción dramatúrgica del autor durante más de dos décadas.

El subsuelo de la sociedad

La desbordada, cómica y a ratos impenetrable concepción que subyace a las obras de Galemiri tenía pocos antecedentes en la dramaturgia chilena. Ellas están construidas sobre la base de textos y subtextos, de referencias múltiples a la cultura, la sicología y las razas, donde se imponen discursos de apariencia inconexa que el espectador debería reestructurar en su cabeza, una vorágine de juegos intertextuales. Se acoplan así discursos de diversas procedencias: jerga del marketing, tics de los medios de comunicación, citas en otros idiomas, referencias bíblicas, planteamientos sicoanalíticos e imágenes cinematográficas, entre otros.

Aquí las historias no se narran, sino que más bien se organizan a través de la acumulación de fragmentos que alguna vez formaron parte de algo coherente. Su torrente verbal actúa a la manera de un camuflaje, una especie de vendaval lingüístico (barroco, exuberante, profuso, autorreferente), cuya disolución formal apunta a mostrar, precisamente, la desintegración de las identidades de sus protagonistas.

El coordinador, montaje dirigido en 1993 por Alejandro Goic

El coordinador, montaje dirigido por Alejandro Goic en 1993.

Esta es una especie de visión de patio trasero o subsuelo de la sociedad (convenientemente oculto) que rige la conducta de los personajes. Estas obras, entonces, son un mecanismo para mostrar aquel universo privado que lo público desea esconder, las batallas por el poder que ocurren no solo en las altas esferas, sino también en las relaciones de pareja o entre padres e hijos. En el caso de El coordinador, el desquiciamiento del discurso sirve para imponerse sobre los demás y conlleva implícita una oscura carga de sexualidad, abriendo las compuertas a las auténticas razones que los personajes esconden en sus afanes de gloria, reconocimiento y dominación.

Para referirse a estos temas se recurre a ciertas técnicas que escapan del teatro más convencional: huida de la lógica cotidiana, invención de situaciones fantásticas en lugares prodigiosos, no concebir a los personajes en términos de sicología tradicional y apartarse del modo más evidente de “contar una historia”. Lo que se retrata aquí son más bien las compulsiones, visiones y pesadillas de sus confusos y complejos personajes.

La acción habitualmente se desenvuelve en espacios insólitos: barcos que se hunden, riscos de la cordillera o naves espaciales. Múltiples máscaras esconden a los personajes, y cuando el espectador creía descubrir la verdadera identidad de ellos, una nueva capa oscurece la percepción anterior. Todas estas obras parecen plantearnos la imposibilidad del conocimiento de los otros y sus múltiples facetas, las innumerables personalidades cobijadas bajo el mismo ser.

Esas escurridizas identidades

A partir de El cielo falso, el autor desplegó una dramaturgia cada vez más alejada de ciertos patrones dramatúrgicos clásicos y se deslizó por una pendiente cercana al delirio, a la desintegración y al desmoronamiento. Ahí se relata la vida de Salomón, un judío que cometió un fraude y ahora habita una isla desierta. Al lugar llegan su hijo, su amante, su madre y un náufrago, aunque estas identidades se enmascaran unas con otras, y las personalidades que creíamos reconocibles van fundiéndose. El pasado del protagonista que aparecía delineado pierde progresivamente su perfil. Igualmente ocurre en Jethro o la guía de los perplejos con otro judío, ya anciano, que quiere dejar la administración de la tienda a sus descendientes. Aquí los diálogos de los personajes y los súbitos cambios de espacio apelan más a la multiplicidad de rostros que a la certeza de una única fisonomía.

Se puede decir que a medida que Galemiri ha avanzado en la escritura de sus obras, el tema de la posibilidad de reconocer nuestra identidad es cada vez más lejana: una multitud de máscaras caen y debajo de ellas hay otras.

La inseguridad relativa a la existencia de los demás no está solamente planteada en la mirada total e incluso ideológica a la obra, sino que también en sus pistas. Hay preguntas permanentes e inquietantes en Jethro…, por ejemplo: ¿somos gemelos?, ¿es mi hijo?, ¿es mi padre?, ¿es mi hermano?, ¿quién soy?, ¿cuál es la relación que tú tienes conmigo? En el caso de El cielo falso, dice Salomón: “Qué me pasa, delante de vos me muestro entero, como si fuerais mi padre; ¿sois mi padre?, ¿sois mi hermano?, decidme ahora, no me lo digáis al final de esta historia que me dará asco; estoy desorientado, ¿te dais cuenta quién sois?; yo sé quién eres, el Inspector de la Tesorería General de la República, eso sois, nunca vais a confiar en mí…”. Aarón, en Jethro…, se pregunta: “¿Quién es Jethro?, ¿un bueno de tiempo completo, un malo full time, un hippie full time? Ya nadie es full time hoy día; en esta asquerosa cultura híbrida todos son un poco todos. ¿Quién es Jethro?, al propio hijo de las entrañas no lo conozco yo”.

Se puede decir que a medida que Galemiri ha avanzado en la escritura de sus obras, el tema de la posibilidad de reconocer nuestra identidad es cada vez más lejana: una multitud de máscaras caen y debajo de ellas hay otras. Las diversas caretas y voces de los personajes parecen apuntar a esta idea central de la dificultad de conocer al otro, y por tanto, de los escollos para cristalizar los sentimientos.

Ya en El seductor había quedado lo suficientemente explícito: un hombre gris y aburrido, mediocre e incapaz, se inventa un alter ego fantasioso y donjuanesco, alguien superdotado que consigue colarse por pasillos y ventanas y seducir a las mujeres en sus propios aposentos. Ambos personajes son solo uno y seguramente las muchachas conquistadas también obedecen a un singular rostro femenino.

El cielo falso, protagonizada por la actriz Patricia Rivadeneira.

El cielo falso, protagonizada por la actriz Patricia Rivadeneira.

Este cruce de mentiras y verdades, de engaños e imposibilidad de saber quiénes somos lo resume Susana, personaje de Jethro…, en uno de sus parlamentos: “¿Qué me costaba exponer mis puntos con simpleza? Ya lo dije en alguna ocasión, siempre lo complico todo, me meto por senderos que se bifurcan… y nunca llegan a destino. ¡Quiéranme, por favor! ¡No soy una mentirosa! Está bien, ustedes ganan. Soy una mentirosa. Soy una cleptómana. Soy una alcohólica. Qué obra, ¿ah?”.

Otra diferenciación que progresivamente se ha acrecentado en las propuestas de Galemiri es la presencia de las extensas didascalias, es decir, las antiguas acotaciones que al autor (o narrador) le servían para describir el espacio escénico, las características de sus personajes y hasta sus estados de ánimo. Aquí, en cambio, ya forman parte del texto mismo y más bien entregan información al lector antes que al director. Por ejemplo, en uno de los pasajes de Karl Marx, año zero, se indica lo siguiente:

“Como la obra es poscoral, entra a escena vertiginosamente, y sin orden definido, Proudhon, el ingenuo y fatuo anarquista francés/chileno a un salón imperial, donde el humo repleta la escena como una advertencia de la consumación mundial a la revuelta chilena que está por venir.

Ajadas banderas chilenas quemándose recorren el escenario, en una proyección de video alta definición que continúa desencadenadamente con una nueva proyección escalofriante, aunque hipotética. ¿Y si las banderas chilenas quemándose estuvieran en escena? Dejamos al Metteur en Scene que resuelva este inmoral enigma.

Indecorosos tanques de militares disparan a estudiantes escolares y universitarios, hasta que el ambiente se llena de un color púrpura rojizo siniestro y banalmente estético. Marx bebiendo una copa de champagne extra fino, alardea con el acomplejado Proudhon, todo esto en video HD para no asustar a nadie”.

Es probable que todo este abigarrado mundo lingüístico, escénico e ideológico de las obras de Galemiri haya ahuyentado en la última década a los directores chilenos, porque hace ocho años que no se presenta aquí una obra suya, a pesar de su vasta producción. Esta sequía se ha roto en noviembre pasado con el estreno de El lobby del odio (en Matucana 100).

galemiri vol 2

Obras completas II, Uqbar Editores, 2017, 556 páginas, $23.900.

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